Dos errores estratégicos ante el Covid-19 Por Thierry Meyssan | Red Voltaire, Francia

Dos errores estratégicos ante el Covid-19 Por Thierry Meyssan | Red Voltaire, Francia

Ante la epidemia de Covid-19, los países occidentales se dejaron llevar por el pánico. ‎De manera irracional cometieron 2 errores estratégicos: uno, confinar a la población ‎sana –arriesgándose así a destruir sus economías– y dos, apostar sólo a la concepción de ‎vacunas con ARN mensajero, desechando la búsqueda de tratamientos para las personas ‎ya contagiadas. Ahora existe el riesgo de que aparezcan en las personas ‎vacunadas otros problemas provocados por el nuevo tipo de técnica utilizado en la ‎elaboración de tales vacunas. ‎

El Covid presentado como «una guerra»

El Covid-19 es una enfermedad viral capaz de matar, en el peor de los casos, un 0,001% de la población. La edad promedio de las personas fallecidas por Covid-19 en los países ‎desarrollados se sitúa alrededor de los 80 años. ‎

A modo de comparación, los países en guerra sufren de una mortalidad suplementaria ‎entre 5 y 8 veces superior a la normal, pero que afecta principalmente a la población masculina ‎de 18 a 30 años. A esto hay que agregar una emigración que puede elevarse al 50,00% de la ‎población. ‎

Eso significa que la epidemia de Covid-19 y la guerra son dos situaciones que no tienen ‎absolutamente nada en común, a pesar de la retórica apocalíptica tendiente a ponerlas en un ‎mismo plano.‎

Sin embargo, los mismos que se aventuraron en Francia a asumir tan dramática comparación ‎no adoptaron, en términos de movilización, ninguna de las medidas que se asocian a las ‎situaciones de guerra. Sólo se montó –cuando más– un hospital militar móvil para poder hacer ‎algunas fotos de uniformados haciendo algo. El único resultado real que se logró con eso fue ‎acrecentar el pánico entre la población, privándola así de su natural espíritu crítico.

Origen del error de comunicación

‎La comparación del Covid-19 con una guerra se basó en informaciones erróneas. Neil Ferguson, ‎un especialista británico en estadística cuyos modelos matemáticos ya habían servido antes para ‎justificar la política europea de reducción de la cantidad de hospitales, auguró más de ‎medio millón de fallecimientos por Covid-19 en Reino Unido y la misma cantidad en Francia.

Neil Ferguson ignoraba que un virus es un ser viviente que necesita vivir dentro de otro ser ‎viviente, o sea el virus no trata de matar al ser viviente sino de vivir en él como parásito. ‎Si la persona infectada muere, el virus muere con ella. Es por eso que todas las epidemias ‎causadas por virus comienzan con altas cifras de mortalidad, que disminuyen paulatinamente ‎a medida que el virus se adapta al hombre. Por consiguiente, es totalmente ridículo extrapolar ‎la letalidad de un virus basándose en los daños que causa durante las primeras semanas de la ‎epidemia.

Los dirigentes políticos no son portadores de todo el conocimiento humano. Pero deben tener ‎una cultura general que les permita determinar la calidad de los expertos de los que se rodean. ‎Neil Ferguson es de esos “expertos” que “demuestran” lo que se les pide demostrar, no es un ‎científico que trate de entender fenómenos nuevos. Su curriculum vitae muestra una larga ‎sucesión de predicciones erróneas que siempre corresponden a los deseos de los responsables ‎políticos… antes de resultar desmentidas por los hechos. ‎Neil Ferguson acabó siendo expulsado del Consejo COBRA británico (Cabinet Office Briefing ‎Rooms) pero uno de sus discípulos –Simon Cauchemez, del Instituto Pasteur– todavía es miembro ‎del Consejo Científico francés.

Confinamiento, primer error estratégico

Ante la epidemia de Covid-19, los países desarrollados reaccionaron decretando cierres de ‎fronteras, toques de queda, cierres de empresas e incluso confinamientos generalizados de la ‎población.

