América Latina en disputa Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG)

América Latina en disputa Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG)

En el año 2014 planteábamos los desafíos venideros para una América Latina en disputa entre dos proyectos políticos antagónicos: de un lado el neoliberalismo, con su propuesta de concentración de la riqueza en pocas manos y devastación social y ambiental. Del otro, fuerzas políticas de nueva izquierda, progresistas o nacional-populares, que desde inicios del siglo XXI fueron alumbrando una alternativa contrahegemónica que consiguió mejoras efectivas en términos de redistribución económica y ampliación de derechos para las sociedades latinoamericanas, las más desiguales del planeta.

Los acontecimientos se han sucedido a un ritmo vertiginoso en estos últimos años: múltiples citas electorales con cambios de tendencia en los gobiernos, nueva generación de líderes políticos, golpes de Estado, grandes estallidos sociales, aplicación del lawfare como estrategia política e influencia creciente de las redes sociales en el juego partidario, entre otros hechos relevantes.

Y a todo eso, por si fuera poco, hay que sumarle la llegada de una pandemia de dimensiones históricas y aún inconmesurables, pero que ya ha ocasionado millones de empleos perdidos y comercios e industrias cerradas, que ha incrementado velozmente las ya extendidas pobreza e indigencia en la región y, sobre todo, que ha dejado cientos de miles de muertos en todo el mundo.

La pandemia del coronavirus no ha hecho sino evidenciar de manera aún más cruda las carencias de un sistema económico, el neoliberal, que no es capaz de ofrecer respuestas a la ciudadanía en lo inmediato ni dibujar nuevos proyectos hacia adelante.

Tras medio siglo de existencia, el neoliberalismo se enfrenta a una gran crisis sistémica que es también una crisis de ideas, expectativas y horizontes. En 2020 todos los mitos neoliberales saltaron por los aires en el justo momento en el que la gente necesitaba afrontar una situación extremadamente dramática.

El neoliberalismo no logra acertar con ninguna de sus respuestas habituales. Se olvida de la economía real en pos de una entronización de la financiarización y sigue defendiendo la ausencia del Estado a pesar de que la ciudadanía latinoamericana demanda todo lo contrario. Su manual quedó obsoleto. Es lo que le vienen gritando en las calles centenares y centenares de miles de personas a lo largo de estos años, desde Chile -donde se ha logrado forzar un esperanzador proceso constituyente- hasta Colombia, actualmente con sus cuatro puntos cardinales en llamas en protesta por un sistema que no da respuestas a las necesidades de la gente.

Así, nos encontramos transitando un periodo signado por la incertidumbre en torno a la reconfiguración del ordenamiento geopolítico global. O, más bien, asistimos al nacimiento de un nuevo desorden económico global, en el que el riesgo país importa menos y, por el contrario, el número de científicos, vacunas y camas disponibles para cuidados intensivos se constituye en un asunto fundamental para cualquier país.

La predilección por la financiarización queda desplazada por la importancia de la economía real. Se abre una nueva disputa hacia adelante: entre un Consenso (neoliberal) de Washington permanentemente actualizado y un incipiente Consenso Progresista que considera que los sistemas públicos de salud son vitales, que el Estado debe tener un rol protagónico con políticas expansivas contracíclicas (fiscales y monetarias), que es necesario un mayor control de capitales de los países emergentes para evitar su fuga en este tiempo de adversidad, que la economía ha de girar en torno a la vida humana, que las fórmulas para la producción de vacunas no pueden estar sometidas a la lógica comercial y, por supuesto, que la deuda externa debería ser condonada por los organismos multilaterales y reestructurada con quita y sin intereses en el caso de los acreedores privados.

El neoliberalismo está en default, pero se niega a desaparecer. Procura reciclarse y oxigenarse. Está renegociando su futuro, pero con una gran dificultad para generar horizontes que convenzan y entusiasmen. Sin embargo, sería un grave error subestimarlo o darlo por muerto, porque cuenta con un gran poder estructural. Además, tiene una sorprendente capacidad de adaptación y de ambigüedad discursiva, salpicando su corpus tradicional con guiños a algunas ideas progresistas. El mejor ejemplo es el Fondo Monetario Internacional, que sin haber cambiado su composición “empresarial” tiene ahora un tono más conciliador en materia de deuda externa o en relación a la tributación de las grandes fortunas; o el Banco Mundial, defendiendo los programas de rentas mínimas; o los multimillonarios abogando por más impuestos…

Otro ejemplo es el ‘efecto Biden’. El presidente estadounidense ha pronunciado unos primeros discursos de resonancias rooseveltianas en materia económica. Parecería que estuviera cuestionando el sistema neoliberal, al menos de puertas para adentro de su país. Sería el primer mandatario que desafiara, al menos retóricamente, el Consenso de Washington. Algunas frases de sus discursos así parecen evidenciarlo: “El crecimiento de la economía debe ser desde abajo hacia arriba”; “Estados Unidos no fue construido por el sistema financiero, sino por la clase media”; “No funciona la teoría del derrame”.

