Carlos Fonseca ha triunfado Managua. Por Tomás Borge Martínez, La Paciente Impaciencia.

Carlos Fonseca ha triunfado Managua. Por Tomás Borge Martínez, La Paciente Impaciencia.

Capítulos 8 y 9 del libro «La Paciente Impaciencia» del comandante Tomás Borge Martínez, que en 1989 ganó el Premio Casa de las Américas de Cuba, Género Testimonio. Imagen de portada, retrato de Sergio Michilini «Carlos Fonseca, Los Principios», de 2014, oleo/tela, cm. 80×60

Carlos Fonseca había iniciado estudios en un caserón cuyos corredores, en aquel entonces, nos parecían inmensos. Recién visitados, se me revelaron insignificantes. La llamaban Escuela Superior de Varones de Matagalpa.

En ese mismo local funcionaba el Instituto Nacional del Norte, que dirigía –al igual que la Escuela de Varones– un anciano de rostro bondadoso con una perita insignificante. Parecía una brigada de fósforos a punto de apagarse. Consumía todos los cigarrillos de importación.

El viejito era médico y en sus horas libres recetaba consejos, tiamina y bicarbonatos. Yo señalé con el índice acusador a ese coronel de la Guardia Nacional, amenazándolo con la espada de Bolívar. Se llamaba Benjamín, hermano de don Leonardo Argüello, quien fuera candidato triunfante, por obra y gracia de la magia somocista, en las elecciones presidenciales de 1947.

Lucidia y el Dictador

La Escuela y el Instituto fueron visitados, un día cualquiera, por Anastasio Somoza García; algunos niños nos negamos a darle la mano. Recuerdo el rostro empurrado de Jaime Vargas; la mirada al techo de Adrián Blandón, fiel a su pacto de sangre con Winnetou; el rostro limpio, impenetrable, de Carlos Fonseca y el azoro del dictador.

Una maestra, la niña Lucidia Mantilla, fue despedida por antisomocista. Carlos Fonseca y otros niños la visitaron, ella los recibió entre sonrisas y lágrimas, en su casa de ladrillo, en cuyas mesas mínimas había manteles rosados. Entre los estudiantes de primaria que visitaron a la maestra estaba Manuel Baldizón, caído años después en la masacre de El Chaparral.

La niña Lucidia fue objeto de un homenaje, en el que se incluyó una cena en el Hotel Bermúdez. Fue uno de los actos políticos provincianos más importantes de aquel momento, blanco de represalias y comentarios.

El discurso de Ricardo Orúe –liberal independiente, farmacéutico, con cierta gallardía en la mirada– nos pareció elocuente. Memorizo su frase: La escoba de la democracia barrerá, implacable, a la dictadura. En su intervención, Orúe hizo una breve referencia a mi primer discurso político y me llamó inteligente, lo que dio origen a felicitaciones que me arrancaron sonrojos, sonrisas, y que enorgullecieron a mi padre, de visita en la ciudad.

Días después adquirí conciencia de mi destino. Lo supe por el estorbo acumulado entre los pectorales, por la satisfacción inaudita que me producía ser testigo activo de las pequeñas manifestaciones. Me di cuenta de que mi vida estaría a disposición del combate, aunque en aquel minuto ignoraba el color de las vestiduras, la terquedad de las raíces.

La frase de Orúe sobre la democracia circuló en octavillas que los niños recogían por las calles y llevaban a sus casas. El padre Manuel Salazar, entonces director del Colegio San Luis, y que llegaría a obispo de León, me arrebató una. Después de leerla, se la metió en su misterioso bolsillo detrás de la sotana, poniendo una expresión tal que yo tuve la certeza de que había ocurrido algo más importante de lo que sospechaba.

Campanas contra Somoza

Un día, Ramón Gutiérrez me convenció de que subiéramos al campanario de la catedral para tocar a duelo, ya que Somoza estaba de visita en Matagalpa. Llegamos hasta las campanas, donde un guardita, de origen campesino, cumplía la misión de repicarlas jubilosas. Ramón le reprochó su ignorancia, arguyendo que durante la visita de los presidentes se tocan así, guardia bruto. Redoblamos a muerto hasta que llegó, espantado y somocista, el padre Navarrete.

