A Diego Armando, un hombre de palabra Por Gianni Minà

A Diego Armando, un hombre de palabra Por Gianni Minà

Publicado en su Facebook. Minà es periodista, escritor y conductor de televisión italiano. Ha filmado documentales de éxito sobre el Che Guevara, Muhammad Ali, Fidel Castro, Rigoberta Menchú, Silvia Baraldini, el subcomandante Marcos, Diego Maradona.

Mi relación con Maradona siempre ha sido muy franca; respetaba al campeón, al genio del balón, pero también al hombre, al que sabía que no tenía derecho, solo porque él era una figura pública y yo un periodista. Por eso creo que siempre ha respetado mis derechos y mi necesidad, en ocasiones, de hacerle preguntas difíciles.

Sé que la comunicación moderna muchas veces cree que puede disponer de un campeón, de un artista solo porque su fama lo obligaría a decir siempre que sí a las supuestas necesidades periodísticas y comerciales de la industria mediática. Maradona, que a menudo ha rechazado esta lógica ambigua, ha sido criminalizado muchas veces. Un destino que no le ha correspondido, por ejemplo, a Platini, que como Diego siempre ha dicho que No a esta arrogancia del periodismo moderno, pero ha tenido la previsión de no hacerlo brutalmente, de pared a pared, sino anunciarlo, quizás con una sonrisa. Reportero sarcástico, intimidatorio o chismoso “después de lo que escribiste hoy, estás prohibido por seis meses. Vuelve conmigo al final de este tiempo”.

El irónico francés estaba seguro de que no solo su avergonzado interlocutor no respondería, sino que la Juventus lo protegería de cualquier controversia posterior. Esta protección en Nápoles no se le concedió a Maradona; al contrario, para intentar no pagarle los dos últimos años de su contrato, pese a las muchas victorias que le había dado a los azzurri en pocos años, en 1991 se le preparó una bonita trampa en las posteriores operaciones antidopaje de un partido con Bari, por lo que se vio obligado a abandonar Italia rápidamente. Sin embargo, nadie, ni el presidente Ferlaino, ni sus compañeros (que todavía lo adoran por eso), ni los periodistas, ni el público de Nápoles, han tenido nunca motivos para dudar de la lealtad de Diego.

En este breve recuerdo, como confirmación de esta afirmación, quiero relatar un episodio sencillo sobre nuestra relación de respeto mutuo.

Para el Mundial de 1990, con la ayuda del director de Rai Uno (canal estatal de televisión)  Carlo Fuscagni, me había labrado un espacio por la noche, después del último noticiero, donde proponía retratos o testimonios del evento en curso, fuera de las banalidades habituales técnicas o tácticas. Este pequeño espectáculo titulado “Zona Cesarini”, sin embargo, había despertado el enfado de los jóvenes reporteros de ataque (por así decirlo…) que ocuparon, en esa temporada, sin pulir, todo el espacio posible a cualquier hora del día y de la noche. La circunstancia no se le había escapado a Maradona y había bastado para contar con toda su simpatía y colaboración.

Entonces, en la tarde previa a la semifinal Argentina-Italia, en el estadio Fuorigrotta de Nápoles, frente a un público dividido entre el amor por nuestra selección y la pasión por él, Diego me prometió por teléfono: “Pase lo que pase, iré a tu micrófono para darte mi comentario. Y quiero aclarar, solo a tu micrófono”.

El juego transcurrió como todos saben. Gol de Schillaci y empate de Caniggia por una salida algo apresurada de Zenga. Luego la prórroga y los tiros de penalti con el último, el fundamental, marcado por lo que los napolitanos ahora llaman “Isso”, es decir, Él, el Dios del balón. La atmósfera reflejaba un gran malestar. Maradona, por segunda vez en cuatro años, había denunciado a una Argentina peor que la de México, en la final de un Mundial que Alemania, unos días después, le habría robado por un penalti del árbitro mexicano Codesal, yerno del vicepresidente de Fifa Guillermo Cañedo, socio de Havelange, el presidente brasileño de la máxima organización futbolística, que no habría soportado las dos victorias consecutivas de Argentina durante la última parte de su gestión.

