Cuba: el despertar de los pañuelos rojos Por José Manuel Lapeira Casas | La Jiribilla, Cuba

Cuba: el despertar de los pañuelos rojos Por José Manuel Lapeira Casas | La Jiribilla, Cuba

El preámbulo llegó mediante aquel mensaje de Whatsapp en el cual Mario me invitaba a “tirarme” 48 horas en el Parque Central. Mi primera reacción, mezcla de instinto de preservación y recelo –acompañada de una breve inspección al closet, que dejó más dudas que certezas sobre el tema del pañuelo rojo–, fue declinar la invitación. Total, tanto tiempo en un mismo sitio se me hace un poco largo, adjunté a modo de excusa a mi negativa. Iluso, analizando ahora lo acontecido, la lógica indica que cualquier lapso en próximos encuentros será insuficiente al lado de la descomunal obra que nos queda por delante.

“¿De cuál manicomio habrán sacado a estos locos?”, me interrogaba al observar las primeras imágenes que circulaban por las redes sociales. Del mismo que me sacaron, pude responder, al ser sorprendido por la mañana de sábado habanera a bordo de un P12 rumbo a lo que ya presuponía como una aventura quijotesca salpicada de molinos. ¡Oh, sublime locura! Así levantas de su ensueño de apatía al aventurero que llevamos dentro para entrarle con renovadas fuerzas cada día a la vida.

Al llegar al sitio, se distinguía el anacrónico paisaje de una acampada sobre el pavimento del parque enclavado en la ciudad, en contraste con los ojos enrojecidos de sus ocupantes. En la distancia, la silueta inconfundible de Mario se debatía en el trance de los noctámbulos sorprendidos in fraganti por los primeros rayos del sol con la mirada despierta y deseosa por descubrir maravilla. No obstante, me extrañaba verlo y no distinguir la carpa que ya le conocía de expediciones anteriores a Canasí. Me contó que, la noche anterior, su tienda fue víctima de un “acto de repudio” por parte de una muchacha visiblemente embriagada y cómo de esta manera expresó aquella su protesta “pacífica” con lo que allí pasaba. La lluvia, fiel compañera de esas noches también hizo de las suyas.

Aquel ambiente desprendía una energía febril. Los presentes de la tarde anterior cargaban con la mística que un recién llegado bien podía intuir, pero no desentrañar en toda su profundidad. Esa se iría revelando de a poco a la vez que se multiplicaran los rostros y las ideas. Los pastores del Centro Memorial Martin Luther King, los Sin Tierra de Brasil, los muchachos del Proyecto Nuestra América, activistas y trovadores de Cuba y del mundo, miembros de la comunidad LGBTIQ+, movimientos de reivindicación feminista y pueblo en general que se iba sumando, de a poco, confluían en esfuerzos dirigidos hacia un ideal antimperialista y emancipador tan diverso como diversos eran sus integrantes.

Las banderas no podían faltar y hasta el clima conspiró para que la enseña nacional alcanzara el tope de su asta con el vigor que la caracteriza. Al pie del monumento al Apóstol depositaron los niños la ofrenda de flores de papel confeccionadas manualmente por ellos mismos gracias a la demostración y consejo de Adriana, del proyecto Callejas. Luego del momento solemne, la música recuperó su dominio sobre la sentada.

La propaganda, siempre la propaganda, no era otra que la poesía presente en los papelitos que repartíamos a los transeúntes. Algunos los rechazaban o estrujaban luego de ver de que trataba, otros pudieron llevar a sus casas pedacitos selectos de Gramsci, de Silvio, de Galeano, de Piñera, de Martí y una variada amalgama de intelectuales que nos aportaron indirectamente su pensamiento y obra.

Al ver a las multitudes en su ir y venir, no costaba mucho imaginarlos en los zapatos de maestros a la espera de recibir en las aulas la sonrisa inocente de un niño, o científicos que se dejaron la vida durante meses en un laboratorio, para tributarle a este chispazo de tierra en el mar la vacuna que la blinda ante la calamidad y la acerca, de nuevo, a la esperanza y la vida. Recuerdo también a todos los que nos pidieron pañuelos rojos a modo de confirmación simbólica de militar junto a nosotros, de manera tal que, la pobre producción independiente de prendas rojas picoteadas con esmero, no pudo satisfacer la demanda y hubo que buscar alternativas en las tiendas dedicadas al turismo en la vecina calle Obispo.

