Colombia: la historia que llevó al Paro Nacional Por Ana Odin | Desinforménonos, México.

Colombia: la historia que llevó al Paro Nacional Por Ana Odin | Desinforménonos, México.

“Colombia tierra querida… tu suelo es una oración y es un canto de la vida…”. Esta canción que se escuchaba con apasionado acento esperanzado en las manifestaciones de 2019, a ritmo de cumbia, se convierte hoy en un himno sarcástico, contrastante con la tristeza, ira y desesperanza que se vive en las calles de las principales capitales colombianas desde el 28 de Abril, día en que comenzó el gran Paro Nacional, que inició con protestas pacíficas y justificadas por una serie de medidas económicas totalmente nefastas para la mayoría del pueblo colombiano y que continuó ya más de una semana después, con la represión y brutalidad policial indiscriminada en las calles de ciudades y pueblos de Colombia.

La violencia del régimen no es nueva

Puede ser que hoy los ciudadanos de los centros urbanos sienten por primera vez la extrema violencia por parte del Estado y de los criminales paramilitares a su servicio, pero esto no es nada nuevo en el país, pues después de más de cincuenta años en Colombia, esa es la única realidad que ha vivido el campo colombiano.

De ahí la historia de la guerrilla más antigua de Latinoamérica (FARC) y de muchos otros diversos movimientos guerrilleros a lo largo del siglo XX. Las guerrillas fueron la consecuencia de la gran impotencia social del campesinado, abandonado por el Estado y por la gran injusticia y desprecio que por ellos mostraba la sociedad urbana.

Durante décadas la gente del campo tuvo que ir poblando los centros urbanos huyendo de esa violencia de terratenientes, corporaciones transnacionales y enfrentamientos entre guerrilla, paramilitares y ejército. Hoy las ciudades de Colombia tienen gran densidad de población, con altísimas tasas demográficas, sin educación, sin salud, sin trabajo, y sin opciones legales para salir de la extrema violencia social y pobreza.

Digo opciones legales, porque lo único que en Colombia es viable es la actividad ilegal. Un país que tiene más de 170 zonas francas, en lugares alejadísimos donde sólo hay minería ilegal y narcotráfico, donde la policía aduanera tiene prohibido entrar, donde se intercambia el dinero ilegal comprando bienes de fuera (contrabando) para llenar el comercio de las ciudades con trabajadores informales. Este es el único comercio rentable del país, en manos de los narcotraficantes, que a su vez son políticos, congresistas, terratenientes y banqueros.

Y quiero resaltar este hecho, porque en este momento no podríamos hablar de una lucha de clases sociales allí. No hay una aristocracia colombiana vs. el pueblo colombiano como podíamos ver claramente las luchas del siglo pasado.

El aprendiz de Pablo Escobar

A partir de la herencia de Pablo Escobar y la diáspora que hubo de todos sus discípulos narcos, que fueron a su vez los creadores del paramilitarismo para poder desplazar poblaciones enteras y quedarse con las tierras, ríos, recursos mineros, ecológicos, turísticos, y así seguirse asegurando la producción de la coca, la heroína y hoy que ya ven posible su legalización en el mundo y por tanto su posible decadencia como buen negocio, buscan ahora la obtención entonces de otros recursos minerales, como oro, coltán, o hasta la propia agua que con el calentamiento global se convierte en un tesoro en las condiciones del trópico, con bosques que si no tienen la humedad necesaria se tornan desiertos.

Uno de estos buenos aprendices de don Pablo Escobar, era Álvaro Uribe Vélez, que es quien realmente gobierna el país hace casi 20 años, desde su hacienda en la Costa Atlántica colombina, él envía vía Twitter sus mensajes de cómo debe manejarse la situación, quién debe morir, quién debe salir de la cárcel, a quién se debe juzgar, etc.

Iván Duque, un absoluto desconocido políticamente, que sólo contaba con una cara de inepto bonachón, con ínfulas de presentador de televisión, fue el instrumento con el cual Uribe pudo continuar dominando al poder Ejecutivo en el país, por supuesto, no sin haber sido ayudado por la compra de votos que desde diversos sectores se denunciaron; ya tenía asegurado el poder Legislativo con la gran corrupción en las regiones que otorgan puestos burocráticos, en la educación, la salud, contratos con el estado, etc, y posteriormente el dominio del poder Jurisdiccional, al igual que la Fiscalía General de la Nación, la Controlaría, Procuraduría y Defensoría del Pueblo, es decir, todos los órganos de control del Estado.

