Camilo Zapata visto por Juan Aburto y Juan Aburto visto por Ana Ilse Gómez Managua. Radio La Primerísima

Ana Ilse Gómez es probablemente la mejor poetisa de la historia de Nicaragua y está entre los tres mejores poetas que ha dado la historia del país. Nació, vivió y murió en Masaya, entre 1944 y 2017. También ejerció el periodismo y es autora de “Las ceremonias del silencio” (1975) y “Poema de lo humano cotidiano” (2004). Poco antes de fallecer, Ana Ilse escribió esta semblanza de Juan Aburto, el gran cuentista nicaragüense, cuyo esbozo de Camilo Zapata publicamos después. El escrito de Ana Ilse fue publicado en 2018en la antología de los cuentos de Juan.
Juan Aburto en mi memoria
Por Ana Ilse Gómez
No sé quién de la poetería (como les decía Juan a los poetas), me presentó un día, allá por los setenta, a Juan Aburto. No sé si fue en la imprenta de Mario Selva o en la acera del Gran Hotel. No recuerdo, ni importa. Lo que importa sí es cómo ese simple gesto de dar la mano y decir nuestro nombre puede convertirse luego, como sucedería con Juan, en una relación tan entrañable y duradera, amistad y camaradería a pesar de la diferencia de edades.
El hecho de haber trabajado junto a Juan durante tantos años, en la misma institución a la que él me llevó un día casi arrastrada, nos dio la oportunidad de construir esa amistad tan especial a la que hoy me refiero.
A la sombra de Juan y de Mario Cajina-Vega, conocí los famosos y ya mentados lugares como Cachecho, el Gato Abraham (que nombre tan tierno), el Negro Williams, etcétera, etcétera. Pero debo decir que conocí más, mucho más de esa Managua subterránea y recóndita, de esa Managua descarnada y tabú –ciudad amanecida y anochecida en merito de grescas y jolgorios– a través de la voz de Juan.
En largas conversaciones Juan me contaba sobre los diversos e increíbles lugares que visitaba. Lo que veía, lo que oía, lo que le contaban aquellos personajes envueltos en densas nubes de humo provenientes de cigarrillos, de fogones que agonizaban con algún troncho de carne encima y que alguien, alguna vez se engullía “de un solo”, ante sus ojos atónitos. No era el interés insano del entrometido, del curioso. Era la curiosidad del escritor, del creador que encontraba en estos sitios, en esas personas, la inagotable materia prima para sus narraciones.
Me contaba Juan sobre las cantinas que él visitaba, llenas de camioneros, de vendedores de pescado y verduras, de gente ruda que se extasiaba con el espectáculo de muchachas, frágiles o rechonchas, que intentaban ser sexys, que eran aplaudidas a rabiar por el público excitado y que para el corazón de Juan, lejos del encanto y la sensualidad, ellas representaban toda la miseria y el desamparo de los seres humanos.
En la oficina, cuando conversábamos, Juan pasaba largos ratos después del almuerzo, con los ojos entrecerrados, brazos cruzados, silencio total. Recuerdo que la empleada de la limpieza siempre decía “pobrecito don Juan, qué problema tendrá que hablo y ni responde”.

Pero yo sabía que en esos momentos la mente de Juan, lejos de preocupaciones, viajaba por estrechos callejones, por cuarterías destartaladas, por sitios alumbrados por desleídas luces de colores, lugares aquellos en los que Juan siempre encontraba esa rara luminosidad para ofrecernos un cuento.
Yo también vi llorar a Juan. Lo vi sangrar cuando el terremoto borró a Managua de la tierra. Yo sabía que muchas veces, cuando Juan salía del trabajo, no iba a su casa, sino que se iba por ahí como un penitente a recorrer las ruinas de la ciudad perdida. Una sola vez me invitó a “dar una vuelta por los escombros”. Yo acepté. Y lo que descubrí a mi lado fue un fantasma gimiendo entre los escombros. Una alma en pena husmeando entre paredes agrietadas.