Tal vez, entre ellos, también se movía de incógnito un voluntario movilizado a primera línea de combate contra la epidemia a cambio de nada o cientos de historias anónimas de resistencia, penurias propias o ajenas, sufrimientos inimaginables, esperanza, sueños. Todos ellos atravesados de una forma u otra por la búsqueda colectiva de la justicia y la elevación espiritual que canaliza por sus venas el pacto social de esa Revolución, enmarcada entre sus luces y sombras. Todo parte de ese entramado popular, ese que, si así lo hubiese querido, nos hubiese echado sin problemas del campamento que habíamos montado en sus propias entrañas.

Interactuar con el pueblo de esa manera significaba una reflexión implícita: ¿Qué será de este país si vivimos curados de espanto e indiferencia ante esa representación de los humildes que se nos acercaba a curiosear sobre quiénes éramos y por qué estábamos ahí? Si bien, muchos continuaron su camino o se quedaron solo en la superficie del asunto, la mayoría llegaron, e incluso olvidaron por un rato los problemas y la tensión de la rutina, para entregarse al baile, al disfrute y la recreación que les proponíamos sin siquiera inducirlos hacia una ideología u otra, más allá de aquellos sutiles papelitos y algún mensaje de reafirmación emanado de las mismas aspiraciones populares por las que abogábamos.

Y resulta que quien escribe, quien se negó a la invitación en un primer momento, partió maldiciendo para cumplir, a regañadientes, la promesa empeñada de volver a casa para evitar males mayores. El concierto de Buena Fe en la noche lo tentó y prolongó la partida tanto como pudo. Para entonces, un pañuelo rojo con la imagen estampada del Che cubría su pecho, una foto con Gerardo Hernández Nordelo ocupaba un lugar especial en la galería del teléfono y vestía una camiseta con la leyenda Cuba no es Miami. Con el estado de inseguridad generado, parecía una autentica misión suicida caminar solo desde el Parque Central hasta 10 de Octubre con esa facha. Sin embargo, contrario a lo que podían indicar las preocupaciones de abuela y los temores infundados, ni un insulto fue dirigido hacia mi persona mientras recorría las calles estrechas y pobladas de esa ciudad que, según los medios de la otra orilla, caería con la furia de una marejada incontenible sobre la Revolución y sus defensores.

Aquella noche apenas dormí. Mi cuerpo reposaba tumbado en un colchón en el piso de la sala, pero la mente vagaba por los rincones a los que me había propuesto regresar y en donde, estaba seguro, a esas horas los camaradas compartían canciones y poesía, escudados por la única ambición de recibir el alba. La lluvia no perdonó la siguiente mañana. Algún previsor llegó al sitio cobijado por el paraguas o la capa. Otros, como en el caso de este servidor, llegaron desafiando los insistentes chubascos y resguardándose, cada tantos metros de bautismo, debajo de los portales. Por suerte, siempre fue recibido el osado por pedazos de paños secos con los que retirar la humedad de los lentes nublados.

En resumen, a eso de las 9 y tantos (casi llegando a las diez) el pelotón se componía aproximadamente de una veintena de pollitos apiñados bajo la lona, a la espera de que acabará el aluvión. Para entonces quedaban pocos indicios de un recodo donde no hubiera penetrado el agua. Ni siquiera las tiendas fueron capaces de mantener la condición de refugios irreductibles bajo el aguacero. Pero bajo esa agua “las hormiguitas retozonas” siguieron trasladando los implementos para el nuevo escenario de operaciones, sin prestar atención a aquel que no habíamos mencionado durante toda la sentada y que ahora nos dedicaba “cariñosas” palabras desde un directo en Facebook.

Antes de la llegada de Tony Ávila para el concierto programado, y con un contingente más nutrido, fuimos ocupado asiento en el portal del Gran Teatro de La Habana que nos brindó su espacio ante las dificultades logísticas que representaba el parque. Como le confesé luego al cantautor, la estaba “tirando dura”. Sin previo aviso, se formó una multitud y vimos aparecer de ella al presidente de la República quien encontró asiento en un pedazo de ese suelo compartido con todas aquellas almas que segundos antes compartían teorías “conspiranoicas” acerca de su acompañamiento a la celebración. Yo, muchas filas detrás, casi no podía vislumbrarlo, pero lo sabía ahí, de cuerpo presente sentado entre nosotros con el recién estrenado pañuelo rojo. Luego de cerrar por lo alto con “Mi casa.cu”,Tony y el Presi –como me gusta llamarlo– se llevaron la merecida ovación de los presentes.

Teatro Adentro de Santa Clara nos regaló también su arte comprometido a través de la obra Peregrino, donde por cerca de 45 minutos, las interpretaciones personales de los actores pusieron a dialogar a tres seres de luz como fueron Jesús de Nazaret, José Martí y Ernesto Che Guevara. Más que una propuesta de teatro convencional, representa un ritual revolucionario fundamentado en las contradicciones y el sufrimiento de quienes persiguieron una causa y derramaron su sangre virtuosa en pos de fecundarla.

