«¡Amable enemigo mío!» Por Juan Ramón Falcón

«¡Amable enemigo mío!» Por Juan Ramón Falcón

A partir de la publicación de Azul, en 1888, la notoriedad del poeta nicaragüense Rubén Darío, fue haciendo mella en la vanidad de algunos coetáneos escritores latinoamericano. Uno de ellos fue el colombiano José María Vargas Vila, quien ya era muy conocido por su personalidad controversial; hombre de amistad difícil, con muchos enemigos, irreverente, de incómodas ideas liberales radicales, excelente orador, agitador público, sin pelos en la lengua, enemigo declarado del clero y del imperialismo estadounidense. Vargas Vila, tenía 28 años y Darío 21, eran ambos autodidactas, cada uno con personalidad muy diferente.

La antipatía de Vargas Vila se agudizó cuando Rubén, en 1893, aceptó el cargo de cónsul de Colombia en Buenos Aires, para representar al gobierno de Miguel Antonio Caro, a quien Vargas Vila miraba como el continuador del déspota gobierno de Rafael Núñez Moledo. Lleno de coraje, el colombiano se encargó de desprestigiar en lo posible a Darío, llamándole “poeta cortesano”. Era una época en la que ambos eran enemigos acérrimos.

En 1894, Darío realizó un viaje a New York y aprovechó para conocer al poeta cubano José Martí, quien residía en la ciudad estadounidense y a quien admiraba profundamente. Martí era muy amigo de Vargas Vila y sabía que este, igual que Darío, estaba de pasada por la ciudad, por lo que tuvo la buena intención de propiciar un encuentro entre los dos escritores, pero Vargas Vila, muy molesto, no aceptó.

En 1896, Rubén trabajaba como colaborador en el importante diario “La Nación” de Argentina, cuando un cablegrama entró al periódico, llevando la infausta noticia de que Vargas Vila se había suicidado en compañía de una hermosa mujer mientras viajaba, a bordo de un barco, entre Italia y Grecia. En realidad, el barco se había averiado y retrasado unos días cerca de Sicilia, pero la falsa noticia sirvió para que, amigos y enemigos, soltaran sus plumas, y mientras unos exaltaban la grandeza del supuesto suicida, otros aprovechaban para lanzarle sus odios, venenos y venganzas. Rubén, actuó como siempre: generoso, mostrando su calidad humana. Publicó un hermoso escrito en “La Nación”, que tituló: “Un Suicidio Romántico, en Siracusa, Grecia”, en el que trataba a su “amable enemigo” con honradez, respeto y hasta con admiración. De aquel texto, por su extensión, solamente les presentaré su último párrafo:

“Este suicidio de los amantes, igual en un todo al del príncipe Rodolfo, pone a la memoria del poeta una rosada gloria. ¡Amable enemigo mío! Como en la tumba de la Afrodita de Pierre Louys, tendría un epigrama conmemorativo y sonoro, en griego de Nacianzo; y dejaría para ti y para tu bella desconocida -¡así tendrías a Venus propicia!- ¡rosas, rosas, muchas rosas!”

Esta necrología de Darío, fue muy bien recibida por José María Vargas Vila, quien encontró en ella, de forma transparente, la grandiosidad y nobleza de Rubén, y sirvió para borrar los rencores pasados y para crear, más allá de la muerte del poeta nicaragüense, los más fuertes lazos de amistad.

En 1917, un año después del deceso de su amigo, Vargas Vila publicó el libro: “Rubén Darío”, el cual contiene un intenso relato que habla de la amistad que los unió, realzando en las anécdotas los méritos humanos y poéticos del Padre del Modernismo y Príncipe de las Letras Castellanas. De este libro, específicamente, del capítulo XIX con el titulo “El poeta siempre niño”, extraeré el párrafo siguiente:

“Hubiera vivido siglos, y habría muerto el mismo niño radioso y triste, que todos conocimos; la Vida, lo hirió y no lo manchó… su alma tenía la oleosidad de las alas de sus cisnes amados, sobre los cuales el lodo resbala, y no se adhiere…se durmió en el fango, y permaneció impoluto, blanco, como un ánade salvaje; nunca una alma más pura, se albergó en un cuerpo más de pecador, sin mancillarse; era, como un rayo de estrella, reflejado en el fondo de un pantano; la luz permanece pura, nada puede contra ella, el verdoso temblor del fango infecto, la Vida, lo entristeció, no lo envileció; no pudiendo mancillarlo, se conformó con hacerlo llorar… como a todos los Poetas…”.