Es la primera vez que esto sucede en toda la Historia. Nunca antes se habían decretado ‎confinamientos generalizados –o sea, el confinamiento de la población sana– en la lucha contra ‎una epidemia. Esa medida política resulta muy costosa en los planos educacional, psicológico, ‎médico, social y económico. Su eficacia se limita a interrumpir la propagación de la enfermedad ‎en las familias sanas –sólo durante el confinamiento– pero favorece el contagio de todos ‎los miembros de las familias donde ya hay una persona contagiada. Cuando se levanta el ‎confinamiento la propagación del virus se reanuda de inmediato entre las familias sanas.

Dado el hecho que todos los países desarrollados restringieron las capacidades de sus hospitales ‎desde la disolución de la Unión Soviética, la mayoría de sus gobiernos adoptaron medidas de ‎confinamiento, pero no para luchar contra la enfermedad –lo cual no pueden hacer– sino para evitar que sus hospitales se viesen desbordados ante la afluencia de enfermos.‎

En otras palabras, en aras de mantener su sistema de gestión de los servicios públicos de salud, ‎los gobiernos ven el confinamiento como la única variante posible para responder al problema. ‎Pero las consecuencias de esos confinamientos son mucho más graves que una gestión más ‎costosa de los hospitales.

Lo más importante es que el envejecimiento de la población en los países desarrollados ya hace ‎prever la aparición de crisis de saturación de los hospitales cada 3 o 4 años, que es el ciclo ‎habitual de todo tipo de epidemias. En la práctica, recurrir al confinamiento condena a ‎los países que lo hacen a utilizar esa medida cada vez más frecuentemente, ya sea ante ‎epidemias de Covid-19, de gripe o de cualquier otra enfermedad mortal.

Un estudio comparativo publicado el 12 de enero de 2021 por la Universidad Stanford muestra ‎que, en comparación con los Estados que respetaron la libertad de sus ciudadanos, los países ‎que recurrieron a cierres de empresas, toques de queda y confinamientos generalizados ‎en definitiva no influyeron en la propagación de la enfermedad, sólo la retrasaron.

Contrariamente a lo que se ha divulgado, no se trata de optar entre la saturación de los ‎hospitales y el confinamiento sino entre la movilización –incluso la requisición– de las clínicas ‎privadas y el confinamiento. En todos los países desarrollados existen suficientes hospitales ‎privados y clínicas privadas como para absorber el aumento de la afluencia de enfermos ‎provocado por la epidemia.

‎Origen del primer error estratégico

‎La idea original del confinamiento viene de la CEPI (siglas en inglés de la Coalición para las ‎Innovaciones en Preparación para las Epidemias). Esa entidad fue creada en Davos, en ocasión ‎del Foro Económico Mundial de 2015 y se halla bajo la dirección del doctor estadounidense ‎Richard J. Hatchett, personaje cuya biografía usted no encontrará en Wikipedia o ni siquiera en la ‎página web de la CEPI porque el propio doctor Hatchett se encargó de hacerla retirar.

El doctor Richard J. Hatchett concibió el confinamiento de las personas sanas por cuenta de Donald ‎Rumsfeld, cuando este último era secretario de Defensa del presidente George Bush hijo. En 2005, este miembro del Consejo de Seguridad Nacional del presidente Bush hijo ‎tenía como tarea adaptar los procedimientos de las fuerzas armadas de Estados Unidos para ‎aplicarlos a la población civil en el marco de un plan de militarización de la sociedad ‎estadounidense. Los militares estadounidenses destacados en el extranjero tienen como ‎instrucción confinarse en sus bases en caso de ataque biológico, así que el doctor Richard J. Hachett ‎aconsejó confinar a toda la población civil en sus casas en caso de ataque biológico en suelo ‎estadounidense. Ese proyecto militar encontró un rechazo unánime de parte de los médicos ‎estadounidenses, encabezados por el profesor Donald Henderson, de la universidad ‎ Johns Hopkins. La comunidad médica estadounidense subrayó entonces que los médicos ‎nunca habían confinado poblaciones sanas.‎