El cura nos arrancó las patillas y Ramón lo acusó de oponerse a la alegría que significaba la visita del dictador. Sólo las sagradas vestiduras impidieron que el guardia se lo llevara preso.

Ramón Gutiérrez escribió –debe haber sido por el año 1946– un libro que era una reproducción exacta del estilo de Vargas Vila, titulado “Los artistas del pecado”.

Prologado por Douglas Stuart, íntimo amigo nuestro, hijo de un norteamericano y de una china, ágil de piernas y de mente, que cambiaba el color de sus ojos según los estados de ánimo, el texto relataba un concurso de masturbación protagonizado por una constelación de arcángeles de visita en la tierra. Salió victorioso el arcángel Miguel; mientras los de uno y otro bando gritaban ¡bravo!, llenó de semen una copa de oro tan enorme que parecía bostezo de dinosaurio y aun se derramaron algunas gotas. El libro estaba dedicado a mi mejor amigo…

Su mejor amigo (Tomás Borge) estaba estudiando, ese año, en el Colegio Salesiano de Granada, a donde llegaron los ecos del escándalo, sin mayores consecuencias. Tenía fama de ser bien comportado y buen estudiante, sobre todo, después de la condecoración que le entregaron, para orgullo de don Tomás, por haber ganado la composición anual en homenaje a Su Santidad en la que dije de él bellezas y lealtades.

En Matagalpa el caso sí adquirió proporciones apocalípticas, y tanto Ramón como Douglas fueron excomulgados con todo y ceremonia. Yo estuve en la planilla de la excomunión, pero el Consejo Clerical me descartó –o me perdonó o me juzgó un pecador insignificante– lo cual salvó a mi madre de una muerte segura.

Como monseñor Calderón y Padilla compró y quemó las tres ediciones que se hicieron, el autor y el editor obtuvieron regulares dividendos. Sobre todo el editor, por supuesto.

Ramón, repudiado a la luz del sol, visitaba semiclandestino algunos hogares donde era visto como un objeto curioso. Las muchachas no miraban mal al flaco y anteojudo Gutiérrez quien, un día de tantos, me prometió amanecer cojo la mañana siguiente, en la que en verdad apareció con un bastón; arrastró el pie derecho durante un año.

Monchita, la hija de un terrateniente enriquecido por los precios del café, propietaria de las llaves que protegían una amplia colección de billetes de todas las denominaciones, alegró con espléndidos regalos a los amigos de su novio Ramón todas las Navidades y los cumpleaños que duró el idilio. Monchita era linda. Ejercía un dominio total sobre el anciano caficultor y casateniente, a quien los vecinos le llamaban “burro con plata”; a mí me simpatizaba el viejo porque era ingenuo como la radiografía de un zorro. Sus hijos se graduaron de médicos, ingenieros civiles, amas de casa de algún abogado, y partieron hacia ese país de tantos millones de kilómetros cuadrados que es la tierra del olvido.

El billar y el beisbol

Carlos Fonseca, en las riberas de la adolescencia, fue espectador –en la pequeña ciudad, en el infierno compacto, en el obvio paraíso– de aquellas escaramuzas iniciales.

Algunos años después, cuando lo visitábamos con Carlos, Douglas Stuart y Ramón Gutiérrez, nos reíamos de las diabluras que fueron relatadas en el momento oportuno y en detalle a Guillermo Rothschuh Tablada, director del Instituto Ramírez Goyena, de cuya biblioteca Carlos llegó a ser organizador y director.

Carlos recorrió, víctima del lodo en cada invierno, todos los caminos de Matagalpa, la ciudad larga como las piernas del cartero, del vendedor de golosinas, del experto en direcciones extraviadas. Por las noches sin luna, soportábamos la ciudad acribillada de luciérnagas, cercada por columnas de grillos, ranas, conejos y venados. Algunos desocupados albañiles, estudiantes, escupían y reían alrededor del billar de Pedro Culito.

Allí, por ejemplo, se celebraban las últimas victorias de Nicaragua en el campeonato de béisbol, la atrapada inoportuna de Stanley Cayaso que permitió un pisa y corre, la victoria apretada del Chino Meléndez ante Cuba, los pecados contra el Espíritu Santo del manager, que siempre tenía la culpa de las derrotas y que jamás tuvo el mérito de las victorias.