Juan abriendo puertas que ya no existían.
Juan sentándose a una mesa con amigos idos. Pidiéndole cervezas a meseras traslúcidas.
Juan decidiendo hacer compras entre los ripios del Mercado San Miguel.
Con lágrimas en los ojos, Juan escuchando música, boleros lejanos que salían entre los ladrillos y las baldosas rotas.
Juan palpando como un ciego el espacio donde hubo una casa, un zaguán, un alero.
Él, Juan, como personaje de sus propios cuentos, celebrando con los ausentes el fulgor de días que ya no eran. Que ya no volverían a ser más.
Como le dolía a Juan la Managua destruida. A todos nos dolía. Más a él.
Y por ahí seguimos caminando. Juan se abstraía también descubriendo cosas: trozos de fotografías, la Ana Magnani en una carátula de revista, un objeto como una espuela con una pequeña llave, como el motorcito de un juguete infantil. Aquí Juan se detuvo. Lo limpió y comenzó a examinarlo por arriba, por abajo. No tenía nada de extraordinario, era un chunche cualquiera.
Atardecía. Yo me tenía que ir. Iba a Masaya. Me despedí de Juan ya cuando las sombras caían. Me fui apresurada y lo dejé ahí, distanciado por momentos de su melancolía, intentando descifrar con ojos y manos el mecanismo del objeto aquel que a mi se me antojaba tal vez una espuela, un chechereque quizás.
Camilo Zapata
Por Juan Aburto
Por el año 1929, en el Colegio Bautista, fui compañero de aula de un adolescente moreno y flaquito, nervioso y eternamente alegre, inquieto y soñador, que destacaba con singulares dones entre los alumnos del tercer grado de primaria. Gustaba sentarse en el último pupitre del fondo de la clase, que siendo para dos estudiantes, lo acaparaba él solo. Y allí se lo pasaba, siempre sonriente y jubiloso, tarareando, silbando a medias, canturreando las melodías populares de esa época oscilando su cuerpo al compás de unos ritmos que él mismo inventaba; y utilizando dos lápices como bolillos y la caja amplia del pupitre como una marimba informe, le iba extrayendo a aquel instrumento rudimentario, junto con su voz con inflexiones en falsete, unas cadencias extrañas pero presentidas, vivas, pero melancólicas, que distraídamente los muchachos todos íbamos identificando con una honda realidad nuestra quizá olvidada y reconocida en ese instante, a través de la barahunda rara que el negrito en cuestión metía con su entusiasmo espontáneo y cotidiano. Los alumnos, en cualquier receso o en una distracción de la maestra, lo excitaban por lo bajo: “Cantate algo, bailá jodidito”. Porque él era la alegría, el recreo permanente de la clase. A mí me agradaba levantarme cada vez y cuando, trasladarme al sitio suyo y sentarme a su lado, para observarlo gozoso, contagiarme con su risa, oírle sus primitivos y curiosos cantitos. Ambos andábamos en la misma edad: 10 años. Y charlábamos también; creo que me sentí extrañamente identificado con él, por sobre el resto del alumnado con quienes jugaba, corría, perseguía, saltaba de mil rudas maneras.

Se llamaba Camilo Zapata. Y todo aquel pequeño mundo musical en que vivía inmerso, todo ese extraño entusiasmo vívido y constante por el ritmo, por las viejas canciones ya casi desaparecidas, en producir, movido por quién sabe qué urgencia interior, las variaciones de esas melodías tan sólo escuchadas en los caminos agrestes, en los apartados ranchos de nuestro paisaje rústico, en las romerías patronales del pueblo, eran indudablemente las primeras manifestaciones de una realidad creadora que desde entonces pugnaba por brotar en un corazón de profunda raigambre nicaragüense de su espíritu fino y sensitivo, que desde aquella época, quizá de mucho antes, recogía sin saberlo y acumulaba en su sentimiento de artista lúcido y permeable, para hacerles florecer imponentes, singulares y bellas, algún día en el tiempo.