Bienvenido sea este intento de abrazar las ideas progresistas si es para aplicarlas de forma auténtica y sincera. Pero ya ha ocurrido muchas veces a lo largo de la historia que se termina por matizarlas, reformularlas, resignificarlas y transformarlas hasta tal punto que acaban siendo extensiones del dogma neoliberal. Cuando el capitalismo está en problemas, cede un mínimo para no perder su dominio.

En este nuevo escenario también la primacía de Estados Unidos como potencia central está en decadencia. La hegemonía neoliberal se erigió sobre dos cimientos que hoy están en crisis. En primer lugar, una economía de flujos transnacionales estimulada a partir de la desterritorialización de la producción, la financiarización y la creación de instancias de gobierno o acuerdos económicos de carácter supraestatal. En segundo lugar, una arquitectura institucional global formada por organismos internacionales y por una extensa red de think tanks que proyectó al mundo la visión político-económica dominante y sus valores centrales: consumo de masas, libertad personal, propiedad privada, libre mercado y democracia electoral. En la actualidad, ambos cimientos son cuestionados tanto por fuerzas políticas de izquierda como, incluso, desde el centro mismo del poder. Quizás una de las principales novedades de estos años sea, justamente, la emergencia de facciones políticas estimuladas por el fenómeno Trump, que cobran cada vez más relevancia a partir de la impugnación del sistema desde una retórica proteccionista y antiglobalización.

Todo ello configura un ordenamiento geopolítico inestable en el que otras potencias mundiales, principalmente China, adquieren cada vez más peso en la definición de las reglas de juego en el espacio global, atisbándose un incipiente reequilibrio donde no hay un único actor en el liderazgo internacional, sino múltiples polos de poder que compiten por inclinar la correlación de fuerzas a su favor. Un ejemplo de ello es el rol de China y de Rusia en la carrera por el desarrollo de vacunas contra el Covid-19 y, en general, en la gestión de la pandemia.

En el caso particular de América Latina, la pandemia del Covid-19 ha puesto al descubierto con particular crudeza muchas de las debilidades del neoliberalismo, que hasta ahora habían sido “tapadas” con grandes campañas de comunicación.

Los sentidos comunes en la región cabalgan en una dirección completamente opuesta a lo que defiende el libreto neoliberal. Según datos de las encuestas de CELAG, en 2020 el 90 % de los argentinos estaba a favor de un Estado mucho más presente y activo; este valor es del 70 % en Chile, 60 % en México y 75 % en Bolivia. El impuesto a las grandes fortunas cuenta con gran apoyo en muchos países de América Latina (76 % en Argentina, 73 % en Chile, 67 % en México, 64 % en Bolivia 75 % en Ecuador y 73% en Perú); y lo mismo ocurre con una renta mínima, garantizar públicamente la salud y la educación como derechos, frenar las privatizaciones, suspender y renegociar el pago de deuda, etc. Además, en la mayoría de los países de la región, la banca, los grandes medios y el Poder Judicial cuentan con una imagen muy negativa.

Un Estado más vigoroso, más eficiente y más presente/protagónico para contrarrestar los efectos perversos del mercado es, cada vez más, un sentir mayoritario en las sociedades latinoamericanas, incluso en las que históricamente han sido etiquetadas como sociedades “de derecha” o mayoritariamente conservadoras, como Chile, Colombia y Perú, tres países en los que en los últimos tiempos han emergido importantes ciclos de protesta que abren, con diferentes intensidades, un panorama esperanzador de transformación social. En todos los casos la demanda es nítidamente democratizadora: menos desigualdad y más derechos.

Y es esta es, justamente, la esencia de las propuestas que permitieron la victoria de Andrés Manuel López Obrador en México, el retorno al poder del proyecto nacional-popular en Argentina en 2019 -tras cuatro años de gestión neoliberal y empobrecimiento generalizado-, el aplastante triunfo de Luis Arce, con el 55% de los votos, tras un año de gobierno de facto en Bolivia, y la irrupción fulgurante de Pedro Castillo en Perú, ganando la Presidencia del país frente al fujimorismo y sus aliados.

En el platillo derecho de la balanza, Jair Bolsonaro, con cientos de miles de muertes por Covid-19 a sus espaldas y una gran dificultad para garantizar gobernabilidad y estabilidad política, económica y social en Brasil, se posiciona como el máximo referente del trumpismo a nivel regional. En Colombia, el uribismo está en sus horas más bajas, con su principal exponente cada vez más cuestionado y con un Gobierno en ejercicio que ha perdido credibilidad en la ciudadanía, tanto por su incapacidad para frenar las masacres sistemáticas contra la población civil como para afrontar la pandemia. Mario Abdo, en Paraguay, enfrenta sucesivas demandas de juicio político que involucran acusaciones de ceder soberanía y se ve obligado a negociar permanentemente su continuidad con el expresidente Horacio Cartes.

Estamos en un tiempo político de disputa en la región, en el que neoliberalismo está en crisis, pero intenta escapar de su propia quiebra. El resultado de este dilema dependerá en parte de la capacidad que tenga la matriz neoliberal para reinventarse, pero fundamentalmente de cómo el progresismo avance, implemente soluciones certeras y cotidianas a la ciudadanía, y genere expectativas acordes a los nuevos tiempos.

