Una historia demasiado común Por José Aragón

Una historia demasiado común Por José Aragón

I

Aquella señora había llegado a la vida con la única misión de servir a los demás.

Era una viejita de movimientos ágiles. Sus pies descalzos con los talones agrietados, parecían no tocar el suelo al caminar. Sus manos laboriosas estaban siempre prestas a colaborar, y en su rostro, dorado por el sol, se dibujaban profundas arrugas, cauces por donde antaño se precipitaron torrentes caudalosos de lágrimas en las infinitas horas de dolor, frustración y tribulaciones familiares.

Sus ojos reflejaban la expresión de una mujer sufrida pero serena que, seguramente, se había pasado la vida intentando rellenar, con pedacitos de ternura, las grietas por donde el rencor amenazaba con minar su corazón. Como si ante cada agravio que el destino le infligía, ella hubiera respondido levantando murallas de resignación que la pusieran a salvo de las turbulentas avalanchas de resentimientos que se desprendían de las abruptas cumbres de su vida cotidiana.

Tuvo la mala suerte de vivir en un tiempo en el que las mujeres también venían destinadas a los golpes y sinsabores de un matrimonio casi siempre árido de amor y muy fértil en hijos, sumisión y desesperanzas. Seguramente por eso era una mujer siempre atareada y silenciosa. Se pasaba el día con la mirada distraída, como si su ser habitara en otros mundos o en otros tiempos. Conversaba bajito con un dejo cantarín muy característico de la gente del lugar.

II

En el pueblo todos la queríamos, menos su marido. Él era el típico hombre de su tiempo que practicaba una masculinidad cargada con grandes dosis de misoginia. Imponía su mando y su criterio con una violencia subyugante que contaminaba de miedo permanentemente el ambiente de su hogar, de sus hijos y especialmente de su mujer, a la que culpaba de sus frustraciones y sobre la que descargaba, en forma de desprecios, insultos verbales y puñetazos, toda la furia de sus fracasos acumulados. Y aquel infierno tomaba dimensiones apocalípticas los días de juergas y borracheras.

En una ocasión que amaneció tomando licor en la cantina del pueblo, a él se le ocurrió invitar a los amigos de tragos para ir comer a su casa. Arribaron a la casa en el mismo momento en que ella también regresaba de lavar maíz en el ojo de agua. Cuando él se le acercó y le ordenó que hiciera comida para sus amigos, ella le contesto: -“Pero de dónde comida, si vos preferiste gastar los riales en guaro, y el maíz que traigo aquí lo pedí prestado para hacerle unas tortillas a mis hijos”- Enfurecido, él se abalanzó y le asestó un puñetazo en la cara que la tiró dejándola inconsciente en el suelo y desparramó sobre las piedras el poco maíz conseguido.

Pero aquel corazón sufrido estaba habitado por una mujer valiente que, entre el mar de arrugas causadas en su rostro por el dolor de los naufragios, había logrado salvar una sonrisa discreta y tierna que la hacía parecer feliz y le daba un aire de dignidad y superioridad moral.

Nunca se quejaba. Prefería centrar sus energías en aplicar bálsamos de amor sobre sus hijos entumecidos y soñar con un golpe de suerte que algún día la liberara de las satrapías de su verdugo.

III

En la esquina de un solar acotado por un cerco de piedras, estaba la casita de tejas con paredes de tabla donde consagró todas las horas de su vida a la crianza de diez hijos. Tres de ellos le nacieron con problemas físicos y le tocó cuidarlos durante toda su existencia. Los otros siete emprendieron muy temprano la huida de aquel hogar que los oprimía sin contemplaciones. Algunos no volvieron nunca más, otros, esporádicamente, regresaban a refugiarse en los escasísimos recursos que ella lograba reunir vendiendo cerámicas, cajetas o cosa de horno.

La cerámica era un refugio para sus penas. En la esquina norte del cerco de piedras, bajo la sombra de un árbol de jocote, había instalado su humilde taller que consistía en una rústica mesa hecha de varas de malinche y un horno de tierra mezclada con excrementos de ganado y zacate en forma de caparazón de tortuga. Ahí era feliz mientras sus manos iban modelando el barro y dándole forma a comales, tinajas, ollas o platos. Aquellas horas junto al barro significaban su liberación, su espacio donde soñar, su vuelo sobre paisajes ignotos llenos de paz, su mágico escondite donde, por algunas horas, no la alcanzaban el odio ni los rencores de su marido cruel.

De las manos de aquella alma tan sufrida, habían salido las tinajas que guardaban el agua fresquita que saciaba la sed de todos los hogares de aquel poblado. En los bordes decorados de cada uno de los utensilios estaba la marca que indicaba que sus dedos artríticos habían sido el génesis de cada una de las ollas, platos y comales en los que la comunidad se alimentaba. Era la metáfora de la valentía de una mujer pequeñita que lograba, con su fuerza interior, transformar el dolor en actos de amor, servicio y solidaridad comunitaria.

IV

Una tarde que fui a visitarla me contó en detalle todas sus vivencias. En una especie de monólogo introspectivo me hizo una síntesis magistral de su sufrimiento. Con la mirada perdida en el vacío, resumió: “Mi vida fue muy dura junto a mi marido. Aguanté hambre, golpes, borracheras, insultos, desprecios y nunca recibí ninguna consideración de su parte. Pero lo atendí en su enfermedad porque lo mejor es no pagar la maldad con maldad, si no con amor. Y creo que ese amor que yo le daba en esos momentos le causó un remordimiento muy fuerte en sus últimos días, porque parecía avergonzado siempre que yo trataba de calmar sus dolores”.

“Después de muerto le dio por andar apareciéndose por todos lados. Una noche, al poco de morir, me lo encontré sentado en esa piedra que está junto al fogón. Otra madrugada lo vi bien clarito sobre el cerco de piedras. Hasta que una noche me desperté y estaba recostado sobre el marco de la puerta de mi cuarto, entonces me senté en la cama y le dije: A mí no te me andés apareciendo más, ¡andate a la mierda!. Yo no quiero saber nada más de vos. Ya me jodiste suficiente la vida durante tu existencia y no te voy a permitir que me la sigás jodiendo después de muerto. Vos sabés que quedé bien harta del trato animal que siempre me diste, así que ahora no andés de pendejo apareciéndome. Andate a la mierda y déjame de una vez tranquila, que quiero vivir en paz mis últimos días…”,

“Entonces, vi su sombra que se alejaba perdiéndose entre las sombras de los jocotes que, aquella noche, brillaban bajo la luz intensa de una luna llena que parecía el día. Y desde aquella noche ya no regresó nunca más a molestarme”.