Ecuador: nostalgia de futuro Por Gustavo Ayala | Viento Sur

Ecuador: nostalgia de futuro Por Gustavo Ayala | Viento Sur

Queda la sensación que en Ecuador las élites políticas no lograron sintonizar con la ciudadanía ni levantar propuestas de futuro.

El evocar la nostalgia puede ser un instrumento para sortear la incertidumbre, nos decía David Dorenbaum, en relación con las respuestas psicológicas ante la pandemia. Bien podría ser el marco para entender el proceder de las élites políticas ecuatorianas en las elecciones presidenciales del 2021. Ante la más grave crisis contemporánea del Ecuador la oferta electoral sólo prometió pasado. Los cuatro candidatos más votados el 7 de febrero de 2021 representaron, de alguna manera, diversas proposiciones de retorno a un momento previo, muy en línea con la estética vintage.

Nadie habla del oscuro presente

La década de 1990 estuvo representada por las dos opciones más representativas de aquella época: un movimiento indígena que traía a la memoria las grandes movilizaciones populares de resistencia y sus expresiones electorales difusas, esta vez con su candidato presidencial Yaku Pérez. La otra opción de la época es Guillermo Lasso, quien retoma la eterna apuesta neoliberal, con el apoyo de muchos dirigentes de la hoy extinta democracia cristiana. De la misma forma, el correísmo, con su candidato Andrés Arauz, se presentó como una reedición que buscaba rememorar el período de la denominada Revolución Ciudadana (2007–2017). La Izquierda Democrática, declarada socialdemócrata pero de línea liberal, con su candidato Xavier Hervas fue una versión light de un gobierno de fines de la década de 1980, ya entonces anodino.

Ninguno de los 16 candidatos presidenciales habló del duro presente que atraviesa la mayor parte del país, de los enormes problemas cotidianos de supervivencia de amplios sectores populares empobrecidos y de su percepción –novel, desde hace mucho tiempo– que el futuro de sus hijos puede ser peor al que ellos han vivido, más ahora que la migración se dificulta como válvula de escape.

No se discutió tampoco de la situación de las capas medias que, con menores ingresos y más conscientes de su extrema vulnerabilidad, tienen que hacer frente a giros laborales inesperados para sostener niveles de vida. No se plantearon estrategias integrales o ideas innovadoras para los problemas estructurales agravados por nuevas desigualdades o retos que el capitalismo contemporáneo y la Covid-19 han puesto en la agenda política de cualquier Estado.

Más allá de elementos puntuales tampoco se reflexionó sobre las consecuencias del cambio climático, a pesar de ser parte de las causas de la pandemia que vivimos.

Una sociedad en extremo segmentada, desilusionada, temerosa y estresada fue invitada a votar por unos candidatos que no hablaban de ella, no ofrecían horizontes movilizadores, estaban enfrascados en propuestas de escasa calidad y disputas muy distantes de la cotidianeidad ciudadana.

También es cierto que estamos sin empuje social, lo que deja a la sociedad política un tanto sola, hablando entre sí y de sí. Pero queda la sensación que las élites políticas no lograron sintonizar con la ciudadanía ni levantar propuestas de futuro. Y sin embargo los ecuatorianos fueron a votar masivamente con el deseo de cerrar un ciclo de indolencia asfixiante.

El gobierno de Moreno

Lenin Moreno fue vicepresidente de Rafael Correa en dos períodos (2007–2009; 2009–2013) y fue la carta de Alianza País para sucederlo en las elecciones presidenciales del 2017. Ganó en una segunda vuelta polarizada con un margen ajustado (51,16 % versus 48,84 %), bajo agudos reclamos de fraude de Guillermo Lasso, del partido CREO, que sin embargo nunca tuvo interés en probar.

Moreno prometía ser una versión ligera y sin tanto conflicto del correísmo, era la continuidad del proyecto de Alianza País con cierto cambio en el estilo y adaptación al nuevo contexto. Sin embargo, antes de su posesión en el cargo se evidenció su distanciamiento con Correa, un continuo interés por acentuar diferencias hasta terminar en un agudo enfrentamiento. Lo que empezó, en apariencia, como un conflicto personal tomó cuerpo político y terminó dividiendo al partido y al bloque legislativo.