El desafío es de gran calado, pues en las últimas décadas nuestras sociedades y nuestros sistemas políticos están experimentando transformaciones profundas que alteran las coordenadas de las disputas políticas y que afectan, con mayor o menor intensidad, a todo el subcontinente.

En la fase actual, el desarrollo y la profundización del neoliberalismo no pueden darse más que a costa de la erosión de la democracia, entendida no sólo en términos procedimentales sino también en su esencia igualadora. No hay una relación de ganar-ganar pues, mientras el neoliberalismo pugna por recortar derechos y concentrar riquezas, la democracia encuentra un límite a su desarrollo, se empequeñece y se atrofia. Las sociedades cambian con el correr del tiempo y sus necesidades y demandas también, por eso la democracia no puede considerarse algo dado. Es un proceso permanente en el que las fuerzas sociales pugnan por ampliar el alcance de sus derechos y redefinir una meta común.

Bajo el influjo de la globalización neoliberal, los estados nacionales ceden soberanía en favor de poderes económicos cuyas condiciones operan como si fueran dogmas de fe. Para poder “acceder a los mercados” e “insertarse en el mundo”, los poderes transnacionales imponen a los gobiernos condiciones que van en detrimento del bienestar social de las poblaciones y cada vez se restringen más los mecanismos institucionales para oponerse a ello. Hay ahí, como señala Wolfgang Streeck, un desajuste estructural que condiciona la democracia, porque en el ejercicio del gobierno se da una tensión permanente entre una pretendida -aunque falsa- eficiencia económica y las presiones de la política democrática que implican dar cauce político a las demandas de la ciudadanía.

El principio básico de legitimidad democrática, que consiste en que la ciudadanía tiene capacidad de decidir sobre los asuntos públicos que la afectan, está fuertemente tensionado por el neoliberalismo. En la medida en que los gobiernos están sujetos a los imperativos de criterios económicos neoliberales (libertad, eficiencia, flexibilidad, seguridad jurídica), las ciudadanías están perdiendo capacidad efectiva para hacer oír sus voces e influir en la toma de decisiones.

Y esto se profundiza porque el neoliberalismo no es sólo un proyecto económico, sino fundamentalmente un proyecto de sociedad en el que la función primordial del Estado es, además de actuar como guardián del mercado, formar individuos adaptados a su lógica. La mercantilización y la competencia individual son los principios ordenadores que penetran todas las relaciones sociales y orientan procesos de subjetivación en los que la finalidad es que las personas se identifiquen con la lógica empresarial. Como señalan Christian Laval y Pierre Dardot, en este esquema cada quien es, o debe ser, un “empresario de sí mismo”, portador de un capital a revalorizar y responsable de hacerlo crecer a partir de las decisiones que tome “libremente” a lo largo de su vida. Esta idea, dulcificada con el término “emprendedor”, está en la base de la producción de subjetividad neoliberal.

Asimismo, una de las claves de la expansión y construcción hegemónica neoliberal como proyecto de sociedad es lograr ampliar el consenso en torno a las recetas económicas. “Reducir el déficit fiscal” para “atraer inversiones extranjeras” es “lo que se debe hacer”; cualquier otra alternativa es estigmatizada como “irracional”, “populista”, “irresponsable”. Mientras la gente ve empeorar sus condiciones de vida también ve mermada su capacidad para influir en las decisiones, porque “no hay alternativa”, “es lo que hay que hacer”. Esto viene apuntalado por el imperativo tecnocrático según el cual las decisiones “importantes” –léase, las económicas– deben quedar en manos de expertos si lo que se busca es lograr eficiencia. La trampa de este imperativo consiste en sustraer la política económica de la lógica del conflicto, declarándola no política. Es decir, despolitizarla. Así se confunden los medios (el ámbito de la administración, para lo cual son imprescindibles los técnicos) con los fines, (lo político, que es la definición siempre conflictiva de cómo queremos vivir y donde los ciudadanos tienen mucho que decir). Cuando no existe la posibilidad de elegir entre alternativas posibles no hay lugar para la democracia. Así, lo “factible” (el “no hay alternativa”) se impone sobre lo “deseable” políticamente, restringiendo un espacio donde los ciudadanos deberían intervenir.

En definitiva, el principal problema de las democracias actuales es que las esferas de decisión sobre políticas fundamentales están siendo sustraídas del control de la ciudadanía para satisfacer los imperativos del régimen de acceso a los mercados. El poder no está en manos de la soberanía popular y tampoco en manos de los estados nacionales: se desplaza hasta concentrarse en una élite financiera internacional, eufemísticamente denominada “mercado”, ilocalizable, que ningún poder popular controla y que tiene mucha más capacidad de incidencia sobre la realidad que cualquier Estado nacional o funcionario electo. Esta élite financiera internacional tiene como actores destacados a los dueños de los grandes conglomerados tecnológicos que cada vez adquieren mayor poder de vigilancia a nivel global, de censura, de veto, disponen de la capacidad de encender/apagar la red y de controlar el flujo de información. Así, el propio funcionamiento de las instituciones democráticas se inscribe en un desequilibrio creciente entre el principio político de legitimidad que las sustenta y los criterios económicos neoliberales que impone la élite financiera. La disputa está servida entre la élite económica, que pugna por imponer sus condiciones, y la ciudadanía, que busca hacer valer los derechos conquistados a lo largo de siglos.

