Haití, también un primero de enero Por Atilio Boron | La Tecl@ Eñe, Argentina

Haití, también un primero de enero Por Atilio Boron | La Tecl@ Eñe, Argentina

Un olvido imperdonable.

Estoy disfrutando de un corto período de vacaciones de verano en un pueblito de la costa atlántica argentina y como siempre, donde quiera que sea, llevo mi laptop y jamás me desconecto del mundo. La lucha anticapitalista y antiimperialista es 7 x 24 y los enemigos no dan resuello: el capital tiene un abrumador poder de fuego, agigantado por su control cuasi absoluto de los medios de comunicación a través de los cuales esparcen sus mentiras, siembran el temor y diseminan el veneno del odio. Por eso hay que estar en una actitud de guardia permanente para contrarrestar, o al menos debilitar, sus continuas agresiones simbólicas y semánticas.

Al revisar mi correo y pasar revista a los posteos que me llegan desde las más diversas plataformas me sorprendió alguien, perdido ahora en un tsunami de mensajes, que hizo una oblicua alusión a la independencia haitiana “concretada justamente un primero de enero”. ¡Quedé noqueado al leer esa frase! Apenas repuesto de la sorpresa me abalancé a leer el texto completo, pero no decía nada más que eso. Era un comentario al pasar en un mensaje de salutación findeañero. ¿Cómo un primero de enero?, me pregunté. Durante décadas he estado conmemorando en esa fecha el triunfo del proceso revolucionario cubano sin reparar que ese mismo día, por una de esos indescifrables enigmas de la historia o tal vez por la astucia de la razón que goza enviando mensajes cifrados, una potente clarinada surgida desde las entrañas del Caribe convocaba a nuestros pueblos a emanciparse del yugo colonial.

Fascinante país

¿Cómo pude haber sido tan bruto?, me preguntaba una y otra vez indignado conmigo mismo. Conocía a grandes rasgos la historia de aquel país. Había sido compañero de estudios de dos haitianos –Gerard-Louis y Pierre– en la Maestría de Ciencia Política de FLACSO/Chile en la segunda mitad de los sesentas y mantenido largas conversaciones con ellos sobre su fascinante país. Para un porteño de veinticuatro años, embotado por el espíritu de campanario y el lastre del eurocentrismo que impedía –o por lo menos distorsionaba– la percepción del mundo más allá de los estrechos confines de su aldea, los relatos de aquellos compañeros sobre la historia, la vida cotidiana y las costumbres de su país me resultaban fascinantes. Lejos estaba yo de caer en la trampa del pintoresquismo o en la seducción de lo exótico.

Como joven sociólogo crítico la narrativa de mis compañeros me permitía revivir, a través de la lupa de su país, la permanencia del drama histórico de Nuestra América. Los escuchaba y en mi cerebro conceptos tales como la Conquista de América, el tráfico de esclavos, la destrucción de las comunidades originarias, los estragos del colonialismo y el imperialismo, la super–explotación capitalista y la maldición del despotismo político, incorporados a mi acervo intelectual en la Buenos Aires de comienzos de los sesentas, cobraban vida, me interpelaban sin piedad y radicalizaban mi pensamiento, poniendo en cuestión “el saber” que se enseñaba en los cursos de Sociología de aquella época. Las proyecciones de sus relatos llegaban mucho más allá de lo que ocurría en su país y me aportaron ciertas claves para comprender por qué los blues de los negros americanos o los solos de un John Coltrane, Charlie Parker, Louis Armstrong o Miles Davis me llegaban al alma mientras que la música “blanca” de las grandes bandas como las de Glenn Miller o Benny Goodman me parecían facturas industrializadas, frías y sin vida.

El exilio en México profundizó mi relación con dos eminentes hatianos: Gérard–Pierre Charles y Suzy Castor, dos figuras icónicas de las ciencias sociales no sólo en Haití sino en toda la cuenca del Gran Caribe. Decenas de veces conversé con ellos en los pasillos de la UNAM, en FLACSO/México, en actividades organizadas por CLACSO y en numerosos seminarios internacionales. Ambos hicieron contribuciones fundamentales para comprender el accionar del imperialismo en la gestación y sostenimiento de la feroz dictadura de François “Papá Doc” Duvallier y los estragos de la ocupación norteamericana en Haití. Ya de regreso a la Argentina mantuve comunicación regular con ellos y también con sus discípulos.