El correísmo logró mantener cierta cohesión y preservar un bloque legislativo propio, cierta estructura nacional y un voto duro fiel (de alrededor del 25%). Se posicionó muy temprano como el opositor más radical a Moreno.

Empero, el dispositivo para caracterizar al gobierno de Moreno se basó en la descalificación ética de traidor. Y claro que existió traición de Moreno, más que a Correa al programa electoral sobre el que fue electo. Pero con esta caracterización se evitó un examen más político, de autocrítica y de alcance más largo, sobre los fallos de los gobiernos de la Revolución Ciudadana, el nuevo escenario y el clima social. Con la traición se obvió la discusión sobre las carencias de la construcción partidaria (como instrumento de deliberación, decisión colectiva y organización) o del propio proyecto político. Ni siquiera la personalización del problema fue abordada en relación con la selección de autoridades, los varios actos de corrupción o la falta de controles democráticos necesarios.

En su primer año de gobierno, Moreno presentó cierta continuidad en las políticas públicas y su gabinete estuvo integrado, en su mayoría, por personas del ámbito progresista de Alianza País. Sin embargo, Moreno inició pronto una estrategia por alterar la gramática discursiva del correísmo, tomando de la oposición el sermón sobre la corrupción, al retrasar algunas definiciones (especialmente en política exterior y economía), evidenciar un acercamiento con actores políticos anticorreístas (medios de comunicación, cámaras empresariales, partidos políticos tradicionales, Estados Unidos) y desestructurar el andamiaje institucional donde el correísmo tenía peso.

Alianza con lo peor de la sociedad

Finalmente, el ritmo se aceleraría en el 2018 y se intensifica un viraje conservador, ya sin retorno y cada vez más intenso. Realiza una consulta popular en febrero del 2018 (que ganó con el 67,65% contra el 32%) con el objetivo central de nombrar un nuevo Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS), que es el órgano nominador de autoridades, para profundizar el desplazamiento de mandos estatales correístas por otros más cercanos a Moreno.

Este viraje sería reforzado con el nombramiento como Ministro de Finanzas de un representante de la Cámara de Industrias y Producción; desde entonces, poco a poco, cambia el perfil del gabinete haciéndose cada vez más conservador. De la misma forma, el respaldo legislativo provenía de los partidos de derecha (PSC, CREO) y de otros (ID, Pachakutik) que, aunque nominativamente progresistas, dieron sus votos a los proyectos del gobierno bajo la tesis de la descorreización del país.

El bloque hegemónico no alcanzó una respuesta política común al correísmo, en continuidad con la histórica división interna, solo le articulaba su oposición a la Revolución Ciudadana. Durante el gobierno de Moreno este bloque logró unidad política, ser el motor y soporte entusiasta de las orientaciones de las políticas públicas, que se alinearon nuevamente con el neoliberalismo y la geopolítica del presidente Trump de Estados Unidos.

Pero más allá de reorientar las políticas públicas, el objetivo central de la estrategia del bloque de poder fue provocar una derrota estratégica. Para ello impulsaron un debilitamiento del Estado, ya no solo para alcanzar el siempre incompleto ajuste fiscal que la escuela neoclásica postula, sino, sobre todo, para evitar que el Estado pueda volver a servir como instrumento de acumulación política e impulso de reformas. Aunque los analistas y actores políticos de derecha siempre señalaron que en Ecuador teníamos un Estado obeso nunca presentaron estudios sobre cuánto debía disminuir y cuál era el objetivo. En todo caso, durante el gobierno de Moreno, según algunos estudios, en gasto público se ha recortado más del 5% del PIB.

En medio de ese retorno al camino neoliberal, Moreno se constituyó en la herramienta perfecta del bloque de poder. Logró dividir a la mayoría social progresista, implosionar Alianza País como instrumento electoral, cambiar las coordenadas del debate político, destruir al Estado como ente de regulación y, gracias a su función como caballo de Troya, posibilitó la ocupación del poder político por sectores anteriormente expulsados con las urnas.

