Jacinto Suárez, la dignidad a flor de piel Por William Grigsby Vado
Mauro Acosta Velis decía que nació en Honduras el 23 de julio de 1939. Tenía una voz gruesa. A finales de 1975, empezó a informar con regularidad por las ondas hertzianas de Radio Habana Cuba sobre la situación en Nicaragua y particularmente sobre la lucha armada que libraba el Frente Sandinista de Liberación Nacional para liberar al pueblo nicaragüense de la tiranía del asesino del General Augusto C. Sandino.
Al principio, en los primeros informes que emitió, debido a las características de su voz creímos que se trataba de uno de los grandes locutores cubanos a los que estábamos habituados. Alguna vez dijo que él era hondureño y la mayoría de quienes escondidos en algún rincón de la casa en la que vivíamos o en la vivienda de algún amigo o de un vecino o en la clandestinidad le escuchábamos en las madrugadas o las noches de cualquier día a los largo de los siguientes tres años, asumimos que era real la identidad de aquel vocerrón que hablaba con gran dominio de lo que ocurría en las montañas, campos y ciudades nicaragüenses, en donde los guerrilleros sandinistas libraban intensos combates contra la Guardia Somocista.
En aquellos años debíamos tener el volumen del radio lo más bajo posible, moviendo de un lado a otro la antena para captar con nitidez la transmisión por onda larga de Radio Habana. Así, emocionados, tensos y ávidos de noticias, sus oyentes siempre asumimos que todo lo que Mauro informaba además de veraz contenía orientaciones para el trabajo político clandestino. Pero cuando Mauro Acosta era entrevistado por algún periodista y hablaba con extraordinario aplomo y convicción, soltaba de vez en cuando algunos modismos típicamente nicaragüenses. Eso lo delató. Sus miles de oyentes en cualquier rincón de Nicaragua nos convencimos que la voz ronca de aquel compañero pertenecía a un dirigente del FSLN. Desde fines de 1975 hasta principios de 1978, la voz de Mauro Acosta llegó con fuerza a los tímpanos de los nicaragüenses quienes también atrapábamos una pizca de su energía para elevar la moral, sentir el optimismo que transmitía y cimentar la certeza del triunfo del pueblo.
En noviembre de 1978 conocí a Mauro Acosta en Panamá. Fue de un gran impacto y también una decepción, como yo mismo se lo comenté meses después, cuando ya había suficiente confianza. “Es que vos sos todo flaco y enclenque, nada que ver con lo que en la universidad nos imaginamos”, le dije entre risas. “¡Ideay de a vergá!, –me respondió en tono molesto– ¿Qué creen ustedes? ¿Qué es chiche todo lo que pasé en la cárcel? ¿Quién te ha dicho a vos que todos los sandinistas tenemos el físico del Danto (Germán Pomares) o de Camión (Hilario Sánchez)?”. Me quedé congelado y no supe qué responder. Él rompió aquél incómodo momento con una estruendosa carcajada, tan típica en él, para luego espetarme: “Chele hijueputa, te estoy jodiendo”.
Probablemente entre enero y febrero de 1979 en aquella casa del Residencial Chanis, en la capital de Panamá, en donde convivíamos un puñado de militantes que éramos parte de la Comisión Exterior del FSLN junto a decenas de guerrilleros que estaban de paso rumbo a los frente de guerra, Mauro nos reveló que ese no era su nombre. Bueno, realmente lo confirmó porque en la navidad de 1978, Danilo (Daniel Núñez), nuestro jefe en Panamá, nos lo había comentado dizque en secreto de compartimentación: “ese no se llama Mauro Acosta. Ese es Jacinto Suárez. Salimos juntos de la cárcel con el golpe de Chema Castillo”. Así pues, el propio Jacinto, el decano de los prisioneros políticos de la Dictadura Somocista que había sido liberado junto a otros 13 compañeros por el Comando Juan José Quezada, en la operación Diciembre Victorioso ejecutada el 27 de diciembre de 1974, se encargó de despejar las dudas.
Algunas veces en aquellos meses de convivencia en la entrañable Panamá, Jacinto contó algunas cosas de su juventud, de su vida clandestina, de las bestiales torturas que resistió en las cárceles de la Dictadura. Jacinto se hizo antisomocista a los 7 años, se independizó de sus padres a los 13, cuando también empezó a trabajar, y a los 16 ingresó al FSLN. Como le gustaba decir a él, “yo soy de los chavalos madurados con carburo” (compuesto químico popular que se usaba para madurar rápidamente las frutas). De su generación son Julio Buitrago, Casimiro Sotelo, Edmundo Pérez, Selim Shible, Dionisio Marenco, Julián Roque Cuadra, Francisco Moreno, Roberto Amaya, Hugo Medina, los hermanos Daniel, Camilo y Humberto Ortega, Manuel Rivas Vallecillo…
De aquella temporada me quedaron impregnadas nítidamente varias imágenes. Jacinto era un eterno optimista. No le preocupaba nada, se burlaba de todo mundo y tenía una seguridad pasmosa en sí mismo y en el FSLN.
Jacinto jodía y jodía y jodía, lo hacía de manera ingeniosa –con doble sentido siempre, rayano en la morbosidad– pero no le gustaba que le dieran bromas y menos si esas bromas eran pesadas. Tampoco le gustaba el trabajo doméstico que todos estábamos obligados a compartir y hacía lo imposible por no hacerlo. Es más: no recuerdo haberlo visto nunca con un lampazo o una escoba o cocinando o lavando los platos. Tenía frecuentes explosiones de carácter pero eran como una llamarada de tusa o esos juegos de pólvora que se extinguen en segundos: así como se “sulfuraba”, volvía a calmarse casi siempre sin que nadie se lo pidiera.
Creo que la palabra que mejor describe la personalidad de Jacinto, es dignidad. Lo demostró a lo largo de toda su vida personal y como militante de todas las causas revolucionarias del mundo; en sus relaciones personales y como representante internacional del FSLN, la organización a la cual se entregó en cuerpo y alma desde su adolescencia.
La Guardia Somocista supo de esa dignidad cada vez que lo sometió a los peores tormentos en todas las ocasiones que lo encarceló, incluyendo aquellos terribles 88 meses que sufrió en la Cárcel Modelo junto a amigos de juventud como Daniel Ortega, Lenín Cerna y Manuel Rivas Vallecillo. Jamás reveló ningún secreto del FSLN. Jamás delató a sus compañeros de lucha. Jamás se doblegó frente a la tiranía. Las secuelas de aquellas torturas las padeció el resto de sus 73 años y finalmente lo condujeron a su muerte.
Jacinto no le permitía a nadie, absolutamente a nadie, que lo “ninguneara”, es decir, que lo menospreciaran. Jamás lo permitió. Siempre se daba su lugar y exigía que se lo respetaran. Pero tampoco llegó al extremo de la vanagloria o adjudicarse falsos méritos revolucionarios. Siempre fue extremadamente orgulloso de su nacionalidad, del FSLN, de su vida militante, de su estoica resistencia en la cárcel, de sus compañeros de lucha, de sus amigos de toda la vida y de su familia.
Ese mismo sentido de dignidad lo trasladó a las distintas tareas que el FSLN le asignó. Especialmente lo hizo como emisario de su organización en múltiples foros internacionales o ante centenares de organizaciones políticas de todas las tendencias ideológicas. Nunca permitió que nadie fuese condescendiente ni mucho menos lo tratara con desdén pues tenía muy claro –y con orgullo que no disimulaba– que ejercía como representante de una de las organizaciones revolucionarias más importantes de la historia.