Con la concentración de todo el poder en manos de este “todopoderoso”, de quien además la comunidad internacional tiene pruebas por narcotráfico e infinidad de crímenes de lesa humanidad, desde los años 90 y antes, EEUU y la Unión Europea que son guardianes atentos y salvaguardas de las democracias en el planeta, no tienen interés alguno en intervenir o juzgarle, porque a ellos les conviene más que se sigan aplicando sus políticas económicas y monetarias, y que el país continúe endeudándose con el Banco Mundial y FMI, ahogándose y hundiéndose cada vez más en esa impagable deuda externa.

Esperanzas frustradas

Y aquí es donde confluye todo: en 2018 sube a la presidencia Iván Duque, teniendo un país sin FARC, es decir, sin más 30 mil hombres armados, un país lleno de esperanza gracias al fin de la guerra, que creyó que la inversión de gran parte del producto interno bruto sería destinado a la educación, a la salud, a la cultura, el deporte, a la infraestructura del país para la creación de empleos formales, y lo primero que hace este presidente es todo lo contrario: bloquear los acuerdos de paz, entorpecer y desviar dineros y toda la ayuda internacional para este fin.

Es decir, miles y miles de víctimas de la guerra, al igual que los reinsertados a la sociedad y sus familias, quedaron desprotegidos y sin opciones laborales, de lo que se puede deducir, además, que entraron a formar parte de los cordones de miseria de las ciudades, unos, y otros retornaron a las armas ante el incumplimiento del pacto.

Y este retorno a las armas fue en actividades delincuenciales, mas ya no políticas, pues la organización político-ideológica ya no existe; y otros son asesinados ante los ojos de una sociedad inerte que nunca les pudo perdonar haber sido guerrilleros.

Aprueba una reforma tributaria haciendo que los grandes grupos y monopolios económicos no paguen impuestos, llevando a que se saquen esos recursos de suprimir inversión en ciencia, tecnología, educación pública, se aprueban en el congreso leyes para que se haga el fracking, mayor explotación minera, se propone el regreso a las dispersiones del venenoso glifosato para “combatir” los cultivos de coca, entonces los líderes sociales en las regiones donde van a darse esos proyectos mineros empiezan a movilizarse y a ejercer los derechos contenidos en la Constitución Nacional, se dan consultas populares y las Cortes sacan sus Sentencias en defensa del derecho común y no particular, y así mismo retorna el terror paramilitar, los asesinatos y masacres de líderes sociales y defensores del agua y la ecología creyendo que así van a disuadirlos de oponerse a estos megaproyectos.

En este ambiente el pueblo siente que el proceso de paz está en grave peligro y no es sólo el sentir del regreso de la guerra, de los muertos, sino la pérdida de un país cuya ecología requiere de un tremendo equilibrio en sus bosques, fauna y flora, y su peor enemigo es el monocultivo y la explotación del oro, la minería, la contaminación de los ríos. Durante el gobierno de Duque se duplicó el cultivo ilegal de coca y los grandes latifundios para ello, al igual que la quema de la selva amazónica, del Chocó, frontera con Panamá que históricamente se ha visto como una de las regiones más húmedas del planeta, por lo tanto, su daño es gravísimo.

La realidad ahora es mucho peor

Sí, Colombia seguramente es un país que debería importarle muchísimo al mundo entero, sobre todo si hablamos de que de ese equilibrio ecológico depende el calentamiento global también. Una selva ardiendo y un lugar con tal riqueza hidrográfica, lleno de páramos y nevados que se van secando no augura gran futuro al resto del continente.

Fueron éstas las razones por las que el pueblo salió masivamente a manifestarse en noviembre de 2019. En defensa del proceso de paz, contra los asesinatos de líderes sociales en las regiones que son gobernadas por el narcotráfico y la corrupción sin límites, y en contra las leyes mineras.

Pero la realidad de 2021 es otra mucho peor y sobre todo después de la pandemia, periodo en que el Gobierno Nacional y los gobiernos locales aprovecharon para gobernar por decreto, desviar recursos a su antojo y sin control alguno de nada ni nadie, sin rendir cuentas a los órganos de control ni hacer público en qué se invertían estos recursos y bajo la excusa de ayudar a empresarios quebrados lo que hicieron fue desfondar las arcas estatales, no gestionaron la adquisición ni compra de vacunas contra el Covid y lo que es peor, no permitieron que entes privados las negociaran bajo la excusa del respeto de la propiedad intelectual. Cabe recordar que Colombia es de los pocos países en desacuerdo con abrir las patentes de estas vacunas.