El doctor Richard J. Hatchett fue el primero en comparar la epidemia de Covid-19 con una guerra, en ‎una entrevista transmitida en Channel 4, días antes de que lo hiciera el presidente francés ‎Emmanuel Macron. Por supuesto, la primera donación que Hatchett hizo a través de la CEPI fue ‎para el Imperial College de Londres. Esa venerable no se halla bajo la dirección de un súbdito ‎británico sino de una estadounidense, Alice Gast.

Además de figurar en el consejo de administración de la transnacional petrolera Chevron, Alice ‎Gast trabajaba en Estados Unidos con el doctor Hatchett para movilizar a los científicos contra el ‎terrorismo. En el marco de tal esfuerzo, Alice Gast apoyó la propaganda tendiente a hacer creer ‎que yo escribía cosas absurdas sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001. ‎Otro personaje conocido como una de las figuras más célebres del Imperial College de Londres ‎es precisamente Neil Ferguson, el ya mencionado autor de las proyecciones estadísticas alarmistas ‎sobre la propagación de la epidemia.

‎Lo único que las vacunas “ARN mensajero” tienen en común con las ‎vacunas clásicas es la denominación de “vacuna”. En estas nuevas vacunas ya no se trata de inocular ‎una pequeña cantidad de virus para provocar la aparición de anticuerpos sino de manipular el ‎material genético de las personas para que ya no sean receptivas al virus.

Segundo error estratégico

‎Ante esta nueva epidemia, los médicos se encontraron en la oscuridad total en cuanto al ‎tratamiento que debían dispensar a los enfermos. Los gobiernos occidentales optaron desde el ‎primer momento por la búsqueda de vacunas.

Debido a la envergadura de las sumas en juego, orientaron todos los presupuestos hacia la ‎concepción de vacunas genéticas y renunciaron a las investigaciones sobre la patología y los ‎tratamientos necesarios para las personas ya contagiadas.

Aunque el uso de la técnica de vacunación basada en el «ARN mensajero» –la que han escogido ‎Moderna/NIAID, Pfizer/BioNTech/FosunPharma y CureVac– no debería provocar efectos ‎secundarios clásicos, tampoco puede decirse que esté exenta de riesgos. Hasta ahora, esta ‎técnica era considerada con extrema prudencia ya que interviene en el patrimonio genético de los ‎pacientes. Debido a ello, dado que no existen estudios lo suficientemente profundos, ‎las compañías exigieron a sus clientes estatales ser eximidas de toda responsabilidad jurídica.

Sin embargo, médicos que recurren a sus conocimientos para determinar qué tratamiento ‎aplicar a los enfermos han sido perseguidos por instancias disciplinarias de la profesión y ‎los tratamientos que han aplicado han sido objeto de burlas –incluso prohibidos– en vez de ser ‎evaluados científicamente. Ese es el segundo error estratégico.

Los médicos occidentales –que salvo raras excepciones nunca habían tenido que afrontar las ‎exigencias de la medicina de guerra o situaciones de catástrofe– en ocasiones cedieron ‎al pánico. Al principio de la epidemia, algunos optaron por no hacer nada ante los primeros ‎síntomas, en espera de la aparición de lo que se suele llamar en el lenguaje médico la ‎‎«tormenta de citoquinas» o «tormenta de citocinas» [reacción inmunitaria potencialmente ‎mortal. Nota del Traductor] para poner el paciente en un estado de coma artificial. De manera ‎que los primeros enfermos morían mayormente a causa de tratamientos inadecuados, más que ‎como resultado de la enfermedad. Prueba de ello son los desastrosos resultados de ciertos ‎hospitales comparados con los resultados de otros hospitales de la misma región, aunque ‎mencionar esto no sea compatible con la regla interna de la profesión médica consistente en ‎abstenerse de criticar a los médicos incompetentes. ‎

Los faraónicos presupuestos asignados a la investigación en búsqueda de vacunas sólo ‎se justifican si no se descubren tratamientos para los enfermos y sin esas colosales sumas de ‎dinero las transnacionales farmacéuticas quedarían financieramente expuestas. Eso explica la ‎implacable censura que hemos podido ver contra todas las investigaciones sobre tratamientos ‎para las personas ya contagiadas con el virus.