Las pláticas, a veces en voz baja, rescataban a las cariocas, que así llamaban los matagalpinos a las putas que llegaban de Managua a las fiestas patronales de septiembre, y que ofrecían sus favores en El 130, misterioso refugio de los caballerotes citadinos donde se prohibía el ingreso de adolescentes.

Carlos se limitaba a jugar billar; sabía darle efecto a la bola, conoció los secretos de la banda y de la prepa y el camino del orificio deseado donde entraba, alguna vez, el 15.

Vendía de casa en casa “Rumores”, periodicucho de circulación local. Cuando Carlos llegaba al billar, le daba el paquete de los ejemplares aún no vendidos a un amigo que leía las cuatro paginitas mientras todos, excepto Carlos, consumían cerveza Xolotlán. Se reían, porque al fin y al cabo es posible reírse de un chiste alemán, de una burla de parroquia o de las crónicas de Rumores. (…)

Justina Fonseca, madre de Carlos Fonseca

Carlos jugaba billar no por demasiado tiempo. Había que ganarse el derecho a los frijoles. Ya había nacido Estelita, la hermana menor. La aritmética es fácil, pero es más fácil si se le estudia, y era preciso aprovechar la luz del atardecer, pues el candil nocturno no es recomendable para los miopes. Antes de dormir, era sagrado el recuento del día con la madre (Justina Fonseca), el intercambio de la ternura, el placer de la comunicación.

Había que aprovechar la mañana siguiente para el repaso, el aprendizaje de memoria de los ríos canadienses, de las capitales de Europa, de la historia antigua, de las ciencias naturales. Carlos era el mejor alumno, conocía como nadie la tabla de multiplicar. Nunca aprendió la de dividir. Nadie le ganaba en ortografía y en el número de afluentes del Amazonas y del Coco.

Sandino

A veces le asaltaba el arrepentimiento de una diversión excesiva, porque sólo disponía de unas horas después de clase. En las vacaciones es otra cosa. Y el sábado y el domingo, cuando los chavalos iban a bañarse a La Presa, había que repartir las cartas rezagadas y, a lo mejor, un sábado ver a Tom Mix (estrella estadounidense de películas del Oeste) y Jorge Negrete (actor y cantante mexicano), si es que ajustaba la severa disciplina de los centavos.

A los doce años ya Carlos oía hablar de Sandino. Carlos sentía orgullo de ser pariente de un combatiente sandinista, también llamado Carlos Fonseca. Sandino lo distingue: A vosotros hablo, traidores, embaucadores, esbirros, asalariados, monaguillos, de rodillas todos que voy a invocar los benditos nombres de mis compañeros de armas, muertos por defender la libertad de Nicaragua: Rufo Marín y Carlos Fonseca.

Cuando Carlos ya no repartía el periodicucho Rumores, ni distribuía telegramas, ni vendía golosinas, recibió una pequeña ayuda de su padre (Fausto Amador), un empleado de alto rango, algo así como administrador de bienes de la familia Somoza.

El domingo se llegaba a la iglesia a misa de siete. La madre era piadosa, nunca fue hija de María, eso está reservado para las que conservaron el desierto y la higuera, para las niñas viejas y para las que están cerca de serlo y que se confiesan, después de la reyerta con la vecina, un poco antes de cada asombro. Ella creía en Santa Teresita y todos los años visitaba, junto con sus hijos, los nueve días de la Purísima en casa de alguna vecina donde se repartían gofios, bananos y dulces revestidos con papel rosado.

Además, los primeros viernes había que reiterar el arrepentimiento por los pecados mayores y comulgar arrodillada, con los ojos hacia el suelo, esquivando la mirada profesional detrás de los anteojos dorados del joven chaparro, próximo a la obesidad, monseñor Isidro Augusto Oviedo y Reyes. A éste le encantaba predicar, con su voz de trueno, desde el púlpito colocado frente a una leyenda destinada al demonio: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella, y encima de Satanás que se tapa los oídos para no escuchar la palabra de Dios”.

