En la hora del crujir de dientes San Salvador. Por Alberto Masferrer, 5 de marzo de 1927

En la hora del crujir de dientes San Salvador. Por Alberto Masferrer, 5 de marzo de 1927

Vicente Alberto Masferrer Mónico, quien se firmaba como Alberto Masferrer, es uno de los más importantes intelectuales salvadoreños (Tecapa 1868 – San Salvador 1932). Escritor y maestro, fue una de las figuras más dinámicas de la vida cultural y política de su país y ejerció una fuerte influencia en las generaciones más jóvenes. Después de un disgusto con su padre Enrique Masferrer, un español afincado en El Salvador, migró a Nicaragua donde ejerció la docencia en la ciudad de Rivas, desde donde fue enviado a la isla de Ometepe para que impartiera clases en el presidio que allí se levantaba. Posteriormente se trasladó a San Rafael del Sur, donde asumió la dirección de la Escuela de Varones. En 1885 se trasladó a Costa Rica, donde apenas permaneció un año, y en 1886 regresó a su país natal.

En 1923 se convirtió en uno de los editorialistas del periódico “El Día”, y en 1928, en compañía de los escritores y periodistas Alberto Guerra Trigueros y José Bernal, fundó en la capital salvadoreña el rotativo “Patria”, donde se hizo cargo de la sección editorial y de una aplaudida columna titulada “Vivir”. Masferrer brilló también como periodista en territorio chileno, donde, bajo el pseudónimo de “Lutrín”, firmó una columna humorística que aparecía en los rotativos El Chileno, de Santiago, y El Mercurio, de Valparaíso.

En los últimos años de su vida, Alberto Masferrer participó ardientemente en la campaña electoral de 1929 y 1930 a favor del Partido Laborista, apoyando al candidato Arturo Araujo, quien, elegido presidente en 1931, resultó inmediatamente derrocado por el golpe de estado del general Maximiliano Hernández Martínez. Las matanzas posteriores a manos del ejército salvadoreño obligaron a Masferrer a exiliarse en Guatemala y luego en Honduras, sumido en la pobreza y la enfermedad. De regreso a El Salvador, muy mermado de facultades, falleció en la capital del país el 4 de septiembre de 1932.

Según sus propias palabras, él quería “luchar contra todas las injusticias; declarar la guerra a la miseria y la ignorancia; meter el hombro a las clases desheredadas sin humillar a las favorecidas; consagrar nuestro esfuerzo al triunfo de la verdad y de la virtud (…). Considerado de esta manera, el socialismo es la más santa de las doctrinas: es el cristianismo en sus más avanzadas consecuencias. En este sentido, nuestra literatura debe ser socialista”.

El siguiente artículo, publicado originalmente en el diario «La Prensa», de San Salvador; reproducido por la revista «Repertorio Americano», de San José, Costa Rica, es un vibrante manifiesto a favor de la soberanía, la dignidad y la independencia de los pueblos latinoamericanos, una categórica denuncia al servilismo de las clases pudientes de la región y una enfática condena del gobierno de Estados Unidos y su comportamiento imperialista.

Masferrer concluye así: «Sin odio y sin amor, separémonos de quienes no tuvieron para nosotros sino mercantilismo y yugo. Ya nos daremos otra vez las manos, para bien de la Humanidad, el día en que en vez de su Becerro de Oro, adoren a un Dios más alto, más humano, más divino».

Designados para restablecer el equilibrio del mundo

Alberto Masferrer

Si se buscaran dos palabras exactas, aunque duras, para caracterizar la actitud mental y material de los pueblos centroamericanos ante los Estados Unidos, habría que escoger estas dos: imbecilidad y servilismo.

Tocante a servilismo, adopto, enteramente, para definirlo y aquilatarlo, unas palabras que me dijo Joaquín García Monge, en San José de Costa Rica, en 1920, cuando la Conferencia Unionista Centroamericana. Decía así el Maestro ilustre: «el mal de estos pueblos no consiste en que le sirvan a Estados Unidos –pues es inevitable que los venidos a menos le sirvan a los llegados a más– sino en la manera cómo le sirven. Hay tres maneras de servir: de pie, de rodillas y de panza. Estos pueblos han adoptado la última, y por eso los Estados Unidos han adoptado para con ellos, la actitud natural y única que corresponde ante quien nos sirve de panza: el puntapié».

En verdad, no imaginaba García Monge al caracterizar tan duramente nuestro servilismo, que apenas transcurrirían siete años y ya nuestra mezquindad, estrechez, imbecilidad y falta de amor propio, nos pondrían, como lo estamos en este momento, en peligro inminente de recibir el puntapié definitivo. Y lo peor de todo, de recibirlo sin echarlo de ver; como perfectos badulaques.