De tal suerte, el bloque de poder se convirtió en el ventrílocuo que manejaba los hilos del gobierno. No obstante, aunque este proyecto logró generar confusión, pasividad ciudadana y un realineamiento político, nunca el momento de persuasión superó al de coerción. Es decir, el discurso del poder no pudo procesar o disolver las demandas populares, configurando, de alguna manera, lo que han denominado dominación sin hegemonía.

La movilización de 2019

Cuando Ecuador transitaba nuevamente el conocido camino neoliberal se desarrolló una movilización de impugnación al gobierno. La liberalización de los precios de los combustibles en octubre del 2019 desató, primero, un paro de transportistas, después, un levantamiento indígena y, finalmente, una revuelta popular. La irrupción fue espontánea, con un gran apoyo ciudadano, presentó formas pre políticas de resistencia, con precaria organización y exiguo proyecto ideológico. Fue la movilización más masiva e intensa de las últimas décadas y una novedosa experiencia compartida de clase; a pesar de ello, tuvo una escasa eficacia política inmediata. El gobierno solo retrasó su plan de ajuste que luego retomó profundizándolo.

El movimiento indígena se constituyó en el eje de la revuelta gracias a su tejido organizativo. Esto obligó a su partido (Pachakutik) a romper con el gobierno, con quien mantenía una alianza para el reparto institucional y atacar al correísmo. La revuelta popular tuvo un núcleo indígena que planteó varias demandas.

Si bien arrancó como una reacción ante el ajuste, realmente se debe leer como una reacción con una historia más compleja. Fue producto tanto del abandono acumulado del sector rural (durante el correísmo, la atención agraria siempre fue el gran vacío gubernamental, que fue suplido parcialmente con inversión social y fortalecimiento del mercado interno), cuanto una reacción a la coyuntura de cierre de la movilidad social y el recorte drástico de la inversión pública del gobierno de Moreno. Esta movilización fue brutalmente reprimida por la entonces ministra de gobierno, autonombrada como feminista de izquierdas pro-derechos, provocando, según el Defensor del Pueblo, en su informe del 14/10/2019, 8 fallecidos, 1340 personas que recibieron atención médica y 1192 detenidos a escala nacional.

Y llegó el Covid-19

Pocos meses después llegó la pandemia del coronavirus. Esto permitió al gobierno arremeter con una contraofensiva para neutralizar a octubre del 2019. El gobierno en plena pandemia radicalizó su programa neoliberal. Aprovechando la coyuntura disminuyó aún más la inversión pública –incluyendo al sector de la salud– con la eliminación de instituciones, despido masivo de funcionarios públicos y rebaja de los sueldos de la burocracia, flexibilizó la normativa laboral para minar los derechos más elementales (despido, indemnización, jornadas de trabajo, salario mínimo, posibilidad de juicios laborales), y abrió la ventana para otras reformas (privatizaciones, independencia del Banco Central, entre otros).

Esto lo realizó en el marco de un estado de excepción permanente en la situación más leal a la descrita por Agamben, la ministra de gobierno argumentó que “la realidad superó la legalidad”, desde entonces se utilizó al estado de emergencia para suspender los derechos y las libertades, fortalecer el viejo paradigma de la seguridad nacional y gobernar por decreto, sin controles democráticos, donde el contrapeso de los otros poderes fuera mínimo.

Junto a esto se desarrolló un marco discursivo diseñado no para convencer, sino para desorientar, generar desconfianza e imponer la lógica individualista del sálvese quien pueda. Vale recordar que el fascismo no fue producto tanto de la convicción de la población en sus ideales, sino más bien de la indiferencia ante ellos. El capitalismo en crisis recurre nuevamente a formas autoritarias que recuerda a las advertencias de Poulantzas (1976) cuando analizó los orígenes del fascismo con la presencia de fenómenos como las derrotas de los movimientos populares, una crisis de hegemonía, crisis de la representación política y una base social de respaldo para regímenes autoritarios.