Monseñor era erudito en el fuego del infierno, que es el fuego verdadero y no esa llama miserable que nosotros conocemos y que a lo más que llega es a achicharrar la piel. El fuego de la tierra es un león de mural, el fuego del infierno es un león vivo con apetito de perro rabioso que lame apasionado, cruel y eterno la piel de los pecadores que sufren sin consumirse en vida eterna, amén.

Las hijas de María debían cubrirse hasta el cuello y los tobillos, la ropa suelta sin ninguna posibilidad de sugerencias. El baile era pecado. No se conocía caso en que no provocara la tentación, según consta en los anales de todas las confesiones. El baile, aunque no se lo propusieran, provocaba calor, humedad y, si se descuidaban, un charco oloroso que parece saliva, lágrimas, uvas derretidas.

Yo recordaba que había bailado con la Rosibel; que no platicamos, sólo bailamos y ahí mismo sentí, con los ojos extraviados, el crecimiento del pecado.

Guillermina, la joven trabajadora del taller de tabaco, recorría conmigo, todos los domingos, jardines y limoneros, mientras me miraba de reojo, para llevarle montañas de flores y canastas de limones al atractivo prelado. Este recomendaba a las muchachas, sobre todo a las pudientes, que no se casaran; sin duda no era pecado, pero la Santísima Virgen veía con buenos ojos el sacrificio de la soledad familiar, amén.

Entotorotado con el marxismo

Carlos tuvo las primeras nociones de conciencia revolucionaria a finales de la enseñanza media, allá por 1954. Por entonces se creó, bajo los efectos de la experiencia de Guatemala, el Comité Estudiantil en el instituto, que se vinculó con el debilucho movimiento obrero de Matagalpa.

Ramón Gutiérrez, hijo de don Erasmo –artesano del cuero, cenceño, experto en miradas severas y en zapatos de señoras– se había escapado de su casa, huyendo de no sé qué drama familiar, hacia El Salvador. Allí se entotorotó con el marxismo.

A su regreso, en 1953, se hizo amigo de Carlos Fonseca y lo inició en el estudio de la teoría revolucionaria. Ramón, experto saqueador de bibliotecas, llevó una tarde cualquiera algunos libros de marxismo en francés; se vieron obligados a estudiar este idioma, que llegaron a leer casi a la perfección.

Al convertirse Carlos en protagonista, todo fue más serio. En Semana Santa, los jocotes se asomaban por la ventana de casa de Lala, tan cercana al río Matagalpa. Bastaba bajar por una pequeña pendiente para lavar la ropa, las ollas y la piel. Bajo los árboles, distraídos por los muslos de las muchachas que se bañaban, se reunía un grupo de adolescentes que leía a Marx.

Carlos se tronaba los dedos, interpretaba, releía, se impacientaba. Durante años, hasta la muerte, vivió en la paciente impaciencia. Había que hacer algo, no sabíamos con exactitud qué. La lectura de Marx no bastaba. Muy bien, existiría Segovia.

Aún el padre, don Fausto Amador, no lo reconocía como hijo. Salvo por la constancia de la exigua pensión. A lo mejor, un poco de lejos, un oscuro recuerdo, un saludo más o menos explícito de Fausto, el hermano, hijo de la mujer legítima.

No dejaba de ser importante tener conciencia de las desigualdades, del atraso, del fanatismo religioso, de la lentitud de las mercancías, y del auge de los nuevos ricos, hijos del café, que pintaban de siete colores sus residencias y alumbraban con luz reverente la sala del comedor, en el que siempre estaban La última cena, los frijoles y la crema de mantequilla.

Pero eso y el materialismo histórico no eran suficientes ante los requerimientos de Carlos.

Bachiller, el mejor alumno

Los estudios de secundaria de Carlos Fonseca finalizaron con una velada solemne de muchachos callados y padres de familia que sonreían un poco más allá de lo común. Ese día –el 2 de marzo de 1955– bachiller, circunspecto, fue condecorado con “La Estrella de Oro” por el doctor Heliodoro Montes. Observaba, con ojos también miopes, Carlos Arroyo Buitrago, aficionado a las reglas de la dignidad y al uso de la retórica. Estuve presente cuando Carlos pronunció, en nombre de los estudiantes, un discurso del que no recuerdo una sola palabra.