Resultado final fue que llegaron al país vacunas para una ínfima población, una crisis hospitalaria, mayor corrupción, hambre y una desesperación social al ver este gobierno que como última perla, propone una nueva reforma tributaria y tiene en fila otra serie de reformas, a la salud mucho peor que la tributaria, otra de educación, etc.

Todo esto sumándole que el ejército bombardea poblaciones campesinas donde mueren niños, que luego el ministro de defensa dice que no son niños víctimas sino “auténticas máquinas de guerra”, pues serán futuros subversivos, hay un aumento de las masacres por todo el país como en los tiempos más horrorosos del terror paramilitar y las ciudades se vuelven invivibles no sólo por la delincuencia aumentada y la violencia criminal sino con ayuda de una migración venezolana, que políticamente el gobierno colombiano ha patrocinado, por la conveniencia que implica darles ciudadanía y que incrementen las contradicciones sociales, desviando así la atención del ciudadano de a pie que ve en la xenofobia la explicación de sus nuevas realidades sociales y económicas, y no señala a los verdaderos responsables.

El paro del 28 de abril

Todo este conjunto de circunstancias hicieron reaccionar a las centrales de trabajadores, organizaciones sociales y convocar el Paro Nacional el 28 de abril, con sentencia en contra para no autorizarlo, de una jueza de un Tribunal de Justicia, afín al gobierno, hecho inconstitucional por demás, que provocó una peor indignación masiva y los que no pensaban marchar salieron espontáneamente, de tal manera que se fue volviendo un estallido social sin dirección, sin organización ni objetivos claros, pues el fulgor popular solo grita “abajo el mal gobierno, abajo Duque”, cosa que solamente ayuda a los propios copartidarios del presidente, que están hartos de su ineptitud y que en secreto quieren derrocarlo, porque él se volvió inconveniente para poder seguir gobernando el siguiente período.

De esta manera buscan retardar las próximas elecciones presidenciales, invitar a negociar a los partidos de “oposición” que están más cercanos a sus políticas y así repartir prebendas para que en las regiones vuelvan a elegir a los congresistas y representantes corruptos de siempre, que harán viable gobernar y aprobar la venta del país, con todas sus riquezas, y con un poquito menos de pobres inconformes (unos muertos y otros amedrantados), a quienes día a día, desde el 28 de abril hasta hoy, masacran sin límite en las calles, ante la impotencia de los usuarios de redes sociales, que ven en directo los videos que la población graba, que Facebook bloquea inmediatamente, sin medios independientes que puedan ser masivos para informar, sin datos estadísticos ni cercanos a la realidad ni del número de manifestantes, ni de detenidos, ni violaciones de mujeres, torturas o desapariciones.

Las ciudades están en manos de los paramilitares, hoy el ejército y la policía ya no están al frente disparando, se han retirado para que la población quede completamente desprotegida en manos de los paramilitares y delincuentes que controlan el desplazamiento de la población dentro de las ciudades.

Hay desabastecimiento de productos importados porque los camioneros también bloqueaban las vías de acceso desde los principales puertos hacia el centro del país, aunque el gobierno dice que es falta de alimentos para justificar el alza de éstos, aunque la Región Andina tenga su propio abastecimiento de comida, siendo la región más agrícola del país.

El gobierno nacional no ha querido dialogar con los líderes del paro, pero sí ha llamado en el transcurso de estos días a gremios de camioneros, transportadores, taxistas, voceros de partidos políticos para hacer tratos a espaldas de la población y así asegurar su continuidad e influencia dentro de la protesta.

El resultado es que se va vislumbrando más una guerra civil, un enfrentamiento diario entre los mismos manifestantes, nadie sabe de dónde vienen los ataques, todo es caos y confusión, pero sobre todo desesperanza.

La protesta pacífica, la exigencia de unas peticiones por parte de los manifestantes está prácticamente olvidada o simplemente la gente ya no exige más que el derrocamiento del presidente porque es un gobernante sin credibilidad, fariseo, mentiroso, y estafador, lo saben bien, el ejemplo mismo es el proceso de paz con las Farc y el incumplimiento de las implementaciones de esos acuerdos. La gente está cansada, enferma, furiosa y sin proyecto ni voceros que hagan escuchar sus voces, lo mismo que antes, lo mismo de siempre, lo mismo de hoy. Es la historia de Colombia, no realismo mágico.

