Cuba, el bloqueo y la crisis Por Atilio A. Boron | Diario Página/12, Argentina

Cuba, el bloqueo y la crisis Por Atilio A. Boron | Diario Página/12, Argentina

Washington cree que ha llegado el momento de intensificar sus ataques a cuanto gobierno díscolo ante sus órdenes existe en la región.

En los últimos días hemos visto el sospechoso asesinato del presidente de Haití, con un modus operandi que lleva la impronta de la CIA. También el brutal ataque de paramilitares y narcos colombianos, equipados con armas de guerra, en la Cota 905 en los alrededores de Caracas y disparando a mansalva a pobladores sorprendidos por la insólita e inesperada agresión.

La ofensiva en contra de Nicaragua fue adquiriendo fuerza a medida que las encuestas de opinión anticipaban una rotunda victoria del sandinismo en las próximas elecciones presidenciales.

Y ahora Cuba, sometida desde hace sesenta años a una campaña de agresiones de todo tipo que, obvio, no podía dejar de tener profundos impactos sobre la vida económica cubana. Imaginemos lo que hubiera ocurrido en cualquier otro país que hubiese estado sometido a tan brutal acoso durante tanto tiempo.

Maldad insuperable

Se dice fácil pero, ¡no hay antecedentes en la historia universal de una nación que haya sido agredida sin pausa por otra a lo largo de sesenta años! Tengo para mí la convicción de que ni siquiera Estados Unidos habría resistido ese ataque durante tanto tiempo. Seguramente habría implosionado peor que la Unión Soviética, en una orgía de sangre impulsada por el gigantesco arsenal de armas de fuego en manos de la población civil. Para ni hablar de lo que hubiera ocurrido en Argentina, Brasil, México o Colombia de haber sufrido el acoso que viene padeciendo Cuba.

Lo que Washington ha estado haciendo se llama genocidio porque el bloqueo, condenado casi con absoluta unanimidad por la comunidad internacional, provoca enormes sufrimientos en la población. Esas políticas matan, enferman, provocan hambre y privaciones indecibles. Son, en pocas palabras, un crimen de lesa humanidad.

Estados Unidos fue preparando el terreno para el asalto actual en los últimos años, con un bombardeo sistemático, multimillonario, comprando endebles o ambiciosas voluntades, apelando a las redes sociales y sus fatídicos algoritmos, las “fake news” y el coro formado por su peonada de politiqueros de pacotilla y pérfidos agentes de propaganda disfrazados de “periodistas serios e independientes”, Con una maldad inconmensurable Washington intensificó las medidas del bloqueo cuando estalló la pandemia, gesto que es suficiente para desnudar el infamia moral del imperio, su verdadera naturaleza.

Algunas protestas actuales son comprensibles; otras, probablemente la mayoría, son producto de los dineros y la enorme campaña de desestabilización urdida por la Casa Blanca. Si bien tienen una magnitud muchísimo menor de lo que dice la corrupta prensa hegemónica, la dirigencia de la Revolución se hizo cargo de las mismas y explicó la génesis de esos padecimientos que movilizaron a las calles a pocos cientos de cubanas y cubanos. Que han habido errores de gestión macroeconómica; o que las recientes medidas de la unificación cambiaria fueron inoportunas, tal vez tardías; o que los precios relativos se descuadraron considerablemente es indudable.

El discurso legitimador de un genocidio

Pero sería absolutamente incorrecto tratar de explicar esos problemas y la reacción de algunos sectores sociales ante ellos sin tomar en cuenta los desquiciantes efectos de un bloqueo que se extiende por seis décadas. He visto y oído estos días a sesudos analistas hablar de los problemas de la economía cubana sin pronunciar ni una sola vez la palabra “bloqueo”. Su ansiedad por recibir la afectuosa palmadita del Tío Sam es tan grande que los lleva a soslayar por completo el papel fundamental que aquél desempeña en el (mal)funcionamiento de la economía cubana.

Restricciones para importar y exportar, para adquirir alimentos, medicamentos, insumos médicos, repuestos para el transporte o la energía eléctrica; o debiendo pagar fletes extravagantes por los bienes que entran o salen de la isla, con bancos y agentes comerciales renuentes a hacer negocios con Cuba por las sanciones que el brutal Goliat del Norte promete a quienes violen el bloqueo.

Si bajo esas condiciones la Revolución Cubana fue el único país de la región con capacidad de producir sus propias vacunas para combatir a la covid-19 (para vergüenza de Argentina, Brasil, Chile o México) y si durante todas estas décadas pudo garantizar acceso universal y gratuito a elevados estándares de atención médica, educación, seguridad social, deporte, la música y la cultura es porque la Revolución ha sido tremendamente exitosa. De lo contrario nada de esto se habría conseguido.