Esta es la hora –tan honda y tan ancha es nuestra incomprensión– en que la inmensa mayoría de los centroamericanos no advierte, no sospecha siquiera, que Centroamérica está amenazada de absorción definitiva y total; que lo que se ventila en Nicaragua entre Sacasa y Adolfo Díaz (¿existe, en verdad, Adolfo Díaz? ¿no es ese nombre, un seudónimo que usa a veces el Almirante Latimer*?) no es el predominio intrascendente de una oscura facción sobre otra oscura facción –mal definidas, mal organizadas, mal orientadas una y otra, míseras en sus ideales ambas, y ambas rezagadas y pueriles en sus procedimientos– sino la vida misma de todo el Istmo, la independencia de los cinco Estados Centroamericanos, desde luego, y para más allá, no mucho, la de Colombia, la de Venezuela, la del Ecuador, y la de México.

Y sin embargo, no era difícil comprender que se trataba de algo mucho mayor, inmensamente mayor, que la lucha entre conservadores y liberales de Nicaragua por ver quien de entre ellos manejaría los papeles de la Tesorería de los Negocios de Nicaragua –ya que el dinero, el jugo del trabajo, el sudor convertido en oro– no habría de manejarlo ninguno de ellos, pues se haya perdido sin remedio, en las garras voraces de los banqueros neoyorkinos. No es de ayer que Nicaragua, Haití, Santo Domingo, Cuba misma, dan su trabajo, su sudor, su pan, a los buitres de Wall Street; no es de ayer que el Gobierno de los Estados Unidos, para mantener y ensanchar esa explotación, interviene diplomática o sanguinariamente, según el caso, e impone tratados y enmiendas, agentes financieros y legisladores, sistemas de recaudación y sistemas electorales, limitaciones a la libertad comercial; no es de ayer que desata o sofoca revoluciones, suministra o quita armas y municiones a los Gobiernos o a sus enemigos, apoya a los tiranos dóciles, y derroca a los inobedientes; no es de ayer que esos pobres pueblos y otros más, son simples factorías norteamericanas, en que insolentes capataces llamados Ministros, regulan a su antojo el pasto del ganado patriota, y la cantidad y calidad de latigazos que se le ha de aplicar cuando se muestre insumiso y levantisco. La América toda, Europa toda, sabían de esas factorías, sin que en manera alguna les suscitara más protesta que la de algunos escritores videntes y generosos.

Mas ahora no es así; ahora, toda Europa, y singularmente América del Sur, se alzan contra los Estados Unidos, y protestan sin tregua, con indignación creciente, por la intervención de aquéllos en favor de un tal Adolfo Díaz, pequeño perverso, de una pequeña ciudad de un pequeño país, a quien su grande y buen amigo el Presidente Coolidge, le envía para que se sostenga en el puesto cínicamente usurpado, cincuenta y cuatro barcos de guerra.

¿Qué significación tiene esa escuadra enorme en las costas de Nicaragua, a las órdenes del Almirante Latimer, que hace y deshace omnímodamente las zonas neutrales en favor de Adolfo Diaz, y estrecha y encierra y anula al Presidente Sacasa, con quien está la simpatía de todos los hombres honrados y generosos de Europa y América? Significa que ha llegado para este Continente, para los cien millones de indohispanos que lo habitan, la hora del crujir de dientes; significa que las fauces del Cocodrilo Imperial, se han abierto desmesuradamente para tragarse al mundo hispanoamericano, y luego, ¿quién sabe? al mundo europeo…

Sin embargo, estos pueblos de Centroamérica, que serían los primeros violenta y grosera y definitivamente engullidos, no comprenden, no ven, no sospechan, y se están ahí, mano sobre mano, embobados y tontos, sirviendo de panza, a quien los explota, los humilla, los mangonea, los desangra y los borrará de la vida en el instante en que así convenga a su codicia, si Dios y la América Unida no le ponen un dique y le dicen, con enérgica y coordinada voluntad, ¡de aquí no pasaras!

Por más de veinte años, las repúblicas hispanoamericanas han andado a la zaga de los Estados Unidos, como una traílla de perritos falderos a quienes una muchacha caprichosa lleva de calle en calle, atados con una cinta de seda, que se complementa con un látigo cuando alguno de ellos se resiste a lucir la monería que le han enseñado.

Para ejemplo y temor saludable de los más, el látigo ha caído sangrientamente sobre Haití, sobre Nicaragua, sobre Santo Domingo. En verdad, los perrillos se han mostrado sumisos y dóciles. A pactar, a Washington; a conferenciar, a Washington; a dirimir, a Washington; a buscar dinero, a Washington; a solicitar quien nos haga las leyes, a Washington; a pedir que vengan a presenciar las elecciones, a Washington. Corte de Justicia, a Washington; Oficina de Paz, a Washington; Oficina de Unión Panamericana, a Washington; Conferencia económica, y el aire, y la luz y el agua, a Washington. Y, por supuesto, no gratuito, sino en dólares, asegurados en el Presupuesto anual de cada república, a fin de que Mr. Rowe recibiera alguna recompensa médica por sus fatigas.