“En la noche, después del toque de queda, derribaban puertas a culatazos, sacaban a los sospechosos de sus camas y se los llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la búsqueda y el exterminio de los malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos del Decreto Número Cuatro, pero los militares lo negaban a los propios parientes de sus víctimas, que desbordaban la oficina de los comandantes en busca de noticias. «Seguro que fue un sueño», insistían los oficiales. «En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz». Así consumaron el exterminio de los jefes sindicales”. Fragmento de Cien Años de Soledad, Gabriel García Márquez.

Los jóvenes en primera línea

Por Germán Muñoz González

Este es el estallido social de una mayoría de la población, en particular de los jóvenes, que no acepta más la violación de su legítimo derecho a la vida digna.

Desde que nací, el mismo año del Bogotazo, he vivido prácticamente siempre bajo estado de sitio o de excepción o de conmoción interior, lo cual se podría traducir como violencia, con mayúscula, pero con ropaje de legalidad.

La violencia ha sido una especie de fatalidad histórica de la que pareciera no haber escapatoria para los colombianos. Ha sido un nudo ciego, una maraña de hilos donde caben fenómenos como la corrupción, la guerrilla, el narcotráfico, el paramilitarismo, la oposición política o la protesta social. Todos ellos están atados a una misma trama, sin raíces explicativas. Hoy necesitamos comprender el origen histórico de esa violencia, es decir, la desigualdad social, y contraponerla a la figura del “enemigo interno”, que se ha convertido en la retórica predilecta para combatirla y que periódicamente cambia de nombre (“castrochavismo” ha sido la fórmula más usada en lo que va corrido del siglo XXI).

Imágenes jamás vistas

Puedo dar fe de que en 70 años de vida no había visto lo que he presenciado en las dos semanas que han trascurrido del 28 de abril a la fecha. Protestas y manifestaciones recuerdo muchas: la más notable, tal vez, el paro nacional de septiembre de 1977, en el cual se contaron centenares de heridos, cerca de 30 personas muertas, la mayoría jóvenes menores de 25; sin hablar del movimiento estudiantil que surge en 1971 y, por supuesto, de la violencia en los territorios nacionales en esa guerra civil no declarada que se desencadenó en 1948 con el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, momento fundante del fenómeno de las guerrillas. Han sido setenta largos años de guerra que no terminan con la firma del acuerdo de paz en 2016. Recordemos que el respaldo multitudinario de los jóvenes fue definitivo para exigir la refrendación de lo pactado.

Tampoco olvido el movimiento estudiantil liderado por la Mesa Amplia Nacional Estudiantil (MANE), que logró en 2011 desafiar a un gobierno entero y parar una reforma planteada por el presidente Juan Manuel Santos a la Ley 30 de educación superior en Colombia. Mucho menos el paro agrario de 2013 o el paro histórico del 21 de noviembre de 2020, en el que la gente protestaba en contra de las reformas de pensiones, laboral y educativa, y a favor del acuerdo de paz firmado entre el Estado y las FARC.

Más cercanas aún son las marchas del 9 al 21 de septiembre de 2020 para protestar en contra del extremo abuso policial, del mal manejo del Gobierno ante la crisis económica y social provocada por la pandemia, y para sentar una voz que dijera “basta ya” a las masacres en el país, las cuales no tuvieron tregua a pesar de las medidas de confinamiento. En especial, hay que subrayar la Minga del Suroccidente Colombiano, liderada por las organizaciones indígenas en octubre de 2020, que emocionó por sus consignas y valentía, logrando movilizar a una gran parte de la sociedad en torno a sus exigencias tras su recorrido pacífico por el país, logrando la opinión favorable de millones de personas que los recibieron calurosamente en cada ciudad durante su viaje hasta la capital.

Guerra contra la población civil

Sin embargo, la semana pasada y el fin de semana con gravedad inmensa he sido testigo, como lo fuimos todos los colombianos y, a través de las redes informáticas, el mundo entero –pero especialmente, en vivo y en directo, los habitantes de Cali y de Bogotá– de un escenario desconocido, de un escalamiento de la violencia sin precedentes, de una “guerra” desatada contra la población civil levantada en una justa protesta y que, valiéndose de armamento sofisticado de última generación, ha puesto en juego el terror como política de Estado.