Existían, por tanto, todas las posibilidades de que Maradona desertara de su compromiso.

En cambio, yo no había tenido tiempo de bajar a los vestuarios, por la enorme puerta que separaba los cuartos de ducha de los cuartos de TV, cuando apareció Diego, en ropa de juego, sucio de barro y pasto, preguntando por mí, incluso regateando a sus compañeros argentinos. Había, es cierto, en su mirada, una expresión un tanto irónica de desafío y revancha hacia un entorno que en ese Mundial, no le había perdonado nada, pero también estaba su culto a la lealtad que, por ejemplo, solo lo había hecho salir del campo un par de veces en casi veinte años de fútbol.

Comenzamos la entrevista, la más codiciada del mundo en ese momento, desde cualquier red.

Era un programa grabado que se suponía que saldría al aire media hora después, porque durante más de treinta años en la Rai no me habían hecho “merecer” el honor de la transmisión en vivo, que en cambio sí se le concedió a la charla más inútil.

Pero a mitad del trabajo fuimos interrumpidos brutalmente no tanto por Galeazzi (a quien Diego le dio un par de bromas para el noticiero titular) sino por alguno de esos reporteros de asalto que ya juzgaban al canal Rai como propio y que a pesar de tener una posición cercana a los entrenadores del equipo, también querían agarrar el que estaba entrevistando a Maradona. El Pibe de Oro cortaba: “Estoy aquí para hablar con Minà. Estoy de acuerdo con él desde ayer. Si me necesita, comuníquese con la oficina de prensa de la selección argentina. Si hay tiempo, le concederemos unos minutos”. Esperó de pie a mi lado a que terminara la entrevista con un intrépido entrenador del fútbol italiano, dispuesto a hablar en esa noche desolada. Luego se sentó de nuevo, hicimos una nueva toma y terminamos nuestro diálogo interrumpido. Ese testimonio especial, que duró unos veinte minutos, también fue solicitado por los colegas argentinos, y salió al aire (con las dos partes unidas) luego del noticiero de la noche. Fue una entrevista única e irrepetible periodísticamente, solo por la costumbre de Diego Maradona de mantener su palabra.

Lo mismo había hecho para el Mundial de Estados Unidos de 1994, cuando había accedido dos veces a volver a la actividad competitiva en la selección nacional primero para asegurar la participación de la querida Argentina en el partido de play-off contra Australia y luego disputar tres partidos al inicio de la Copa del Mundo, antes de que lo detuvieran con un cargo ridículo, vale la pena recordarlo, cuando fue suspendido por dopaje después de los dos primeros juegos. La Federación de su amado país ni siquiera había enviado a un abogado para rechazar legalmente la acusación que no se sostuvo: “Prefirieron apuñalar el corazón de un niño con un cuchillo”, comentó Fernando Signorini, su entrenador y asesor, cuando a la mañana siguiente nos conocimos.

Conseguí la entrevista en un motel donde se había quedado con familiares. Los japoneses lo tenían en vivo y los franceses en diferido, unas horas después, sin creer que fuera posible.

Entonces, en definitiva, esta forma de comportarse como adulto y como niño lo llevó a superar todas las adversidades y peligros –incluso, aquellos que parecían imposibles– de su existencia. Desde el polvo de Villa Fiorito, en la provincia de Buenos Aires, donde inició su aventura como el más grande futbolista jamás nacido a la militancia política en los partidos progresistas latinoamericanos por los que ha dado su rostro en muchas ocasiones. Ningún jugador ha llegado tan lejos.

Diego, una ironía del destino, dejó este mundo el mismo día que otro gigante, Fidel Castro. Al final los lamentaremos, como les pasa a quienes han dejado una huella imborrable en el fútbol y en la vida. Y ahora silencio. Su precio en el mundo del fútbol se viene pagando desde hace tiempo.