A última hora resulta que hasta los sonetos y las cartas de amor nos están haciendo en Washington, según lo declara el actual Director de la Oficina de la Unión Panamericana; quien, respondiendo a una protesta de los periodistas salvadoreños, afirma que aquella oficina no tiene otros fines que la cooperación intelectual y económica… Es decir, la patria de Andrés Bello, de Sarmiento, de Lastarria, de Montalvo, de Ricardo Palma, de Mitre, de Ingenieros, de Lugones, de Darío, de Chocano, de Pepe Batres, de Milla, de R. Cuervo, de Heredia, de Acuña, de Vasconcelos, de Varona, ¡de tantos! tiene que pagarle a Washington una tonelada de dólares cada año, para que Mr. Rowe nos enseñe a pensar, a escribir, repartiéndonos como pan bendito el pequeño mamotreto que llaman Boletín de la Unión Panamericana, escrito en tonto, e impreso en papel satinado.

A todo esto le llaman panamericanismo, y la traílla de perritos falderos ha aprendido a panamericanizarse, y tiene veinte años de lucirlo, a costa de su dignidad, de su independencia, de su libertad, de su autonomía, de su sangre a veces, ¡y de su dinero siempre!…

Y ha llegado a tanto la abdicación y la estulticia, que en los precisos momentos en que alguno de ellos gritaba socorro contra el capataz que Washington je enviara para que lo azotara y lo vejara y lo exprimiera, los otros estaban en Washington, o iban de camino para allá, conferenciando, pactando ¡y pagando!…

De veras es difícil hallar en la Historia un caso mayor de abyección, de tontera y de miedo, Un verdadero caso de hipnotismo ejercido sobre cien millones de hombres, que no tenían sino enderezarse y decir todos juntos «ya no», para que se rompiera el encanto, y se acabara la pesadilla de opresión y humillación. Como se está rompiendo ya, apenas las naciones de Hispanoamérica han comenzado a balbucear las dos palabras saludables y eficaces que le imponen su valía presente y su inmensa valía de mañana: solidaridad y dignidad.

Ha bastado que en todo Hispano América la prensa, los obreros y los estudiantes, las Universidades y los Ateneos pronunciaran, todavía indecisos y tímidos, un “No” resonante, para que el amo comenzara a ceder, a tratarnos con menos insolencia, a consentir en mediaciones y arbitrajes, a dar muestras de que, por primera vez, se percata de que somos personas; de que somos un Continente; de que somos los pueblos que en esta hora del tiempo tienen la misión más alta y más bella: abrir los brazos a todos los oprimidos del mundo, para que vengan a este Nuevo Hogar de la Humanidad, donde para todos hay tierra, libertad, respeto y amor.

Si, nosotros, hispanoamericanos, no hemos nacido a la existencia para ser el simple y oscuro mercado de nación alguna. Nosotros somos los hijos de Miranda, de Bolívar, de San Martin, de Sucre, de Hidalgo, de O’Higgins, de Arce y de Delgado, de Martí, de los hombres más nobles y más inteligentes y más generosos de los últimos siglos; y somos cien millones ya; y hablamos una misma lengua; y tenemos un mismo ideal de vida para todos, de libertad para todos, de pan y aire y luz para todos.

Nosotros, hispanoamericanos, somos los designados por la Providencia, para restablecer el equilibrio del mundo; para volverles a los hombres la paz, haciéndoles olvidar su miseria y sus odios, y sus ideas muertas y sus sentimientos ancestrales.

Y por no haberlo advertido, y no quererlo comprender, por no hacer el esfuerzo de ponernos a la altura de nuestra misión, es que se nos está oprimiendo, ultrajando y explotando…

Panamericanismo… esa palabra ya no es nada, ya no tiene sentido; arrójesela al montón de las cosas viejas y estorbosas: olvídesela como engañifa que nos costó dolor y sangre, pero que nos enseñó la gran lección de la dignidad, y nos puso en la mano signo de nuestra salvación: ¡solidaridad!

El camino de Washington cese de ser nuestro camino, nuestro camino es ahora México, Santiago, Buenos Aires, Montevideo y Río de Janeiro; andándolo encontraremos lo que nos hace falta, nuestra razón de ser en la historia y en el espacio, el por qué y el para qué de nuestra existencia.

Sin odio y sin amor, separémonos de quienes no tuvieron para nosotros sino mercantilismo y yugo. Ya nos daremos otra vez las manos, para bien de la Humanidad, el día en que en vez de su Becerro de Oro, adoren a un Dios más alto, más humano, más divino.

Nota: (*) Julian Lane Latimer, contralmirante de la marina de Estados Unidos, jefe de las fuerzas interventoras que a petición de Adolfo Díaz desembarcaron en Nicaragua en diciembre de 1926. Ocupó el cargo hasta el 8 de julio de 1927, cuando fue relevado por el almirante David Foote Sellers como comandante del Escuadrón de Servicio Especial en Nicaragua.