La expresión más palpable a nivel global de este desajuste es la impugnación y la desconfianza creciente de las ciudadanías respecto de la política tradicional en general y de los políticos y políticas en particular. En los países donde el neoliberalismo gobierna sin freno cada vez hay más gente que no se siente representada por sus gobernantes, que no encuentra en los canales de expresión tradicionales un modo de hacer oír sus demandas o que valora que su capacidad de influir en las decisiones políticas es escasa o nula.  La ciudadanía observa indignada o estupefacta que las políticas actuales no están dando respuestas a problemáticas acuciantes como el empobrecimiento, la regulación del mercado laboral, la corrupción, la inseguridad o las desigualdades sociales. Los estallidos sociales y el potencial horizonte transformador que se está abriendo en Chile, en Perú con la victoria de Pedro Castillo, y quizás también en Colombia, expresan nuevas formas de resistencia ciudadana que han emergido con fuerza en los últimos años. En América Latina, las democracias de los países gobernados por fuerzas neoliberales son aquellas donde este desajuste estructural encuentra su expresión más acentuada. Pero no es un fenómeno exclusivo de ellas: la presión para disciplinar a los proyectos populares o de izquierda y llevarlos al carril “correcto” es de enorme magnitud y adquiere nuevas formas.

La retórica en torno a la corrupción ha sido, en las últimas décadas, la principal herramienta mediática para intentar estigmatizar a los procesos populares en América Latina. Si tenemos en cuenta las transformaciones de fondo en los modos de hacer política de ese periodo (personalización, banalización y espectacularización de la política, asociadas a la desestructuración paulatina de las identidades partidarias y a los efectos de la revolución digital en la comunicación, la volatilidad e imprevisibilidad electoral, la emergencia de liderazgos y movimientos políticos repentinos o efímeros, etc.) resulta comprensible el aumento inusitado de la visibilidad de los políticos-candidatos que están ahora más que nunca sometidos al escrutinio mediático, tanto de su vida pública como privada. Este fenómeno implica un desplazamiento hacia la “política de la confianza”, en la que la principal divisa de un político es su reputación. De ahí la proliferación cada vez mayor de campañas de linchamiento mediático que buscan mancillar la imagen de un adversario apuntando a erosionar su credibilidad y minar su reputación.

Los líderes populares del siglo XXI han sido el principal blanco de los grupos mediáticos, económicos y judiciales, que se han articulado entre sí dando forma a la estrategia del lawfare. Lula Da Silva fue inhabilitado para participar en las elecciones y encarcelado, despejando el camino para la llegada al poder de Bolsonaro (quien nombró ministro de Justicia al juez que encabezó la persecución política contra el exmandatario); Evo Morales, derrocado por un golpe de Estado tras ganar las elecciones presidenciales, fue proscripto como candidato a senador; Rafael Correa, también impedido de participar en la última elección, enfrenta -al igual que la actual vicepresidenta argentina, Cristina Fernández- múltiples causas que incluso abarcan la judicialización de su política económica, desplegada cuando estaba a cargo del Ejecutivo. Pero la persecución no se detiene en la cúpula de los liderazgos regionales, sino que se disemina hacia toda la estructura funcionarial (Jorge Glas, Paola Pabón y Virgilio Hernández en Ecuador; Amado Boudou en Argentina) u opositores (Gustavo Petro en Colombia, Efraín Alegre en Paraguay) con el objetivo de disciplinar a las fuerzas populares marcándoles el límite de lo posible a la hora de hacer política. Es decir, no se trata únicamente de encarcelar o proscribir a los líderes, sino sobre todo de aleccionar a todo aquel que decida participar de un proyecto popular.

El lawfare es una guerra política por la vía judicial-mediática, con intereses económicos, políticos y geopolíticos ocultos a la opinión pública. Incorpora jueces, corporaciones de la comunicación, periodistas y líderes de opinión, policías, embajadas y agentes de Inteligencia locales y extranjeros. Se caracteriza por el abuso de prisiones preventivas, delaciones premiadas y veredictos antes del debido proceso judicial mediante acoso y desmoralización a través de medios de comunicación. Incluye allanamientos de locales políticos y hogares de militantes, persecución y amenaza a familiares, situaciones de exilio y refugio político, manipulación y propagación de miedo en los involucrados en determinados procesos políticos (lawfear).

Esta guerra opera “desde arriba”, por medio de un aparato judicial que se eleva sobre el Poder Legislativo y el Ejecutivo, ampliando el margen de maniobra para los jueces en detrimento del equilibrio entre poderes, habilitando una creciente juristocracia y normalizando en muchos casos el doble rasero de la ley. El encumbramiento del aparato judicial y la selectividad en los casos se articula con un rol protagónico de los medios de comunicación, que operan para la pronta criminalización de sectores o líderes políticos. Esta dinámica se alimenta con voces de especialistas (muchas provenientes de think tanks estadounidenses) que tienen fuerza de verdad y eco en los principales medios y en las redes sociales. Por otra parte, es destacable el rol de agencias de gobierno e intereses del sector privado estadounidense, involucradas tanto en los procesos judiciales como en los resultados y eventos posteriores a los mismos. Esto muestra claramente la instrumentalización del aparato judicial-mediático a favor de objetivos económicos, políticos y geopolíticos foráneos que comparten intereses y negocios con minorías privilegiadas locales.