Además había tenido varios estudiantes de Haití en la UNAM y hacia fines de los setentas visité ese país, conocí de primera mano las luchas de ese pueblo bajo la dictadura de “Papá Doc” y había regresado deslumbrado por la riqueza de su cultura, su música, su pintura, su gastronomía, su alegría de vivir, su desbordante optimismo aún en medio de las dificilísimas condiciones imperantes.

Negacionismo racista

Recuerdo la impresión que me produjo a recorrer uno de los mercados populares en Puerto Príncipe: allí sentí en mis entrañas que la Madre África estaba viva y seguía nutriendo a sus hijos caribeños con su energía y sus influjos. Al fin y al cabo fue en África donde comenzó la aventura humana en este amenazado planeta y será África –y sus fragmentos en el Caribe– el lugar donde encontraremos la sabiduría y el coraje para detener a la desaforada locomotora del capitalismo que nos lleva a toda velocidad hacia el abismo, recordando la estremecedora metáfora de Walter Benjamin.

Mientras se movilizaban en tropel todos estos recuerdos, más furioso estaba conmigo mismo por no haber sido capaz de percibir la coincidencia entre las gestas históricas de haitianos y cubanos, dos naciones separadas geográficamente por un canal, el Paso de los Vientos, cuya anchura es de apenas 80 kilómetros, y unidas por una infinidad de lazos históricos, culturales y políticos.

¿Cómo explicar mi imperdonable olvido, máxime tratándose de un país que dio algunos líderes políticos extraordinarios como Toussaint Louverture, Henry Christophe, Alexandre Pétion, Jean–Jacques Dessalines, Charlemagne Péralta y el gran precursor de la revuelta antiesclavista: François Mackandal, ejecutado en la hoguera por las autoridades coloniales francesas. Alejo Carpentier lo había convertido en uno de los protagonistas centrales de su bellísima novela El reino de este mundo cuya lectura disfruté como pocas. ¿Cómo fue que nunca, repito, nunca se me ocurrió fijar la partida de nacimiento de la enorme gesta haitiana; cómo fue que nadie en el mundo de la historia o las ciencias sociales o el periodismo la recordó? ¿Por qué, pese a mis defensas, me convertí en una víctima más de este racista negacionismo?

Avergonzado conmigo me propuse reparar esta falta. Sin más, mis planes vacacionales se fueron al traste. Empecé a buscar en mis archivos y por suerte encontré algunos materiales y algunas viejas notas de aquel viaje a Haití. Creía que era un modo de expiar, al menos en parte, la culpa que me abrumaba por mi imperdonable olvido y fomentar una actitud más vigilante del pensamiento crítico latinoamericano para evitar que Haití siga siendo arrasado, ahora por nuestra indolencia o por el pesimismo de una visión fatalista de la historia que acepta como inmodificable el destino trágico de Haití y nos aleja del campo de batalla, para felicidad del imperialismo.

El grito

El primero de enero la recordación del triunfo de la Revolución Cubana acaparó la atención de los medios vinculados a la izquierda y a ciertas variantes del progresismo. La razón es bien atendible: aún para sus más acérrimos críticos aquella gesta revolucionaria fue un hachazo que marcó un antes y un después, el comienzo de una nueva era en la historia latinoamericana y caribeña. No sorprende constatar una vez más que no mereció la misma atención la conmemoración de otro acontecimiento de proyección histórico–universal, como gustaba decir Hegel: también un 1º de enero, pero de 1804, Jean–Jacques Dessalines proclamaba la independencia de Haití de su antigua metrópolis, Francia.

La politóloga haitiana Sabine Manigat anota que la rebelión de los esclavos negros culminó su epopeya histórica humillando a las tropas que en 1802 –y se calcula en número de 32,000 soldados– Napoleón había enviado a Saint–Domingue con un doble mandato restaurador: restablecer la autoridad de Francia sobre la Colonia y el statu quo ante que reposaba sobre la esclavitud. Ese ejército, que poco después avasallaría a casi todas las naciones europeas, mordió el polvo de la derrota ante un ejército de negros esclavos, dirigidos por Toussaint Louverture. Una epopeya cuyo desconocimiento u olvido sólo puede explicarse por una imperdonable negligencia o nuestra autodestructiva subestimación, hija de una larga historia de sumisión colonial.