Por lo tanto, quienes se erigen en jueces de Cuba y no tienen en cuenta en sus explicaciones el papel decisivo, insoslayable, que en sus actuales infortunios ha jugado la obsesión estadounidense por apoderarse de esa isla no merecen más consideración que la que podría tener un comentarista que al hablar de la Segunda Guerra Mundial y sus estragos obviara mencionar la palabra “Hitler”. ¿Cómo calificaríamos a ese personaje? Como un inmoral, un charlatán a sueldo, en este caso del imperio que reproduce, con aires de “objetividad científica”, el discurso legitimador de un genocidio.

A lo largo de la historia Cuba -la patria de Martí y Fidel, de Camilo y el Che- ha dado sobradas muestras de patriotismo. Podrá su gente reclamar con fuerza por los problemas actuales, pero de ahí a ponerse de rodillas para ser sometido al yugo de los herederos de los marines que orinaron la estatua del Apóstol en el Parque Central; o de la oligarquía que sólo ambiciona retornar Cuba a su condición colonial; o de los blogueros e “influencers” dispuestos a arrojar su dignidad nacional a los perros por un puñado de dólares hay un enorme paso. Y el pueblo cubano jamás lo dará, aunque tenga que morir en el intento.

¿Cuál será el costo para EEUU de su política genocida contra Cuba?

Por Alberto Rabilotta (*) | Agencia ALAI, Ecuador

No es “cargar la mano” el definir como genocida la política de los sucesivos gobiernos de Estados Unidos hacia (y contra) Cuba durante seis décadas de embargos, ataques, sabotajes y sanciones de todo tipo para literalmente impedir su desarrollo económico, su comercio exterior y hambrear la población, para poder así derribar el gobierno revolucionario.

En realidad esta política genocida está en los “genes” de las sucesivas colonizaciones llevadas a cabo por los WASP (White Anglo-Saxon Protestants, o Anglosajones Blancos y Protestantes) tanto en Estados Unidos (EE.UU.) como en Canadá, donde las poblaciones amerindias fueron en muchos casos masacradas por enfermedades y desposeídas de sus territorios ancestrales y sometidas a un tutelaje de las autoridades, a lo que se añadió un etnocidio llevado a cabo por una des-culturalización programada, como muestran los cementerios no declarados de los “internados” de iglesias católicas y protestantes en Canadá, y los programas de esterilización forzada de las mujeres en EEUU mediante las políticas eugenistas aplicadas hasta bien entrado el siglo 20.

En el caso de Cuba, con la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca en enero del 2021 muchos observadores de la política estadounidense pensaron que la nueva Administración pondría fin a las extremas sanciones y medidas suplementarias impuestas por el ex mandatario Donald Trump, para retornar así a las políticas de la Administración de Barack Obama, de la cual fue Biden fue vicepresidente. Y como ya es usual desde hace 29 años, el pasado 23 de junio la mayoría de países miembros de la ONU (en este caso 184 países) votaron en la Asamblea General para condenar y exigir el fin del bloqueo estadounidense contra Cuba. Solo Israel, que lleva a cabo su propio genocidio contra los palestinos, acompañó a EEUU en el voto en contra.

Pero después de seis meses de espera, y pocos días después de la votación en la ONU, las acciones y declaraciones de Biden a partir de las manifestaciones de grupos anticastristas en Cuba bien financiados y organizados por Washington hay buenas razones para pensar, como declaró el ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, Bruno Rodriguez, que “EE.UU. identificó el impacto del coronavirus y la pandemia como una oportunidad para reforzar el bloqueo con motivaciones políticas” y aplicar lo que llamó “medidas de máxima presión para reforzar la agresión a nuestro país”. Según el Canciller cubano, se trató de “un intento deliberado, cruel, oportunista de aprovechar una pandemia para intentar estrangular” a la economía nacional, haciendo un “uso impúdico, obsceno de la mentira, la calumnia, la manipulación de datos” con el objetivo “de movilizar, convocar, incitar y manipular a las personas”.

Hay que notar que esta ofensiva contra Cuba tuvo lugar apenas cuatro días después del asesinato del presidente haitiano Jovenel Moïse, perpetrado por personas en algunos casos vinculadas a instituciones gubernamentales de EE.UU. y de las Fuerzas Armadas de Colombia, principal aliado de Washington en Sudamérica. Y también que entre las primeras reacciones de la Administración Biden frente al magnicidio figuró el posible envío a Haití de fuerzas militares y policiales, como EE.UU. ha hecho varias veces desde 1916 y siempre para mantener a esa nación caribeña bajo su control.

Y de paso, también vale recordar que el asesinato del presidente haitiano quedó en muy segundo plano de la política en Washington a partir de las manifestaciones del 11 de junio en Cuba.