Para comprender la dimensión de este fenómeno es necesario considerar que el proceso de lawfare no se limita a la persecución contra partidos políticos y sectores vinculados al progresismo, sino que avanza también contra la protesta social, exacerbando la criminalización de la militancia y la política. Es una apuesta para salvar o fortalecer al neoliberalismo y lograr la tecnificación de la política, la despolitización del Estado, la capacidad de los medios hegemónicos para ejercer de “jurados” frente a las audiencias y el reforzamiento de los aparatos represivos estatales.

De todos modos, y a pesar de su importancia actual, el lawfare no puede servir como concepto monopólico para explicar todo lo que ocurre en clave política y electoral. Dicho en otras palabras: es fundamental que el progresismo no considere a “su lucha contra el lawfare” como su único horizonte porque, de hacerlo, podría cometer algunos errores. En primer lugar, esta es una bandera que no tiene gran sintonía con la cotidianeidad de la mayoría ciudadana (nadie desayuna lawfare). Segundo, sobreestimar el lawfare puede tener un efecto contraproducente, es decir, que se acabe asumiendo por parte de las fuerzas progresistas una idea de derrota anticipada, una suerte de “no se puede porque es un mecanismo invencible”. Tercero, circunscribir la épica progresista a superar los obstáculos de la persecución judicial es un gran límite para cualquier proceso transformador, que necesita de otros horizontes motivadores.

Con mayor énfasis y alcance desde la última década, en las sociedades actuales la disputa por el poder se libra también en los entornos digitales. La batalla simbólica por la construcción de significados es fundamental en nuestro tiempo y las redes sociales ocupan un lugar relevante por el potencial que tienen para conectar y agregar voluntades. Como señala Manuel Castells, en la era de la revolución digital los procesos de comunicación simbólica dependen en gran parte de marcos mentales y mensajes creados y amplificados en entonos digitales.  Esta es una característica de época que trastoca las formas en que se comprende y se hace la política, y que por tanto no debería ser soslayada.

Las redes sociales funcionan como una nueva esfera del espacio público que se superpone e interactúa con la esfera de los medios tradicionales (televisión, radio, prensa escrita). Estos últimos no han perdido por completo su capacidad de influencia, ni mucho menos, pero ya no son los únicos que monopolizan la circulación de la información. La influencia y el poder de las redes sociales en las disputas políticas son crecientes. Un ejemplo de ello es el hecho de que Trump o Bolsonaro construyeran y acumularan capital político y electoral enfrentándose abiertamente a los grandes medios tradicionales. Pero no sólo ellos. Los líderes progresistas, confrontados permanentemente por el establishment mediático, como Gustavo Petro, Daniel Jadue o Evo Morales también los han cuestionado abiertamente y utilizado medios alternativos para hacer llegar su mensaje a la ciudadanía.

La propia relación de los ciudadanos con la información se transforma. Ya no hace falta encender la televisión o abrir el periódico para acceder a las noticias, sino que emerge una lógica de información incidental. Estando en las redes (que ahora son un plano más del entorno inmediato) el usuario se encuentra todo el tiempo con noticias.

Relacionado con lo anterior, por su propia lógica estructural, las redes sociales funcionan como una cámara de eco. La cultura del “me gusta” genera burbujas informativas en las cuales cada uno “vive” y navega visualizando contenidos seleccionados que son un recorte personalizado de sus preferencias e intereses.  La información circula de manera fragmentada y efímera. El muro o timeline devuelve a cada internauta la imagen de quién es (o quién quiere ser) en función de sus elecciones previas. De ahí que, mientras navegamos en las redes, confirmamos nuestras creencias previas. Y ello genera la ilusión de que nuestras opiniones son las de la mayoría. Dicho de otro modo, las redes sociales refuerzan las identidades porque funcionan profundizando la tendencia refractaria a la disonancia cognitiva, esto es, a evitar informaciones que contradigan las preferencias ideológicas y valores propios. Por eso el lenguaje particular de las redes es principalmente reactivo, de rechazo a lo diferente. Lejos de la lógica del debate de ideas y la argumentación (vieja aspiración que nunca existió cabalmente en el espacio público convencional) el intercambio en las redes se estructura en torno al ruido, en olas de halagos o insultos. Nadie está exento de quedar envuelto en lo que Byung-Chul Han denomina una shitstorm, donde el mensaje queda separado de los mensajeros, que no son fácilmente identificables: el anonimato que permiten las redes es una de las claves de su funcionamiento. El trastocamiento de la distancia entre lo público y lo privado y la lógica de la inmediatez y el anonimato hacen que el medio digital sea primordialmente un medio del afecto, lo que encaja a la perfección en sociedades cada vez más proclives al escándalo y a la espectacularización de la política.