Con su proclamación, Dessalines enviaba un mensaje al orden mundial de su tiempo diciendo que en esa turbulenta isla había nacido el segundo estado independiente de las Américas, sólo precedido por la independencia de las Trece Colonias inglesas de Norteamérica. Un estado, además, surgido como fruto de una larga lucha anticolonial y que fue el primero en declarar (y llevar a la práctica) la abolición de la esclavitud.

Por eso tenía razón Eduardo Galeano cuando en “La amenaza haitiana” recordaba que “el primer país que se liberó de la esclavitud en el mundo, el primer país libre, de veras libre, en las Américas fue Haití”. Y fue el primer y único caso en la historia en donde una rebelión de esclavos negros triunfaba, de modo irreversible, y daba pie a la creación de su propio estado, sacudiéndose del yugo secular de sus opresores franceses y criollos.

Haití se anticipó en seis años a los procesos independentistas que irrumpirían en el Río de la Plata en 1810, y abolió la esclavitud tres años antes que el Reino Unido, aunque, en realidad, Londres sólo lo conseguiría en 1832 con una legislación mucho más severa. En pocas palabras, Haití fue el primer “territorio libre” de las Américas; sus predecesores del Norte demoraron más de sesenta años en acabar con la esclavitud.

Una revolución fenomenal

Juan Bosch, político, escritor, historiador, ex presidente de República Dominicana sintetizó con elocuencia el carácter de la hazaña histórica de haitianas y haitianos cuando escribió que “El pueblo de Haití tiene en su haber una revolución fenomenal… la única que fue a un mismo tiempo una guerra social, de esclavos contra amos; una guerra racial, de negros contra blancos y mulatos; una guerra civil, de negros y mulatos del norte y del oeste contra mulatos y negros del sur; una guerra internacional, contra españoles e ingleses, y una guerra de independencia, de colonia contra metrópoli”.

En línea con lo observado por Bosch, la politóloga haitiana Sabine Manigat advierte que desde el punto de vista sociopolítico la revolución de los esclavos en Haití inauguró el ciclo de las independencias latinoamericanas y del Caribe con una triple hazaña: “la redefinición de la libertad en desafío frontal con la (concepción imperante en) el Siglo de las Luces y de la revolución que éste engendró en Francia; la edificación de un Estado negro anticolonial y antiesclavista en el seno mismo del imperio colonial francés en la región; y el enfrentamiento victorioso con una potencia colonial, es decir, por ende, con el orden mundial vigente”. Falta agregar que Haití pagó un precio exorbitante por tamaña osadía. Es lo que veremos a continuación.

Sembrar la miseria

Estamos acostumbrados a asociar Haití con extrema pobreza, la degradación de la vida social y una interminable sucesión de tiranías que sofocan los recurrentes impulsos democráticos de su pueblo, amén de periódicas catástrofes como devastadores terremotos y huracanes. Sin embargo, a lo largo de los siglos dieciocho y parte del diecinueve Haití fue, de lejos, la joya más apreciada del imperio francés, y probablemente una de las posesiones de ultramar más codiciadas por los insaciables saqueadores coloniales. España, Inglaterra y Francia, a veces también los neerlandeses, se disputaban ferozmente el control de Saint–Domingue. En ciertas épocas el producto de sus plantaciones de azúcar llegó a representar la mitad del consumo europeo, y el café tabaco, cacao, algodón e índigotambién tenían un papel importante entre las exportaciones haitianas a Europa.

