Bud Spencer, el deportista olímpico que se convirtió en estrella de cine Hollywood. Agencias

Bud Spencer, el deportista olímpico que se convirtió en estrella de cine Hollywood. Agencias

Todos le recuerdan como Bud Spencer pero pocos saben que su verdadero nombre era Carlo Pedersoli. No, no era americano, era italiano. Y es que con este actor de aspecto tosco y cara de pocos amigos nada era lo que parecía. Para empezar, su físico corpulento no era porque comía mucha pasta, ahí donde le ven, esta figura del spaguetti western junto a su pareja profesional Terence Hill fue un deportista de alto rango que destacó como jugador de waterpolo, boxeador y también nadador, deporte este último que le llevó a participar nada menos que en dos Olimpiadas, la de Helsinki (1952) y Melbourne (1956). Y además con unos dignos resultados.

A este napolitano de mirada triste pero sonrisa fácil le llegó la fama siendo ya famoso y llevándoselas de calle gracias a su portentoso físico. Fue precisamente esa disciplina como nadador lo que le llevó a convertirse en uno de los grandes dentro y fuera del agua.

Tenía apenas 6 añitos cuando tuvo su primer contacto serio con la natación. El chiquillo apuntaba maneras así que sus padres le registraron en un club algo más profesional en su ciudad natal de Nápoles. Pero la cosa tuvo que interrumpirse tras el viaje inesperado de toda la familia a Brasil a donde emigraron cuando las cosas se pusieron feas después de la Segunda Guerra Mundial. Tras dos años haciendo amigos y aprendiendo otro idioma al otro lado del charco, Bud, entonces Carlo, regresó a Roma, esta vez para cursar sus estudios de abogacía y, sobre todo, empezar a obtener sus primeros récords en el agua a la tierna edad de 20 añitos. Su físico era el de un auténtico Adonis. Una imagen que nada tiene que ver con el barbudo de barriga generosa que nos regalaría más tarde en sus películas.

Antes de aterrizar en la meca del cine se hizo un hueco en las piscinas donde alcanzó un alto nivel de prestigio. Y así, como quien no quiere la cosa, entre 1949 y 1957 se anotó nada menos que diez títulos de campeón en Italia, tres como nadador junior, otros cuatro nacionales en competiciones de relevo y dos posiciones muy decentes en los Juegos Olímpicos. En los de Helsinki alcanzó el quinto lugar en los cien metros libres y cuatro años después, en Melbourne, obtuvo el onceavo puesto. Nada mal para un jovenzuelo que todavía no tenía ni la más remota idea de hacia dónde se encaminaría su vida profesional. Quizás ese aire inocente y ese dejarse llevar fueron la clave para lo que le llegaría después.

Una época inolvidable para Bud que, nunca mejor dicho, se sentía como pez en el agua practicando este y cualquier deporte que implicara zambullirse en una piscina. “Fue una cosa magnífica”, dijo a Jotdown rememorando aquellos tiempos en los que el ejercicio físico era su mayor pasión. “También competí en waterpolo con la selección de Italia, entonces campeona del mundo, aunque yo no llegué a ser campeón del mundo”. Fue precisamente con este deporte que conoció España, un país que marcaría su vida por la cantidad de rodajes que le traerían por estas tierras. Su primera toma de contacto fue con Barcelona, donde llegaría con la selección de waterpolo italiana para participar en los famosos Juegos del Mediterráneo. “Barcelona era increíble, bellissima, la prefiero a Madrid, más moderna, con el mar. Vi cambiar España primero con el deporte y luego con las películas Amo mucho su tierra, especialmente toda la parte de Almería, allí hice veinticuatro películas”, rememoró.

Al conocer su trayectoria pre-Hollywood uno se pregunta, ¿cómo es que este hombretón de casi dos metros terminó siendo un as en los deportes acuáticos? Pues aunque parezca difícil de creer la culpa la tiene el boxeo. Este fue el primer romance que Bud tuvo con el deporte; ganó todas las batallas habidas y por haber. Sin embargo, todo lo que tenía de grandullón le faltaba de picardía, y no tener ese ingrediente en el ring de boxeo parece que le salió caro. “Me faltaba maldad. Ya era fuerte, muy grande, pegaba con derecha e izquierda, pero cuando veía que el otro estaba a punto de caer no era capaz de darle el golpe final. Entonces me mandaban a nadar, porque allí había una piscina al lado”, confesó en esta entrevista.

Claro, ahora lo entendemos todo. De ahí es que vienen los golpes en seco que dejaban K.O., al menos en la ficción, a los destinatarios de sus míticas tortas en sus películas. Menos mal que lo del boxeo se torció y acabó haciendo largos. La piscina le dio muchas cosas buenas. Además de la disciplina allí fue que conocería a Mario Girotti, más conocido como Terence Hill. Su pareja profesional por casi tres décadas también era un deportista nato así que hicieron migas de inmediato. En ese momento no sabían que les deparaba un futuro lleno de éxito que cambiaría el rumbo de sus vidas y su amistad para siempre.