Pero, además, el fenómeno de “vivir en las redes” que caracteriza a las sociedades actuales conlleva una mutación social profunda cuyo derrotero no estamos en capacidad de dimensionar, porque trastoca no sólo los modos de vincularse con la información y con lo político -y los políticos- sino también el modo de relacionarse e interactuar con otros en sentido estricto, es decir, la sociabilidad.

Este fenómeno ha experimentado una aceleración exponencial desde el inicio de la pandemia. Las restricciones al movimiento implican una digitalización abrupta de amplios sectores, incrementando la dependencia del mundo virtual para mantener relaciones sociales y para acceder a derechos como educación y salud. Ello profundiza la necesidad de poner en debate la mercantilización de los datos, de la información sobre las personas, que hoy por hoy son propiedad de las grandes empresas tecnológicas que en 2020 incrementaron sus ganancias de manera exponencial mientras la economía global se desplomaba.

No hay que olvidar que si, a priori, las redes sociales tienen un potencial que puede ser utilizado con fines nobles de transformación social, los entornos digitales se rigen bajo las reglas del mercado y están atravesados por la lógica de la concentración de poder. En el siglo XXI la información continúa siendo poder, tal vez más que nunca. Las herramientas que pone a disposición el avance del Big Data permiten un nivel de segmentación de las audiencias nunca antes imaginado para hacer llegar a cada quien un mensaje que encaje a la perfección con lo que quiere oír, y que no hace falta que lo busque porque las redes permiten penetrar en el entorno más íntimo de los sujetos: sus teléfonos móviles. El riesgo de manipulación simbólica también es grande, como se observa con la diseminación de informaciones falsas y el uso masivo de bots y cuentas ficticias.

Los grandes conglomerados que administran la información y manejan los datos de millones de usuarios alrededor del mundo (Google, Facebook, WhastApp, Twitter) tienen un enorme poder porque concentran, aprovechando vacíos legales, información de las pautas de comportamiento, gustos e intereses de miles de millones de usuarios que luego se venden para su uso comercial y político. Tienen, además, como se ha visto recientemente con el caso del bloqueo de la cuenta de Donald Trump por parte de Twitter, cada vez mayor poder de veto y de censura; deciden quién puede hablar y qué se puede o no decir. De ahí que uno de los puntos nodales de la disputa por el poder en la época actual pase por el debate sobre quién controla la red y qué rol tienen los estados, el sector privado y las ciudadanías en ello.

El “consenso neoliberal” se resquebraja incluso al interior de la derecha política, abriéndose el espacio para el surgimiento de facciones muy radicalizadas. En los últimos años, la Presidencia de Donald Trump en Estados Unidos y el impacto de la transformación tecnológica han dado impulso a expresiones políticas de ultraderecha que ganan cada vez más visibilidad en el espacio público, instalando una retórica belicista que se alimenta de falsedades diseminadas a gran escala.

Estos grupos tienen una diversidad de agendas (retórica proteccionista, teorías de la conspiración variadas, reivindicación del fascismo/nazismo, reacción antiderechos ante la agenda de género, estigmatización de la migración) pero tienen en común que se muestran dispuestos a pasar por encima de cualquier disidencia a su proyecto político. Esta nueva ola de fascismo que se extiende a nivel global lleva la intolerancia como marca política, y de manera análoga a la ola de los años 30 se alimenta del miedo que genera en algunos segmentos sociales un “otro amenazante”, en este caso encarnado por el migrante o el avance del cuestionamiento a la estructura de poder patriarcal impulsado por el movimiento feminista.

Del miedo surge la violencia que lleva a la barbarie de estos grupos reaccionarios y pone en jaque a la democracia. En el caso estadounidense  -y en menor medida en Brasil-, las fuerzas de ultraderecha cuentan con facciones armadas y comienzan a organizarse para realizar acciones concretas en espacios públicos, como el asalto al Capitolio de enero de 2021 montado en torno a una acusación ficticia de fraude, que puede ser leído como un hito de gran envergadura en el pasaje entre lo virtual hacia lo “real”: la indignación alimentada en las redes tuvo una traducción muy concreta en el mundo físico. Asimismo, los dirigentes que consiguen ocupar espacios institucionales aupados en estos grupos neofascistas no dudan en saltarse las reglas de juego democráticas y legitiman su acción política en una narrativa que alimenta y amplifica mentiras o medias verdades.

En definitiva, ante la crisis que atraviesa el sistema neoliberal en su fase actual el derrotero en el mediano plazo parece tener dos vías posibles: la vía fascista o la alternativa de la radicalización de la democracia que ofrecen las fuerzas progresistas.

Si bien el fenómeno de la ultraderecha tiene expresiones aún incipientes en América Latina, hay dos elementos que se deben considerar porque pueden ser clave en su potencial crecimiento. En primer lugar, la profundidad del odio racial -encarnado en figuras como Fernando Camacho en Bolivia, el ya mencionado Bolsonaro, Felipe Kast en Chile, o Jimmy Morales en Guatemala-. En segundo lugar, el papel histórico que han ocupado en la política latinoamericana los sectores castrenses, vinculados a un universo de ideas conservadoras y que en la práctica constituyen un sustrato “disponible” para la activación como fuerzas de choque contra la democracia que garantiza y amplía derechos. Por otra parte, el crecimiento exponencial de las iglesias evangélicas de corte conservador, que tienen una gran penetración en los sectores populares, también representa un desafío para el progresismo en tanto se erigen como amplificadores de valores que atentan contra el avance de los derechos, en particular de las mujeres y las disidencias.