La coincidencia de estas figuras en un “aquí y ahora”, lejos de resultar una combinación carente de conflictos y símbolos contrapuestos, ilustran una imagen desacralizada y humana de paradigmas idealizados hasta los límites de lo irreal y, a partir de esos detalles, evidenció la existencia de puntos de contacto donde desembocan el torrente de todas las ansias que claman por el mejoramiento humano y la utilidad de la virtud.

Cerca de culminar la sentada, retornamos al campamento inicial para realizar el balance de todas las experiencias vividas durante esas 48 horas de resiliencia y aprendizajes. Ser un pañuelo rojo, a mi entender, significa pertenecer a un movimiento intelectual de vanguardia decidido a luchar contra el imperialismo y las hegemonías donde quiera que estas proliferen, siempre desde un enfoque de liberación y descolonización del pensamiento. Nuestra teoría revolucionaria se basa en la educación, la devolución de los mecanismos del poder popular a manos de quienes realmente pertenecen, pues son su razón de ser, y revindicar las causas de inclusión social y ampliación de derechos (siempre y cuando no empañen estos los intereses colectivos de desarrollo y bienestar del país) como herramientas indispensables para la profundización de una cultura socialista y democrática en la conciencia del pueblo. Por tanto, no comulgamos ni comulgaremos con el oportunismo, el sectarismo, la ineficiencia ni la desidia.

Al acercarse la hora cumbre de la velada, nos reunimos frente al monumento y en forma de círculo cantamos el “Bella ciao” con todas las dimensiones de lo que el himno antifascista supone. Los comentarios del solar virtual de Facebook hacia ese video en nuestra página experimentaron un odio impropio de ciertos “demócratas”, que en su rabia nos acusaban de repetir el guion sin ninguna convicción. Invito a esos mismos a entonar, con más pasión que afinación, sin ninguna referencia y haciendo uso únicamente de la memoria, en vez de solo quedarse en las tribunas de los opinadores. Ah, pero cuando aparece en un producto cultural legitimado y descontextualizado lo aclaman como los primeros; la cuestión radica en que no haya nada que intuya remotamente al comunismo rondando por ahí. En fin, la hipocresía.

En el camino de regreso, explosiones de adrenalina se apoderaban de mis impulsos. Al doblar por Prado sentí a mis espaldas un “párate ahí”. Por un momento pensé que mi hora había llegado y me resigné a ello, no obstante, mis interceptoras se acercaban con un celular en la mano y después de recortar la distancia preguntaban si les permitía tomarse una foto conmigo, ya que querían atesorar esa instantánea con un pañuelo rojo. Accedí avergonzado de presuponer lo malo antes de entender que entre el odio a esas alturas también debía haber quienes nos admiraban.

Y fue entonces cuando lo entendí con la claridad restante de la tarde agonizando en el horizonte. Si bien, en cierto sentido habíamos elegido el camino de los sudarios y las coronas de espinas, por esa vereda también habrá una nación dispuesta a perdurar en los contornos de esa estrella que ilumina y mata, ceñida a la frente. Sin proponérnoslo, había nacido para Cuba el símbolo de los pañuelos rojos.

Pañuelos rojos

Por Teresa Melo

Pongo rostro a algunos nombres, e incluso nombres a los que solo leía con su usuario. De varios de los grupos de Telegram a los que pertenezco o sigo. De audiochats y descargas virtuales. De discusiones encendidas y comuniones. Cada quien tan único como diverso. Con historias difíciles. O no. Con historias de mucha entrega durante la pandemia. Estudiantes o trabajadores, o ambos, muy jóvenes y no tanto.

Conversamos, me hice más cercana de algunos, leí sus sueños, sus dolores, sus dudas y sus certezas. Desde varias provincias. Nos dimos ánimo ante una pérdida y también reímos como si estuviéramos mirándonos a los ojos. Nos defendimos unos a otros de las mordidas del odio.

En esos grupos se rasgó el aislamiento, se destrozó la soledad de este tiempo pandémico que ha parecido inacabable. Pero acabó (casi) y ya fue posible ser y hacer de otro modo.

Y están ahí algunos de los que conozco sin conocer: con Martí y con sus flores y dibujos y guitarras y palabras formadas o en formación y dulces locuras y vigilias y sus Pañuelos Rojos, que es su nombre también. Muy diferentes. Mucho. Y muy iguales, porque en ese mucho diferente están unidos por un motivo que sobrepasa a todos: el amor más raigal por Cuba y su soberanía.

Hubiera querido llegar. Desde lejos me pongo mi pañuelo rojo, y estoy con ustedes. Estoy. Gracias por ser y creer. Y crecernos.