Su tesis de bachillerato fue “El capital y el trabajo”. Allí sostenía que los tres factores que intervienen en la producción están constituidos por la naturaleza, el trabajo y el capital, y que el trabajo es el esfuerzo premeditado y consciente que se hace para satisfacer las necesidades.

En aquel momento Carlos Fonseca aún no tenía diecinueve años y no debe olvidarse que esas tesis se escribían apenas en un par de horas. Se le daba al alumno un tema y éste lo desarrollaba sentado en su pupitre, sin consultas bibliográficas; era una improvisación total. Fue la promoción nona de bachilleres del instituto matagalpino. En Segovia, Ramón Gutiérrez escribió sobre el mejor alumno:

Carlos Fonseca Amador, director de Segovia, pasó una infancia en pugna con la realidad de la vida, al lado de su madre obrera, en medio de la escasez, de los víveres caros, del mal sueldo, de la luz del candil y las privaciones que da la insuficiencia de una mujer sola. Carlos vendió melcochas por las calles, con sus pantalones chingos y sus grandes ojos gatos, miopes. Fue voceador de periódicos y cobrador de recibos; supo del gusto que tiene la necesidad y pisoteó con sus pies descalzos los prejuicios que empiedran las avenidas de los rancios burgueses. Carlos Fonseca Amador ha triunfado. Su talento no se ha perdido. Me siento orgulloso de ser su amigo, soy predilecto de los humildes que llevan buenos sesos y corazones pesados, grandes y blancos.

«Segovia» y 16 versos

Los estudios de secundaria fueron una escuela de formación. En pobreza, en dictadura, en medio del auge revolucionario de Guatemala, que provocó movimientos universitarios antiimperialistas, se habían publicado en Matagalpa dos periódicos redactados por un grupo de muchachos: Espartaco y Vanguardia Juvenil. Su culminación política y cultural, Segovia, órgano de los estudiantes del Instituto Nacional del Norte, aparece por primera vez el día primero de agosto de 1954. El director era Carlos Fonseca y el jefe de redacción Francisco Buitrago, cofundador del FSLN, nacido en Terrabona, cerca de Matagalpa, y caído durante la guerrilla del 63 en río Coco y Bocay.

Segovia se hizo célebre. Fue irrespetuosa con los lugares comunes, escandalosa en el ataque a las costumbres locales, se atrevió a mencionar el derecho de pernada y llevó a los asombrados lectores las metáforas agresivas del grupo de vanguardia. Se conocen once números de Segovia; los primeros siete los dirigió Carlos; el número ocho, Cipriano Orúe; el número nueve y hasta el once –el último– Francisco Buitrago.

En la revista se alternan, para ilustrar la portada, dibujos de personajes locales y fotografías de bachilleres y de profesores. En las páginas de Segovia se insinúa, se sugiere, se estimula la organización de juntas culturales que, a su vez, alientan la celebración de efemérides, visitas de conferencistas nacionales y extranjeros. Se habla de poesía, de ciencias naturales, hay hasta un artículo sobre la gonorrea y otro sobre el desarrollo del capitalismo en Europa.

De todo había en aquel ambiente, en donde predomina el estilo declamatorio y la retórica modernista. Entre anuncios de casas comerciales locales aparecen cuentos, referencias históricas, se reproducen poemas o se habla de poetas como Rubén Darío, César Vallejo, Manolo Cuadra, José Coronel Urtecho, Fernando Silva, Ernesto Mejía Sánchez, Azarías Palláis, María Teresa Sánchez.

Cuando Carlos fue director de Segovia no sólo dirigió la revista, sino que publicó artículos y hasta un poema de inspiración vanguardista, llamado 16 versos del molendero.

Animal de madera
zopilote raro
sin alas, cuadrúpedo
sin canto de zopilote
con el lomo chato
terroso, terrestre.
Tres veces al día
baño de los platos,
cementerio temporal
de los platos rotos.
Comedor ocasional
de los gatos.
No te pareces a tu papa carpintero.
Los ricos con sobras te alimentan,
los pobres sin sobras te hacen ayunar.

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