Nunca imaginé que a nuestras calles llegarían dispositivos desarrollados para el cuerpo de marines de los Estados Unidos con municiones aturdidoras, gases irritantes y perdigones de alto impacto, armas letales creadas para guerras entre ejércitos. Mucho menos pensé posible que llegáramos a este saldo inmenso y creciente de muertos, heridos, torturados, desaparecidos y abusados.

El abogado español Baltazar Garzón está hablando del enfrentamiento asimétrico de “piedras contra fusiles”. Ha sido peor: fuego indiscriminado contra los manifestantes, a plena luz del día y bajo la complaciente y desvergonzada mirada de la Fuerza Pública.

El paro nacional ha llegado a lugares recónditos del país, donde nunca antes llegaba, y se ha mantenido sin dar tregua desde el 28 de abril. Ha desnudado las grietas del famoso modelo económico neoliberal, estable y ortodoxo, y ha mostrado palpablemente que, en esta democracia formal, supuestamente estable, la clase política es incapaz de llegar a soluciones y su único recurso es la fuerza brutal de las armas.

Nunca antes se había hecho tan evidente la desconfianza y falta de credibilidad de la población sobre la clase política, las fuerzas armadas y los medios masivos de seudoinformación. «Lo que estamos viendo es un descontento generalizado y quizá irremediable, es casi una situación prerrevolucionaria», dice Carlos Caballero Argáez.

Los noticieros de las empresas mediáticas repiten hasta la saciedad que se trata de “vándalos” y “terroristas”. Ninguna de las dos palabras nombra lo que está sucediendo, pero ambas hablan de miedos y amenazas latentes para una parte de la población. El estallido social recoge la rabia, la indignación, el repudio de una mayoría de la población que no acepta más la violación de su legítimo derecho a la vida digna, en particular de los jóvenes comunes y corrientes, no pertenecientes a organizaciones ni partidos, que han ocupado la primera línea de las marchas callejeras, que se han movilizado y han visto a sus amigos caer masacrados.

El juvenicidio, los que «no merecen vivir»

Hago parte de un colectivo de investigadores de varios países de América Latina y Europa que se ocupa del juvenicidio. La palabra es un neologismo que tiene seis años de existencia, derivado de la palabra feminicidio, con la cual guarda estrecha relación. Nos convoca una pregunta sencilla: ¿de qué mueren los jóvenes en América Latina? En Colombia, la primera respuesta es que los matan y se matan (se suicidan).

En estos días, se ha hecho evidente que Colombia es un país donde el juvenicidio hace parte de la rutina cotidiana. Hay nombres que entraron en nuestra historia y en nuestra galería de los afectos: Dilan Cruz, asesinado el 25 de noviembre de 2019 en Bogotá; Nicolás Guerrero, el 2 de mayo de 2021 en Cali; Kevin Agudelo, en Cali el 3 de mayo de 2021; Lucas Villa, el 5 de mayo de 2021 en Pereira. Tantos otros de una lista donde también están los 6.402 del panteón llamado “falsos positivos”.

En todos los países de América Latina existe una larga lista de asesinatos sistemáticos de jóvenes no casual, no accidental ni de página roja: se trata de asesinatos planificados. En algunos países, como México, Brasil y Colombia, las cifras son escandalosas (recordemos la masacre de la semana pasada en una favela de Río de Janeiro y la de Ayotzinapa el 26 de septiembre de 2014). Más de una vez han coincidido con dictaduras que han hecho de los asesinatos el pan de cada día. Otra cosa es que no se habla de ellos, han permanecido invisibles o han sido aceptados socialmente, producen indiferencia, son parte del paisaje.

Hablar de juvenicidio supone asesinatos, casi siempre atroces y brutales, que son llamados “ejecuciones extrajudiciales” y se encuentra acompañados de desapariciones forzadas y múltiples formas de tortura.

También es juvenicidio cualquier otra forma de atentado contra la vida de los y las jóvenes: la precariedad laboral, la exclusión de la vida pública, el silenciamiento y la satanización en los medios masivos de comunicación, las limitaciones a sus derechos, la prohibición de su movilidad dentro de territorios acotados, el cercenamiento de las libertades, la abierta represión.

Juvenicidio es amputarles la posibilidad de vivir una vida digna y con sentido, negarles una imagen con contenido de verdad, representarles como predelincuentes o como causantes de peligro para la sociedad entera. Esto, porque no solo se mata a los jóvenes con balas, también se los mata borrándolos de la vida social, económica y política, eliminando su rostro, su buen nombre, convirtiéndolos en peligro social y creando el estigma en la opinión pública.