El neoliberalismo sigue demostrando su incapacidad para consolidar democracias, gestionar la economía (en lo macro y en lo micro), administrar el Estado, garantizar estabilidad institucional y proporcionar seguridad jurídica. Tenemos que ser hábiles para identificar las costuras del sistema que la pandemia está volviendo más visibles para percutir sobre ellas sin olvidar que la integración regional es la única posibilidad para que la voz de América Latina se haga oír en el sistema global. Un ejemplo de ello es la disputa por el levantamiento de las patentes de las vacunas contra el covid, que evidencia las perversidades de un sistema demasiado acostumbrado a poner el lucro económico por encima de la vida. Generar alianzas es imperativo para amplificar las necesidades compartidas de un Estado más protagónico y de un límite al poder de la élite financiera global y al monopolio mediático.

No se consigue tan fácilmente la desaparición de una identidad política arraigada en la ciudadanía, ni con un golpe de Estado, ni con proscripciones, ni con persecución, ni con linchamiento mediático. Un proyecto político sólido, bien traducido en propuestas cabales, cuando sintoniza con los sentidos comunes y cuando ofrece soluciones reales, ya probadas, para mejorar la vida cotidiana, tiene alta probabilidad de tener mayorías electorales. Los casos de Bolivia y Argentina, donde los proyectos populares retornaron al poder tras un ciclo corto neoliberal, son elocuentes. El Poder Judicial y el poder mediático no deberían situarse por fuera de la lógica democrática. La desconcentración del poder mediático y la desarticulación de la lógica corporativa en la que se mueven sectores clave de los sistemas judiciales son tareas fundamentales no sólo para poner un coto al lawfare, sino como condición de posibilidad de la propia democracia.

La democracia no puede agotarse en el plano electoral-procedimental. La defensa del juego limpio en el proceso democrático atendiendo a las reglas institucionales es imprescindible, pero la tarea fundamental para el progresismo y la izquierda es profundizar el sentido de la democracia hacia posiciones más sustantivas. Más democracia no es solo celebrar elecciones o defender la independencia entre poderes del Estado -de hecho, este último concepto como sentido común no contempla la independencia de esos poderes de los que no son públicos- sino que históricamente la democracia tiene que ver con la lucha por conquistar derechos que nos igualen en la capacidad de desarrollarnos plenamente. El progresismo y la izquierda han llevado adelante importantes avances redistributivos en aquellos países en donde gobernaron y esos avances deben reivindicarse en términos de profundización democrática. De ahí que un objetivo primordial para las fuerzas progresistas sea disputar y reivindicar la bandera de la democracia, resignificándola en torno a objetivos políticos claros como la reducción de desigualdades y la expansión de derechos sociales, la equidad, la igualdad de oportunidades y la priorización de la vida sobre el mercado. La democratización del Estado es la disputa central que deben librar los proyectos progresistas desde sus gobiernos, pues no hay que olvidar que la permanencia de las transformaciones que se encaren depende de su relativa institucionalización y pueden verse amenazadas, como ya ha ocurrido ante el retorno al poder del neoliberalismo. Destruir es mucho más fácil y rápido que construir. Por ello, se requiere un esfuerzo decidido por sintonizar la legislación y las instituciones (cuya trayectoria inevitablemente arrastra un sesgo favorable al neoliberalismo) con los objetivos del progresismo.

Todos aquellos que pregonan que no hay relevo detrás de los liderazgos históricos de la izquierda latinoamericana se equivocan o bien mienten intencionadamente. Lucho Arce, Alberto Fernández y Pedro Castillo ya son presidentes. Hay líderes, como Daniel Jadue en Chile  y Gustavo Petro en Colombia, que también tienen significativas opciones para ello. Es una tarea urgente continuar generando y fortaleciendo liderazgos que tomen el relevo en esta segunda oleada del progresismo. Este cambio también implica una ampliación de la agenda programática, al incorporar ejes impostergables como el movimiento feminista, el medioambiente y la soberanía tecnológica. Y también, como han puesto en evidencia las pasadas elecciones en Perú y Ecuador, la necesidad de construir consensos políticos perdurables y horizontales con los colectivos indígenas. Estas son aristas a estudiar en mayor profundidad porque, a priori, constituyen puntos de conexión disponibles para su activación por parte del progresismo, en tanto se basan en las ideas de bien común y destino compartido.

