El Salvador despide al 2020 con más polarización San Salvador. Prensa Latina

El año 2020 pasará a la historia de El Salvador por muchas razones, pero principalmente por una polarización política que muchos creyeron superada.

El primer año de gobierno del presidente Nayib Bukele estuvo marcado por la confrontación y el negacionismo de todo lo sembrado por administraciones previas, lo que el saber popular define como ‘saludar con sombrero ajeno’.

Las fuerzas políticas de esta nación centroamericana desaprovecharon la oportunidad de oro que propició la pandemia de Covid-19 para superar diferencias y unir fuerzas con sentido de nación.

Sin embargo, cuando el nuevo coronavirus SARS-CoV-2 irrumpió en El Salvador, ya la nación mostraba los primeros síntomas de una enfermedad tan mala o peor: los choques entre los poderes del Estado.

Los enfrentamientos entre el Órgano Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial fueron constantes en 2020, con descalificaciones, insultos y un especial encono en el campo de las redes sociales, terreno donde Bukele dominó la batalla de las percepciones.

La situación más peligrosa sobrevino en febrero, cuando Casa Presidencial convocó a una sesión extraordinaria de la Asamblea Legislativa para exigir la luz verde a la negociación de un préstamo internacional para financiar el plan de seguridad.

Para muchos, la citación fue hecha a conciencia de que no sería obedecida, tanto porque incurría en una usurpación de funciones, como por la falta de transparencia en lo referido al plan de seguridad y por la renuencia a incrementar la deuda pública.

Pero la narrativa gubernamental presentó el asunto como la confirmación de que ‘los mismos de siempre’, como llama el oficialismo a la oposición, no querían legislar a favor del pueblo, y sugirió la posibilidad de una insurrección popular.

Esta circunstancia, peligrosa en un país donde aún sangran las heridas de 12 años de guerra civil, crispó la tensión social en El Salvador y sembró un miedo -justificado- de que la Fuerza Armada y la Policía Nacional Civil avalaran un golpe legislativo.

El domingo 9 de febrero, luego de dos días de acoso policial a los diputados opositores y con los alrededores del Palacio Legislativo patrullados por militares, Bukele ingresó al Salón Azul del Parlamento y ocupó el sillón del presidente de la legislatura, Mario Ponce.

El recinto fue ocupado por militares con armas largas, en una puesta en escena que luego fue presentada como el dispositivo de seguridad presidencial, pero que la mayoría interpretó entonces como un acto de intimidación para demostrar quién tenía el poder.

Ahí, Bukele unió sus manos en gesto de rezo, y afirmó luego que ‘Dios’ le había pedido paciencia hasta febrero de 2021, cuando el propio pueblo sacaría a los diputados mediante las elecciones.

El incidente generó repulsa incluso entre quienes meses antes aplaudían a Bukele, e incluso le reconocían su nueva forma de hacer política, al frente del partido Nuevas Ideas, en teoría distante de la ultraderecha y de la izquierda que polarizaron al país.

Desde diversas organizaciones defensoras de los derechos humanos saltaron las alertas sobre los visos de autoritarismo mostrados por el joven mandatario, los cuales se acentuaron tras la llegada del Covid-19, que también sembró dudas sobre su gestión.

Al respecto, incluso sus detractores admitieron que Bukele actuó con rapidez ante la amenaza de la pandemia, con el cierre de fronteras y medidas de estricto confinamiento, pero también le señalaron la improvisación y acciones que con el tiempo levantaron sospechas.

En particular, la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos registró denuncias por la restricción temporal de garantías constitucionales, como el derecho a la libre movilidad, así como la detención y envío a centros de contención a quienes salieran de sus casas.

Con los meses salieron a la luz irregularidades en las compras y licitaciones relacionadas con la emergencia sanitaria, lo cual generó nuevos choques entre el Ejecutivo y la Corte de Cuentas de la República, encargada de auditar a las instituciones estatales.

A su vez, el acceso a la información pública fue severamente restringido, incluso en casos que no lo ameritaban, y se sucedieron nombramientos y destituciones que fueron interpretadas como movidas para blindar a determinados funcionarios.

Por otro lado, las semanas de cuarentena domiciliar obligatoria y el cierre de la actividad económica por la crisis del Covid-19 incidieron también en la reducción de la criminalidad, en particular de los homicidios y las extorsiones.

El gobierno de Bukele atribuyó la estadística al éxito del plan Control Territorial, aunque en la calle tiene credibilidad la hipótesis de un supuesto pacto gubernamental con las ‘maras’ (pandillas), cuyo poder es incuestionable, más allá de la retórica oficial.

A todas estas, el jefe de Estado goza de amplia popularidad en las encuestas y su partido, Nuevas Ideas, se perfila como ganador contundente de los comicios legislativos y municipales anunciados para el 28 de febrero de 2021.

Sin embargo, un reciente sondeo de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) confirmó que la población percibe un nivel de corrupción en los partidos políticos del que ni siquiera escapa el de Bukele.

De hecho, la lectura de la UCA es que el pueblo votará el próximo año no por el mejor, si no por el menos corrupto.

Un eventual triunfo del oficialismo en dicho proceso cambiaría la actual correlación entre los poderes del Estado, y sin el contrapeso opositor en la Asamblea y las alcaldías, Bukele podría gobernar a sus anchas, para bien o para mal del Pulgarcito de América.