Necropoder, necropolítica

Dos conceptos son capaces de dar cuenta de esta dolorosa realidad en el actual contexto. El primero el de necropolítica, según los planteado por Achille Mbembe, que se genera a partir de dos preguntas fundamentales: ¿quiénes merecen vivir? ¿quiénes deben morir? Sin duda, en Colombia los jóvenes se encuentran en la lista de quienes deben morir. Son prescindibles. Algunos más que otros: los pobres, los negros, los pueblos originarios, los que ya no tienen miedo de enfrentar el poder porque lo han perdido todo. En consecuencia, necropolitica es gobernar a los seres humanos en relación con la muerte. Ya no es el gobierno de la vida solamente, es el gobierno de la muerte de los seres humanos.

El doloroso presente de muchos jóvenes ocurre en el horizonte del necropoder, donde aquellos que han sido llamados “el futuro de la patria”, protagonistas del momento más feliz de la vida, son permanentemente vulnerados y precarizados. El poder absoluto permite dictaminar quién vive y quién muere, utilizar el horror y el miedo como modelo de gobierno.

En segundo lugar, me parece fundamental para entender el juvenicidio la noción de Estado penal construida por Loïc Wacquant. Para entender la necropolítica hay que comprender la teoría del Estado después del 11 de septiembre de 2001, en la sociedad de la lucha contra el terrorismo. Se trata de un Estado que reprime hasta la muerte a todos aquellos que considera como potencialmente terroristas, que reprime desórdenes generados por el desempleo masivo porque este genera desórdenes. Igualmente, reprime a quienes no tienen futuro ni lo van a tener, a los que no tienen oportunidades, a los que viven en la incertidumbre porque generan riesgos para los demás. Castiga con puño de hierro y cárceles de miseria a los pobres, a los parias. Decreta pena de muerte a los negros, a los indígenas, a las mujeres, a los jóvenes.

Recordemos, en el caso colombiano, la atrocidad llamada “falsos positivos” que alude a bajas en combates que no existieron, un eufemismo canalla. Fueron asesinatos intencionales, planificados y sistemáticos de civiles colombianos, población inerme (algunos con discapacidad), presentados por el Ejército como muertes en combate con el objeto de mostrar resultados exitosos y obtener recompensas económicas. Los cogieron en las calles de los barrios populares, engañándoles con ofertas de trabajo porque eran desempleados. Terminó siendo una política de exterminio de jóvenes pobres, sin trabajo. Juvenicidio es, en este caso, crueldad extrema cometida por un Estado penal. Son crímenes de Estado contra un supuesto enemigo.

La Nadie

Zaffaroni anota que el enemigo es la población civil, el enemigo son los jóvenes, el enemigo son los pobres, el enemigo son los negros de las favelas porque tienen el perfil de aquellos que son sacrificables y no pasa nada. En Colombia son jóvenes pobres que viven en zonas marginales: Siloé y Aguablanca en Cali, Ciudad Bolívar y las periferias de Bogotá, las comunas pobres en Medellín.

Aunque este acontecimiento tiene una larga historia, no es visible ni perceptible y no hay acción política en contra de esta realidad macabra que se ha enquistado en la vida social y política de América Latina, que se ha naturalizado en medio de la guerra y que ha existido en medio de la impunidad. Queda claro que el juvenicidio es sistemático, aceptado socialmente y que los jóvenes no les duelen a nuestras sociedades porque son vistos como un peligro social.

Las identidades de estos jóvenes están desacreditadas, se construyen a través de prejuicios, estereotipos, estigmas y racismo que producen criminalización, vulnerabilidad, indefensión, subalternidades radicales (como las llama Gramsci) o identidades canallas, vidas vulnerables y vidas que pueden ser suprimidas.

Las vidas precarias de los jóvenes colombianos no merecen ser protegidas. Se disparan indiscriminadamente granadas desde tanquetas contra quienes portan rostro juvenil, mientras helicópteros Blackhawk artillados los vigilan desde el aire.

La frase de Lucas Villa, premonitoria el día antes de ser acribillado en Pereira, es lapidaria: “ahorita en Colombia solo el hecho de ser joven y estar en la calle es arriesgar la vida”.

“Los Nadie” son los jóvenes del país más desigual de América Latina, siendo este el continente más desigual del mundo. La guerra es contra ellos, su resistencia es desde la “nada”.