Para comprender las razones de la bonanza económica de lo que luego los patriotas rebautizarían con su nombre indígena, Haití, basta con echar una mirada a la evolución del consumo de azúcar en los países desarrollados. En Gran Bretaña, por ejemplo, se consumía cinco veces más azúcar en 1770 que en 1710, asegura Clive Pontin, un notable historiador inglés.​ Dice este autor que desde la década de 1740 hasta la de 1820 el azúcar fue la importación más valiosa de Gran Bretaña y, en muchos años, de los países europeos en su conjunto. El azúcar era, en otras palabras, lo que el petróleo en nuestro tiempo. El aumento en la productividad de las plantaciones caribeñas, especialmente en Cuba, unido a la sustitución de la caña de azúcar por la remolacha más los avances en el transporte terrestre (ferrocarriles) y marítimo (buques de vapor) desplazarían la demanda de sectores crecientes de las sociedades europeas hacia las llanuras fértiles de Sudamérica, y el papel que otrora desempeñara el azúcar pasó a ser ocupado por los cereales y las carnes.

La gran revuelta de los esclavos en 1791 y la aprobación en Francia de la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” (agosto de 1789) exacerbaron aún más las contradicciones características del rígido orden social de la Colonia porque los bellos postulados de la “Declaración” no eran aplicables a los esclavos, los mulatos y los negros libres. La agitación fue in crescendo y cuando cinco años más tarde, (febrero de1794) la Convención Nacional Francesa declaró abolida la esclavitud de los negros en todas las colonias francesas, las condiciones ideológicas y políticas para el asalto final en contra del orden esclavócrata habían madurado y la revolución era sólo cuestión de tiempo.

Las dudas sobre la estabilidad del régimen de acumulación esclavista se acrecentaban a medida que los insurrectos incendiaban campos y casas de los terratenientes franceses y algunos criollos. Esto comenzó a impactar negativamente sobre la capacidad exportadora de Haití, que fue perdiendo grativación en el comercio internacional. Por su parte, la prohibición del tráfico de esclavos restaba la mano de obra indispensable para las plantaciones, todas las cuales eran “labor intensive”.

Las durísimas condiciones de trabajo y las enfermedades acortaron la vida de los esclavos, y ante la prohibición del comercio negrero la economía haitiana comenzó a decaer por la insuficiencia en la oferta de fuerza de trabajo, a la cual se sumaban el atraso tecnológico y la ya mencionada incertidumbre política. La inestable coalición entre negros y mulatos pacientemente construida por Toussaint Lovertoure cerrando momentáneamente un clivaje que por mucho tiempo había debilitado el impulso independentista, hizo posible el triunfo de los patriotas haitianos.

En poco tiempo Cuba desplazó a Haití como la principal productora mundial de azúcar, facilitado por el hecho de que en la mayor de las Antillas la dominación colonial española continuaría a lo largo de todo el siglo diecinueve garantizando la continuidad de un orden político represivo favorable a la introducción de innovaciones tecnológicas que no pudieron ser ensayadas en Haití y que aumentaron la productividad de las centrales azucareras cubanas. Así, la estrella más luminosa del Caribe sería, desde entonces, Cuba, pero a un terrible costo: la esclavitud recién sería abolida en 1886 y el yugo colonial español se extendería hasta 1898.

El colonialismo y el “orden mundial”

La rebeldía de los independentistas haitianos tropezó con el previsible rechazo de las potencias coloniales que no tardaron ni un minuto en unificar fuerzas para reaccionar en contra de los Jacobinos negros, tal como fueran felizmente rotulados en la clásica obra del historiador trinitario C.L.R. James. Haití fue estigmatizado, considerado como una peste o una monstruosa aberración que debía ser aislada y, de ser posible, aplastada. Infelizmente, los colonialistas consiguieron ambas cosas.

Ya en esa época Estados Unidos asomaba como el custodio del orden internacional en su hinterland caribeño. El presidente Thomas Jefferson, dueño de unos seiscientos esclavos a lo largo de su vida, tomó la delantera en la condena al gobierno haitiano. Eduardo Galeano recuerda sus dichos: “el mal ejemplo haitiano” (como los que hoy representan Cuba, Venezuela y Nicaragua) exigía que “se confinara la peste en esa isla” y que se estableciera un cordón sanitario para impedir la propagación de un ejemplo que aterrorizaba a los terratenientes sureños.