Resulta inolvidable su figura esmirriada con una permanente alegría y sus manifestaciones artísticas elementales que, posesionándolo, surgiéndole desde lo hondo de su sensibilidad, nos envolvían y saturaban de un gozo íntimo ante la permanencia de una realidad musical nativa y recóndita.
Así que ulteriormente, todavía en la incipiente adolescencia, entre innumerables escolares de múltiples, raras, grotescas, admiradas, hilarantes, curiosas características, ya arrastrado a otros planos por la vida imprevisible que a todos nos separaba, siempre recordé a mi singular compañero de clase, el flaquito aquél de Camilito, el que cantaba, el que musicaba el ambiente del aula, el que llenaba a raudales con modulaciones callejeras el recinto escolar, tedioso de perennes calculaciones numéricas, de gramatiquerías aburridas. El terremoto de 1931 acabó por separarnos. Mi familia se trasladó a León, y yo entre nuevos condiscípulos y ambiente y costumbres que eran extraños a mi manera de ser “managua”, de repente lo echaba de menos en mi escuela leonesa. ¿Dónde estará Camilito Zapata?

Vuelto a la capital y ya egresado del Instituto, comencé a oír de nuevo su nombre memorable. Pero esta vez en alas de la fama, asociado ya a una música concreta, a unas melodías consistentes, definidas, avasalladoras por entrañables, inconfundibles a pesar de su sabor vernáculo y que daban, no obstante, una delectación nueva a la música aborigen nicaragüense. Era el mismo Camilo Zapata de antaño, de 15 años antes, que por fin se había logrado en definitivas floraciones gloriosas de arte nacional; el chavalito que en nuestra niñez luchaba a corazón partido por concretar aquel aliento informe y telúrico que le bullía en el alma, y que hasta entonces ningún otro artista había conseguido revivir y armonizar con insigne pureza: el habla popular y los sonidos sentimentales de los instrumentos autóctonos nicaragüenses.
Allí estaban, en aquellas raras obras primigenias, toda nuestra picaresca rural, nuestro sentimiento ciudadano y nostálgico por el campo abierto y florecido, el buen humor, la visión del poeta campisto, el “deje” melancólico que en el fondo denota a la raza sufrida y ancestral, la desaparición conmovedora –por lo sencilla y profunda- del rancho, el patio predispuesto para el baile de zapateo, del llano solitario y tristón, de los humildes peones y sus aperos, la querencia por las bestias de corral, los ingenuos amores campesinos, en fin, toda una diferente presencia de la fisonomía popular y artística de Nicaragua.
Recuerdo un crónica mexicana de viaje del poeta Emilio Quintana, a principios de los años 40, donde contaba que encontrándose errabundo por una barriada del Distrito Federal, escuchó de pronto a lo lejos una melodía rasgueada por guitarras, susurrada por violines y entonada por populares charros, que le dejó transido el ánimo. “¡Ese es Camilo Zapata!, exclamó, ¡Y ese es el Caballito Chontaleño!” Caminó precipitadamente e interrogó a los cantores. “No sabemos de quién es”, le contestaron; parece que unos compañeros la recogieron en Guatemala y ahora la cantamos por aquí.”
Por todo ello, y por algunas razones de orden emotivo y estético, pienso que ahora que todos, amigos fervorosos e innumerables oyentes, que hoy rubricamos entusiastas sus 70 años, en realidad no hacemos más que reseñar pasajeramente una etapa común en el tiempo y en el arte nacional. Porque sucede que Camilo Zapata es intemporal, y su música y sus canciones insignes así lo revelan, convertidas ya en folclore puro, en poesía anónima, rodando por los infinitos caminos de América, propagando el alma sensitiva y libre de los nicaragüenses.
Juan Aburto, 9 de mayo de 1918 – 5 de agosto de 1988