¿Quién está más aislado en el continente?

Las acciones desestabilizadoras de la Administración Biden contra Cuba no pasaron desapercibidas en Nuestramérica y varios mandatarios –los de México, Venezuela y Argentina, y el presidente electo de Perú (pero aún no confirmado) Pedro Castillo– así como los políticos y gobernantes de Bolivia, criticaron a Washington y manifestaron su solidaridad y apoyo a Cuba. Lula da Silva, quien muy probablemente será el próximo presidente de Brasil, rechazó la política de Biden y brindó su apoyo a Cuba, e igual posición manifestaron dirigentes políticos de Chile y otros países del Continente.

Es evidente que en el contexto político de NuestrAmérica las fuerzas políticas asociadas a EEUU no serán dominantes a partir de los comicios en Brasil y Chile, y que la correlación de fuerzas favorecerá la posibilidad de retornar a las políticas de integración regional en Sudamérica, de revigorizar la integración con el Caribe, todo lo cual permitirá fortalecer (o crear) sólidos lazos económicos con Cuba. Lo mismo con Venezuela, donde las políticas de EEUU no han logrado el objetivo de destruir la revolución bolivariana.

El caso de Colombia, donde las protestas populares continúan a pesar de las represiones y asesinatos del gobierno del “dúo” Duque-Uribe, todo dependerá de la unión de fuerzas políticas progresistas para las próximas elecciones, y de la reacción en este proceso de las Fuerzas Armadas apoyadas por EEUU e Israel.

Por otra parte, el principal instrumento multilateral de la política estadounidense en la región, la Organización de Estados Americanos (OEA o “ministerio de colonias”), tendrá que ajustarse a los cambios políticos previsibles en Nuestramérica. La decadencia imperial también se refleja en su propio país.

Mientras tanto en EEUU la situación política seguirá probablemente marcada por la fragmentación y las luchas internas dentro del Partido Republicano creada por el rechazo de Trump a reconocer su derrota electoral, y por la incapacidad de las fuerzas progresistas dentro del Partido Demócrata en insistir en cambios dentro del aparato estatal para limitar o poner fin a las injerencias de Washington en los asuntos internos de los países soberanos, para poder así restaurar el multilateralismo a escala mundial.

Biden es un seguidor de Trump

Lo que es evidente para quienes observamos la política estadounidense desde hace muchas décadas es que los cambios de los funcionarios clave efectuados por Biden no alteraron la orientación de la política exterior de la Administración Trump, y que siguen en vigor las orientaciones de la Estrategia de Seguridad Nacional (ESN) dada a conocer a mediados de diciembre del 2017 y de la Estrategia de Defensa Nacional (EDN), publicada en enero de 2018, o sea las estrategias adoptadas en el comienzo de la Administración Trump.

Recordemos que esa EDN anticipa que EEUU usará de todos los medios para volver a ser la potencia suprema: “Una rivalidad estratégica de largo alcance requiere la integración sin fisuras de múltiples elementos de poder nacional –diplomáticos, informativos, económicos, de inteligencia, de policías y de militares. Más que ninguna otra nación, EEUU puede expandir el espacio competitivo, tomar la iniciativa para desafiar a nuestros rivales cuando poseemos las ventajas y a ellos les faltan fuerzas. Una fuerza más letal, robustas alianzas y asociaciones, la innovación tecnología estadounidense, y una cultura de desempeño generará decisivas y sustentadas ventajas militares para EEUU”.

Y aunque sobre Nuestramérica la EDN dice poco (en la parte publicada del documento, pero quizás mucho más en la parte secreta), de manera sibilina indica que se debe “mantener un balance de poder favorable” y “las ventajas” de que dispone en el Hemisferio Occidental, señalando que un “Hemisferio estable, pacífico, que reduce las amenazas de seguridad de EEUU le reporta a éste último “inmensos beneficios”, por lo cual Washington deberá utilizar todos los medios a su alcance para “profundizar las relaciones con los países de la región que contribuyen con capacidades militares a los compartidos desafíos de la seguridad regional y global”.

Por todo esto es evidente que si el actual inquilino de la Casa Blanca no actúa rápidamente y de manera decisiva para tomar el control del aparato estatal, en la práctica sus iniciativas, como el comienzo de un diálogo con Rusia y la expectativa de que levantaría las más de 200 sanciones contra Cuba adoptadas bajo la Administración Trump, entre otros asuntos críticos como son la negociación con Irán y la situación en Siria, pueden ser saboteadas por funcionarios que seguirán aplicando la política exterior de su antecesor.

Esta puede ser una misión difícil para Biden, dadas las profundas divisiones que caracterizan, y que en buena medida paralizan a la sociedad y al sistema político estadounidense.

(*) Alberto Rabilotta es periodista argentino-canadiense.