Sin embargo, en Asia se está poniendo a prueba un “coctel” de medicamentos que licúan la ‎sangre y estimulan el sistema inmunitario y que además incluye antivirales y antiinflamatorios. ‎Ese coctel sirve para tratar a casi todo tipo de pacientes, si se administra en cuanto aparecen ‎los primeros síntomas. Igualmente, en Venezuela la autoridad médica y farmacológica del país ha ‎otorgado su aprobación a un medicamento –el Carvativir– que al parecer permite curar a ‎prácticamente cualquier paciente, incluso en estado grave.‎

Al no ser yo un conocedor de este tema, me abstendré de pronunciarme aquí sobre esos ‎tratamientos, pero es aterrador que los médicos occidentales no tengan información sobre ellos ‎ni posibilidades de evaluarlos.

En Francia, el Instituto Pasteur de la ciudad de Lille y la firma APTEEUS lograron –en septiembre ‎de 2020– determinar que un medicamento ya caído en desuso impide la replicación del virus ‎‎ [6]. Pero evitaron cuidadosamente darlo a conocer para ‎no exponerse a la hostilidad de la industria de concepción y fabricación de vacunas. En este ‎momento, el Instituto Pasteur de Lille y la firma APTEEUS han terminado sus experimentos con ‎ese medicamento, originalmente un supositorio para niños, cuya fabricación se ha reiniciado ‎en Francia y podría darse a conocer próximamente.

Pero la censura que se impone a la aparición de medicamentos no occidentales es totalmente ‎inadmisible, no sólo porque se aplica en detrimento de la salud humana sino también porque es ‎resultado de la acción de poderes no electos por los pueblos: Google, Facebook, Twitter, etc. ‎La cuestión aquí no es saber si estos tratamientos son eficaces o no sino que es necesario ‎liberar la investigación para estudiar las moléculas y decidir entonces si deben ser rechazadas o ‎aprobadas o si es necesario mejorarlas.‎

El origen del segundo error estratégico‎

Al mismo tiempo observamos que existe una contradicción estratégica entre empeñarse por un ‎lado en frenar el contagio imponiendo medidas de confinamiento a las personas sanas y por ‎el otro acelerar la difusión del virus mediante la aplicación generalizada de vacunas con carga ‎viral viva o inactiva. Sin embargo, esta observación no es válida en el caso de las vacunas que ‎recurren al ARN mensajero, llamadas a hacerse predominantes en el mundo occidental.

El segundo error estratégico tiene su origen en lo que podríamos llamar el “pensamiento grupal”. ‎Los responsables políticos parten del principio de que sólo el progreso técnico puede resolver los ‎problemas que hoy parecen insolubles. Imaginan así que si se logra crear vacunas recurriendo a ‎una nueva tecnología que ya no se basa en los virus sino en el «ARN mensajero», eso ‎significará automáticamente el triunfo sobre la epidemia. Pero a nadie se le ocurre que ‎si logramos curar el Covid-19 ya no sería necesario invertir colosales sumas de dinero.

La ideología utilizada frente a la epidemia de Covid-19 es la ideología del Foro Económico Mundial ‎de Davos y la CEPI. Es por consiguiente “normal” que los gobiernos se mantengan silenciosos ‎cuando las transnacionales censuran los trabajos de médicos asiáticos o venezolanos, con lo cual ‎bloquean la libertad de la investigación científica.