Antes de que eso pasase en 1967 y con la película Dios perdona, yo no, Bud hizo cosas muy divertidas en su vida, desde construir carreteras en Venezuela, donde vivió un tiempo, a ser un extra en la mítica Quo Vadis. Fue su fama en el mundo del deporte lo que le puso en contacto con el cine. En la famosa cinta de Mervin LeRoy necesitaban a algunos chicos grandullones para ejercer de guardias imperiales y ahí estaba él que cumplía los requisitos a la perfección. Así llegaron otros trabajillos de extra como Adiós a las armas donde hacía de soldado y Hannibal donde ya la cosa se puso más seria y se metió en la piel del líder de una tribu llamado Rutario. En este rodaje y sin ellos saberlo, Bud y Terence compartieron créditos, pero nunca coincidieron en el set. El destino seguía jugándoles divertidas pasadas hasta reunirlos definitivamente y a lo grande poco después.

Así, sin tomárselo muy en serio y sin estudiar arte dramático ni nada relacionado con la actuación, llegó por casualidad a Dios perdona, yo no. Necesitaban a alguien que hiciera de un gigante y él daba la talla. Allí es que se reencontraría con aquel jovenzuelo ya más maduro que años atrás había conocido en la piscina. Carlo y Mario, más conocidos como Bud y Terence, formarían uno de los dúos cinematográficos más queridos, respetados y aplaudidos de la historia del celuloide. Su particular forma de hacer cine, casi sin mediar palabra, es lo que les convirtió en dos figuras míticas del famoso spaghetti western al que sumarían y humor y peleas a tropel. Daba igual el idioma que el espectador hablase, sus caras, gestos y, sobre todo, golpes al adversario eran suficientes para entender de qué iba la cosa.

La corpulencia de uno y el look tan actor de Hollywood del otro no hacían imaginar a sus seguidores que eran más italianos que la pasta. Claro, los nombres profesionales que adquirieron tampoco es que ayudaron mucho a saber de sus orígenes. Lo de llamarse así, por cierto, tampoco es casualidad. Al excampeón de natación le gustaba mucho la cerveza Budweiser y el actor Spencer Tracy, así que hizo un par de cálculos y la fórmula le salió perfecta: Bud Spencer. Lo de Terence Hill fue un poco más al tun tun. En una entrevista de hace años el intérprete veneciano contó que su nombre lo escogió de una lista donde había más de 20 propuestas. “Me dijeron: ‘en menos de 24 horas tienes que elegir un nombre’… Así que vi ese nombre y dije, ‘me gusta, me quedo con este’”. Este era Terence Hill.

Buena elección por parte de ambos. En realidad los nombres dan un poco lo mismo, el combo que hacían era tan bueno y divertido que el éxito hubiera sido igual incluso si se hubieran llamado Macario o Perico de los Palotes. Ahí había química, talento y muchas ganas, lo demás era anecdótico. A pesar de ser polos opuestos, uno grande y serio, el otro más menudito y guapetón, eran perfectos a la hora de ponerse frente a las cámaras. Lo suyo fue empezar y no parar. Sin casi darse cuenta se pusieron a hacer películas como churros que convencieron al público en todos los puntos cardinales del planeta. Entre las joyitas que rodaron cabe destacar Pares o nones, Y si no nos enfadamos o Dos contra el crimen, todas para desternillarse de la risa. Uno las recuerda y no puede más que esbozar una nostálgica sonrisa.

Pero más allá de estas historias que llenaron de humor y carcajadas las salas de cine y los hogares en momentos turbulentos de la historia mundial, es importante resaltar la calidad humana detrás de sus protagonistas. Nada de esto hubiera sido posible si Carlo y Mario, las personas que daban vida a estos personajes, se hubieran llevado a matar. No fue así, todo lo contrario. Entre ellos no había lucha de egos ni envidias, sino un absoluto respeto profesional y de amigos que traspasó la pantalla desde el minuto uno. “El señor Bud Spencer y el señor Terence Hill no han discutido en toda su vida. Nunca. Algo increíble en todas las parejas del mundo”, reconoció a Jotdown.

Este 29 de octubre Carlo hubiera cumplido 91 años. Desafortunadamente el actor que nunca fue actor, como él mismo se definía, falleció en 2016 a los 86, dejando un recuerdo imborrable con sus películas, unos trabajos que seguirán retorciendo de la risa a próximas generaciones y que le hacen inmortal. Tras el anuncio de su marcha sus hijos aseguraron que se fue “sin sufrimiento” y que la última palabra que dijo fue “gracias”. Un término que rescatamos para agradecerle a él por hacernos reír hasta que nos doliera el estómago. Un ejemplo claro de que las apariencias engañan y que detrás de ese gigante de mueca seria se escondía un grande de corazón. Gracias a ti, Bud.