San José de Las Mulas: ¡aún duele profundo! Por Magda Lanuza

San José de Las Mulas: ¡aún duele profundo! Por Magda Lanuza

En febrero de 1983, yo era estudiante del 3er año del Experimental México en Managua. Era un Instituto grande y lleno de estudiantes de todas edades, unos parecían muy grandes para estar en la secundaria, pero era el resultado de la guerra de liberación de 1979.

Cada lunes y viernes nos formaban en la cancha; a veces por media hora. Cantábamos el himno nacional, escuchamos instrucciones de maestros/as, luego palabras de la Juventud Sandinista y terminábamos con el himno del FSLN.

Un día de esos, despedimos en esa cancha a 5 jovencitos que se iban en una brigada de voluntarios a defender la patria. Fue un día diferente, aunque se podía sentir el orgullo de ver el valor de aquellos jovencitos que partían a la guerra y dejaban todo al grito de «¡Patria Libre o Morir!».

Unas semanas después llegó al Instituto la fatídica noticia. Los muchachos habían sido asesinados en un brutal ataque de la contra. Pasamos días y días esperando en el colegio, nos decían mañana los traen y después mañana. Eran días tristes y nublados, casi no teníamos clases, hasta que un día llegaron los 3 ataúdes que le tocaban a nuestro centro.

Hubo un acto con todos los estudiantes. Silencio, cantos, discursos y la guardia de honor con las madres ahí. Ahí está mi foto en el diario Barricada del 3 marzo de 1983 junto a los demás estudiantes, haciendo guardia de honor.

Don Mario Castil Blandón y su esposa Julia Nelly Siles, recuerdan todos los días el antes, durante y lo que siguió en su pequeño caserío al día 27 de febrero de 1983. La pareja muestra en su piel el pasar de los años en las personas del campo que viven del trabajo duro diario, con mucho sudor, días largos de sol y extensas caminatas. El menor de sus 12 hijos tiene ahora 21 años.

Cuenta don Mario que su casita sigue ahí donde estaba en los años duros de la guerra, un poco abajo de la escuelita. No había luz, el camino era una trocha y una pobreza enorme. Pero ya la contra entraba desde Honduras a las montañas cercanas.

Los recuerdos siguen completos entre las familias ahí, y me contaron la historia de cómo vivieron la masacre:

La escuelita de madera estaba en el lugar más estratégico de la comunidad. La habían construido a finales de los años 70 algunos padres de familia. Ya en 1982, se escuchaba decir que la contra andaba por ahí en las montañas cerca y el Ejército había instalado un campamento.

Los muchachitos habían llegado tres semanas antes, visitaban las casas de la comunidad y cambiaban el plástico negro por cigarros, cuajada o huevos pues les aburria la comida enlatada. Eran alegres, unos muy chiquitos y llegaron sin idea de lo cruel que era la guerra. El trabajo más duro que les había tocado eran las caminatas y haber cavado por días una gran zanja en la orilla de la escuela para su refugio. Las grandes detonaciones de las ametralladoras y las bombas, les agarró dormidos la medianoche del 27 de febrero.

Doña Julia cuenta que ellos dejaron su casita de madera y salieron al monte, creyendo que no amanecerían más y solo pensaban en los pobres muchachos. Dice que el ataque fue sin parar, por horas y horas, hasta que salió la luz del día se fueron apagando los cañones.

Como a las 9:00 de la mañana, algunas familias habían regresado a sus casas y agarraron valor para subir hasta la escuelita. Lo que vieron ahí, no lo imaginaron nunca y jamás se les va a borrar de su memoria.

No había escuela solo ruinas; había sangre por todos lados, los árboles estaban estillados hasta las hojas, los cadáveres por todos lados en las zanjas, algunos apilados y olía a muerte… ¡horrible!

Don Mario contó que en la tarde encontraron en los montes a un muchachito perdido, aturdido, lleno de sangre, en total desolación, y ellos lo escondieron de casa en casa, hasta que pudo estar a salvo en Matagalpa.

El Ejército de Nicaragua tardó días para subir y recuperar los cadáveres que la comunidad había enterrado y cuidaba.

Nadie hablaba de otra cosa, nadie comía, solo había llanto, no dormían en sus casitas, todo ruido era un salto y solo esperaban que esos ruidos fueran del Ejército.

El monumento fue inaugurado en febrero de 2020, liderado por las madres que han sobrevivido al paso de los años y suben con bastones cada aniversario de la inmolación de sus hijos.

En junio de 2019, sin ser turista, llegué a San José de Las Mulas, en Matiguás, Matagalpa. Subimos hasta la escuela construida dos veces después de 1983. Los más de 40 niños que ahí estudian jugaban afuera y en una parte importante del patio, se terminaba de construir el monumento a los 23 caídos. Los maestros tienen menos de 30 años, pero saben muy bien la historia de ese sitio.

Llegué en silencio, saludé a cada uno de los profesores; ahí estaba el hijo de don Mario. No pude más, y solté en llanto delante de todos, no podía estar de pie. No recuerdo ni un solo nombre, no conocí a nadie, ni estuve muy cerca a ninguno de aquellos muchachitos, pero aun duele profundo.

Don Mario dijo que Marvin Vallecillo, uno de los sobrevivientes, estaba encargado del monumento y que ellos disfrutaban teniéndolo de regreso con ellos. En estas comunidades, aun queda mucho que llorar.

Nicaragua no ha tenido tiempo de llorar las pérdidas y de recoger tantas lágrimas. Por eso, después de 38 años, la Asamblea Nacional ha declarado sitio histórico a San José de Las Mulas. En hora buena, porque la historia de este pueblo valiente no puede borrarse y debe abonar los sueños de un mundo mejor y en paz.