Tim Matthewson, un estudioso de la política exterior “pro-esclavista” de los Estados Unidos en aquellos años, afirma que Jefferson despotricaba contra los negros haitianos llamándoles “los caníbales de la república terrible” y comparándoles con asesinos. Los estados sureños, que gravitaban decisivamente en el Senado y la Cámara de Representantes, no querían ni oír hablar de Haití, que para ellos conjuraba sus peores pesadillas. Sólo en 1862, bajo la presidencia de Abraham Lincoln que libró una guerra civil para acabar con la esclavocracia en el sur norteamericano, el gobierno de Haití sería reconocido por la Casa Blanca.

Francia lo había hecho en 1825, previo un leonino, a más de injusto e inmoral, acuerdo para pagar una enorme indemnización (150 millones de Francos Oro, equivalente, en valores del 2021 a una cifra que según se la calcule oscila entre los 22,000 y los 31,000 millones de dólares. Gran Bretaña reconoció al gobierno haitiano en 1833 y Estados Unidos lo hizo, como ya apuntábamos más arriba, una vez que se separaran de la Unión los estados esclavistas del Sur. Colombia y Venezuela se demorarían más de medio siglo en reconocer la independencia de Haití; la Santa Sede lo hizo en 1864.

Inaugurando lo que luego se convertiría en una nefasta tradición, el Congreso de Estados Unidos, cediendo ante el clamor por una parte de la “comunidad internacional” –en realidad, las presiones de las principales potencias coloniales: Francia, España y Gran Bretaña, aún en posesión de enclaves plantacionistas en Guadalupe, Martinica, Santa Lucía, Cuba y Jamaica, entre otras– y por la otra de los propietarios de esclavos sureños produjo una legislación mediante la cual se establecía un bloqueo comercial en contra de Haití … ¡Este fue el modo como se produjo el ingreso de Estados Unidos a la escena internacional, hasta entonces un actor de segunda línea; y es el modo como todavía hoy actúa, perfeccionando cada día más el “arte de las sanciones”, los bloqueos y las presiones contra terceros países para perpetuar un orden económico y político internacional no sólo esencialmente injusto e insostenible!

El legado del racismo

Tal como atinadamente observa Lautaro Rivara, mismo entre los líderes más esclarecidos y progresistas de comienzos del siglo diecinueve –como Francisco de Miranda, Simón Bolívar o Manuel Dorrego– la desconfianza y el prejuicio suscitado por aquella victoriosa rebelión de los esclavos negros se dejó sentir con intensidad. Por eso, dice nuestro autor que en vísperas del Congreso Anfictiónico Haití se descartó una posible invitación a Haití por ser considerado como un “conjunto heterogéneo y extranjero pese a haber trazado el itinerario de la senda independentista, haber amparado, armado y financiado las sucesivas campañas independentistas de Simón Bolívar o de haber ofrecido un generoso asilo a Manuel Dorrego”.

La historiadora venezolana Carmen Bohórquez señaló la preocupación de Miranda que, para evitar un levantamiento de la gente color, propone que se aceleren los preparativos de su expedición. Esta medida, decía, “se hace tanto más urgente cuanto que los mulatos y la gente de color libre constituyen una parte esencial de la población actual de las ciudades, y que están ya armados y organizados en Cuerpos de milicia, presionan este movimiento y amenazan con tomar ellos mismos todo el poder, si los criollos y los principales propietarios no se apuran en tomar las medidas necesarias para calmar los espíritus y satisfacer al mismo tiempo las aspiraciones generales del país”.

En los años recientes este tema ha dado pie a una interesante discusión. En la ya mencionada nota titulada “La Maldición Blanca” y hablando del aislamiento continental de Haití y la falta de reconocimiento de su nuevo gobierno de negros y mulatos, Eduardo Galeano plantea que “tampoco Simón Bolívar lo reconoció aunque le debía todo. Barcos, armas y soldados le había dado Haití en 1816, cuando Bolívar llegó a la isla, derrotado, y pidió amparo y ayuda. Todo le dio Haití, con la sola condición de que liberara a los esclavos, una idea que hasta entonces no se le había ocurrido. Después, el prócer triunfó en su guerra de independencia y expresó su gratitud enviando a Port-au-Prince una espada de regalo. De reconocimiento, ni hablar”.