El indígena como sujeto político, con alta capacidad electoral y de movilización, es un fenómeno que el progresismo no puede ni debe soslayar. Si bien durante la primera oleada progresista hubo un Gobierno que claramente surgió de esas bases indigenistas y campesinas, el de Evo Morales en Bolivia, el resto de las experiencias progresistas de la región -ya sea por peso poblacional o la capacidad organizativa de ese colectivo en cada país, o por diferencias políticas- no se destacó por la inclusión de las poblaciones indígenas (y sus propias demandas) en sus gobiernos. La reciente experiencia electoral en Ecuador y Perú, así como las protestas mapuches en Chile y Argentina, están poniendo en evidencia que no es posible gobernar un país sin dialogar, negociar y acordar de igual a igual con un vasto sector que -autoidentificado o no- sigue arrastrando los estigmas de un proceso colonial del que buscamos salir definitivamente.

¿Por qué una parte significativa de los sectores populares, más empobrecidos, no decide votar a las alternativas electorales más progresistas, en determinados países y circunstancias? La respuesta no es sencilla. Pero no por ello debemos dejar de afrontar este asunto tan determinante para el futuro de la región. Es fundamental entender, sin prejuicios, qué está pensando y sintiendo una ciudadanía que padece una situación económica y social devastadora. Debemos hacer todo lo que sea necesario para conocer cómo se informan, como comparten sus problemas, cuál es su lenguaje dominante y sus códigos, sus marcos lógicos, sus sentidos comunes, su verdadera y actualizada lógica aspiracional en función de su nueva condición y no aquella que tenía hace una década… El progresismo, en su variedad, no puede presuponer su comportamiento en forma estática, ni tampoco sin hacer un verdadero ejercicio de investigación, pero de cerca y no desde tan lejos, para procurar saber cómo es realmente esa gran clase empobrecida, muy heterogénea. En este sentido, tampoco se puede olvidar que cada vez es más acentuada la separación entre el mundo urbano y  el mundo rural, configurando dos realidades muy diferentes, como si los habitantes de un área y de otra vivieran en países distintos.

La primera oleada progresista supo ver que en el plano internacional la integración, la unión de la región latinoamericana y caribeña, era un aspecto sustantivo para el éxito de cada proyecto nacional. El hecho de que la Organización de los Estados Americanos hubiera quedado reducida a la inocuidad política durante una década fue muestra de la fortaleza de ese intento. Sin embargo, y a pesar de que muchas de esas instituciones internacionales estaban constituidas por una inusitada pluralidad ideológica, sufrieron una dura embestida tras la restauración neoliberal. En muy poco tiempo fueron vaciadas casi por completo. El desafío de esta nueva era de disputa que empieza a vislumbrarse tiene un doble juego: al interior, fortalecer y ampliar el alcance de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, única instancia que no perdió solvencia en este tiempo, particularmente para avanzar en materia de soberanía sanitaria y defensa irrestricta de los derechos humanos, aspectos que muestran grandes debilidades en este momento de crisis. Y en cuanto a la política exterior, América Latina convive con el indiscutible poderío comercial y financiero de China, el peso político mundial de Rusia, la emergencia imparable de otros países asiáticos como Indonesia e India, así como el declive cada vez más marcado de la hegemonía estadounidense. Este novedoso escenario abre nuevas oportunidades de alianzas y acuerdos que el progresismo deberá aprovechar para minimizar la capacidad intervencionista de Estados Unidos en nuestra región y adquirir una mejor capacidad de negociación, especialmente si lo hace de manera integrada.

Es indispensable que los liderazgos políticos, sociales e intelectuales tengan los oídos bien abiertos a lo que están expresando los pueblos de América Latina en las calles en un ciclo de protestas inédito, tanto por su intensidad y extensión como por su naturaleza. Si en el pasado las movilizaciones estaban vehiculadas por agentes concretos (partidos políticos, sindicatos, organizaciones campesinas), ahora es una multitud difusa, con poco o ningún vínculo organizativo, la que se autoconvoca a las calles a través de las redes sociales. Pero que no haya elementos tractores visibles y bien definidos como antaño no significa que carezcan de agenda ni merma un ápice a la potencialidad de estos fenómenos. ¿Estamos asistiendo a una nueva transición de movilizaciones hacia explosiones sociales?

La nueva disputa que ya ha comenzado no es, de ningún modo, una reedición de la que se gestó a comienzos del siglo XXI. Muchas cosas han cambiado desde entonces: la experiencia progresista no es un capítulo más en los manuales de Historia latinoamericana, sino que forma parte de un vívido sentido común de época; el neoliberalismo no lleva cuatro décadas ininterrumpidas de hegemonía en la región; nuevas agendas, lenguajes y demandas, como la feminista, la ecologista, la indigenista y la tecnológica, se superponen a las redistributivas (que no pierden vigencia, aunque en algunos casos entran en conflicto entre sí), actualmente agravadas por las consecuencias de una pandemia de dimensiones mundiales. Y finalmente, nuevos liderazgos progresistas que tienen el desafío de recuperar lo deseable de una larga tradición histórico-política popular y hacer realidad las nuevas demandas sociales en un mundo hiperconectado y financiarizado. Las dificultades son muchas, como hemos señalado aquí. Pero también hay elementos que nos permiten considerar una posibilidad real -aunque nada fácil- de que el progresismo consiga levantar los escombros que el propio neoliberalismo está generando en su deterioro y constituirse en una alternativa política capaz de solidificar la democracia, el bien común y la soberanía de los pueblos de nuestra región.