Pese al enorme respeto que nos merece la obra de Galeano creo que es necesario introducir un par de matices a su categórico reproche. Uno, porque más allá de las directivas estratégicas dictadas por Bolívar las decisiones concretas sobre el funcionamiento del Congreso Anfictiónico fueron tomadas por Francisco de Paula Santander como vicepresidente y Pedro Gual como canciller de la Gran Colombia y no por Bolívar.

Ingratitud de Nuestramérica

Segundo, en numerosas cartas y mensajes Bolívar expresó su deuda y la de la “Tierra firme sudamericana” con Haití y sobre todo con Petion. Dijo, por ejemplo, que éste “es el autor de nuestra independencia … y que gobernaba la República más democrática del mundo”. Ya en suelo patrio Bolívar no olvidó de sus promesas proclamando en 1821 la liberación de los esclavos, en un país abrumadoramente dominado por los esclavócratas. Las argucias legales y las maniobras políticas primero, y la muerte del Libertador en 1830, desbarataron sus proyectos al punto tal que recién en 1854 el Congreso de Venezuela aprobaría una ley que pondría punto final a la esclavitud. En Colombia, ya rota la unidad de la Gran Colombia, la abolición sería aprobada en 1851. Y el reconocimiento oficial, de gobierno a gobierno, que demandaban los haitianos, aún demoraría décadas en concretarse.

La ingratitud de los países de Nuestra América para con Haití es deprimente e imperdonable, y continúa en nuestros días. En la actualidad, hay en Puerto Príncipe sólo ocho embajadas de los 33 países que conforman la CELAC: Argentina, Brasil, Chile, Cuba, México, Panamá, República Dominicana y Venezuela. ¿Qué ocurrió con los otros 25? ¿Cómo explicar tamaña desafección por un país que siempre apoyó las luchas de los demás sin pedir nada a cambio? Haití fue el primer país en el mundo que reconoció la independencia de la Argentina cuando no había todavía transcurrido un año desde su declaración formal en el Congreso de Tucumán. Las relaciones a nivel de embajador entre ambos países se concretaron en 1947 y continuaron sin interrupción hasta el día de hoy.

Tal como lo planteáramos más arriba, el Libertador no estaba a cargo de la política exterior de la Gran Colombia. En esto se apoya una nota de José Steinsleger para cuestionar el planteamiento de Galeano aduciendo que, como presidente de esa entidad política había proseguido su campaña libertadora en el sur del continente, mientras su Vice, Santander, se encargaba de los asuntos “legalísticos” de la presidencia, entre ellos el manejo de la política exterior y los preparativos para el Congreso de Panamá. Fue Santander y no Bolívar quién saboteó el reconocimiento oficial del gobierno revolucionario haitiano.

No sólo eso: contrariando la voluntad del presidente, “el canciller Gual invitó a Estados Unidos a presentar delegados al magno congreso, y de paso libró instrucciones a sus delegados para que evitaran reconocer la independencia de Haití”. Vale la pena añadir que la respuesta de Washington ante la amable invitación de los santanderinos fue terminante: no participaría en foro alguno en donde el tema de Haití figurase en la agenda, mucho menos en donde los representantes de Puerto Príncipe fuesen invitados a tomar parte. Lo cierto es que la heroica república de negros y esclavos fue marginada de lo que se suponía debía ser un congreso continental latinoamericano y caribeño. Y, desgraciadamente, el ostracismo continuaría en los siguientes doscientos años.

Estados Unidos se apodera de Haití

La degradación económica, social y política de Haití no puede entenderse sin dos factores causales: el “resarcimiento” exigido por Francia y, posteriormente, la política exterior de Estados Unidos.

Lo de Francia fue un chantaje en toda la línea: intercambio de reconocimiento diplomático por deuda. La cifra mencionada antes (tomemos la estimación más favorable para Francia: 22.000 millones de dólares) era monstruosa pues representaba un monto10 veces mayor de los ingresos anuales que tenía Haití. No sorprende por lo tanto constatar que ese país tuviera que transferir a París pagos anuales por concepto de intereses hasta el año 1947, convirtiéndose en una incontenible hemorragia financiera que postró a la joven república negra durante su primer siglo y medio de existencia. ¡Indigna comprobar cómo la Francia de la supuesta “democracia y los derechos humanos” extorsionó con tal maldad e ignominia a una de sus antiguas colonias por haber cometido el imperdonable crimen de querer ser libre! Y comprobar también como esta postura racista y genocida fue acompañada sin cuestionamiento alguno por las otras “democracias” de Europa y, por supuesto, por Estados Unidos.

La política de las sanciones y el bloqueo unidas a las reparaciones de guerra estaban presuntamente destinadas a indemnizar a los dueños de las plantaciones. Es decir, a recompensar a los verdugos de negros y mulatos y, de paso, echar un manto de olvido sobre el crimen de la esclavitud y el comercio negrero por los cuales deberían haber sido ellos los obligados a indemnizar al pueblo haitiano y no al revés. Este conjunto de factores es decisivo a la hora de explicar el abismo económico al cual se precipitaría la otrora perla del Caribe, convirtiéndolo en el país más pobre del Hemisferio Occidental y uno de los más pobres del mundo. Fue en ese marco, propicio para su rapiña, cuando hizo su entrada el capital financiero norteamericano, y éste es el segundo factor causal de la tragedia haitiana.

En 1910, el Citibank compró una parte importante del Banque de la République d’Haïti, el banco central que disponía del monopolio sobre la emisión de moneda. Ese mismo año un consorcio internacional de bancos refinanció la deuda haitiana y asumió, en los hechos, el control de las finanzas del país. Poco después, en 1914, los miembros del consorcio le solicitaron al presidente Woodrow Wilson que enviara marines para proteger las reservas de oro existentes en Haití y ponerlas a salvo de las turbulencias políticas locales en las bóvedas neoyorquinas de sus bancos. No fue necesario presionarlo demasiado para convencerlo.

Wilson, que pasó a la historia por su falaz “idealismo” ya en ese mismo año había ordenado una incursión de sus marines en México (Veracruz) de modo que accedió al pedido de los banqueros sin demora. Seis meses después, julio de 1915, los marines ocuparían Haití y al año siguiente, envalentonados, haría lo mismo con la otra parte de la isla sentando sus reales en República Dominicana.

En Haití permanecerían durante diecinueve años y un mes, cuando Franklin D. Roosevelt ordenara a la fuerza expedicionaria el retorno a casa en agosto de 1934 en el marco de su mentirosa política de “buena vecindad”. Los marines impusieron la ley marcial en Puerto Príncipe y después de casi dos años de intermitentes enfrentamientos desbarataron la guerrilla asentada en las zonas rurales, ejecutando al líder de la insurgencia, Charlemagne Péralte. Aplastada toda resistencia el Banco de la Nación quedó reducido a una simple sucursal del Citibank y la presidencia del país se convirtió en un rehén de la Casa Blanca así como quedaron bajo su control la policía, el ejército y las agencias fundamentales del gobierno.

El ascenso de Estados Unidos como nuevo hegemón mundial al finalizar la Segunda Guerra Mundial reforzó aún más los lazos de dependencia que unían Puerto Príncipe con Washington cuyas deplorables consecuencias sólo se acentuaron a medida que pasaba el tiempo. A los leoninos acuerdos de libre comercio impuestos por la Casa Blanca, las políticas económicas neoliberales, la intervención del FMI y el Banco Mundial, el siniestro legado de las dictaduras terroristas sostenidas Estados Unidos se sumaron potentes terremotos y violentos huracanes que arrasaron físicamente con gran parte del país, sobre todo en Puerto Príncipe y lo entregaron, servido en bandeja, al control de Estados Unidos con la mediación de la ONU y algunos gobiernos latinoamericanos.

Haití hoy vive de la “ayuda humanitaria”, que llega en cuentagotas, y la presencia militar de la ONU para resguardar el orden interno. Toussaint y los grandes líderes de la revolución anticolonial y antiesclavista se revuelven en sus tumbas mientras, los “houngan” y las “mambo” l(os y las oficiantes de la religión vudú) realizan sus rituales confiados en que más pronto que tarde el humo de sus hogueras les transmita el inminente retorno de una nueva generación de “Jacobinos negros”.