Con Moreno se observó cómo los autodenominados demócratas y defensores de la institucionalidad lo fueron solo en la oposición. En el gobierno presentaron una gestión plagada de permanente irrespeto a la Constitución, nombraron autoridades sin cumplir la normativa, obtuvieron apoyos legislativos repartiendo parcelas de poder, persiguieron a los correístas, reprimieron las movilizaciones, silenciaron disidencias en los medios de comunicación y no tuvieron reparos en sacrificar la soberanía para obtener pequeños réditos personales. Esto apuntaló a los correístas como la verdadera antítesis del gobierno y canalizó hacia ellos el malestar. Al final, los correístas se beneficiaron de la frase endilgada a Perón: “no es que nosotros seamos buenos, sino que los demás son peores”.

A más de esto, la débil legitimidad del gobierno minó su capacidad de coordinación política y el recorte de gasto público debilitó la gobernanza institucional y las capacidades estatales. La inoperancia e indolencia del gobierno se evidenció en una pésima gestión de la pandemia. Las terribles imágenes de Guayaquil, de abril del 2020, circularon por el mundo mostrando cadáveres en las calles, hospitales saturados, funerarias colapsadas, falta de medicinas, sueldos sin pagar de funcionarios públicos.

Ecuador carece de cifras creíbles. Ahora tiene más de 40 mil muertos sobre el promedio anual, sus números sobre contagios están subestimados ya que apenas se realizan pruebas PCR y nunca se construyó un sistema de monitoreo para rastreo y confinamiento. Estos días no hay compras de vacunas y las pocas obtenidas (8 mil para 17 millones de ecuatorianos) fueron repartidas a sus familiares, amigos y acólitos con escándalos permanentes sobre el mal manejo efectuado alrededor del privilegio sin atención a los derechos y el beneficio común.

Si antes de la pandemia Ecuador vivía ya una crisis de representación, ahora esta toma cuerpo como una crisis de estatalidad. Pero la crisis es multidimensional. A las dimensiones sanitaria y política, ya descritas, se añade una profunda crisis económica, con una caída del PIB en el 2020 de más de 10 puntos, y una crisis social, con un retroceso de todos los indicadores en cerca de 20 años. Por ejemplo, según un estudio del Instituto de Investigaciones Económicas de la Universidad Central, la desigualdad ha aumentado cerca de 6 puntos y la pobreza en 8 solo en el 2020.

Elecciones presidenciales

“Los pobres no deben votar”, dijo en diciembre de 2020 el fundador de la universidad más cara de Ecuador con gran predominio entre sus docentes de la escuela económica austriaca. Esta solo fue una de las perlas recurrentes de las élites que se creen dueñas de un país que desprecian. Pero es un claro ejemplo del ambiente donde las derechas buscan romper los consensos de lo políticamente correcto e imponer su marco discursivo.

La destrucción del Estado como política gubernamental y la crisis multidimensional producto de la pandemia generaron una sociedad atomizada y desarticulada. Esto produjo que ninguna línea de conflicto (o cleavage) sea la que ordene la competencia electoral, al no lograr articular a los otros conflictos ni involucrar a toda la población. El que más lo hace es el referido al nacionalismo popular–estatal versus globalización neoliberal, producto de la época de los gobiernos de la Revolución Ciudadana.

Con una oferta electoral en extremo fragmentado, tres fueron los principales proyectos políticos en disputa.

Arauz representó al correísmo. Un progresismo que combina elementos keynesianos en lo económico y una visión conservadora en valores, sobre todo por el peso de Correa. Sin estructura partidista, consecuencia tanto de la apuesta del líder (Rafael Correa) cuanto por la persecución del morenato, cuenta con un voto duro identitario reforzado al canalizar el malestar hacia el gobierno. Aunque cada vez más obtiene un voto popular urbano su dirigencia exhibe una sobrerrepresentación de las capas medias.

En frente está CREO, se constituyó como representante de la nueva derecha, mezcla una visión liberal en lo económico –con thinktanks de las redes económicas neoclásicas– con una visión en extremo conservadora, con influencia del Opus Dei. Ha logrado tener una expansión territorial debido a su polarización con el correísmo.

Por último, está Pachakutik. Es el instrumento electoral de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) y nació como una plataforma antineoliberal y de reivindicación indígena. Tras más de dos décadas de existencia ha preservado cierto tejido organizativo –único en el país– pero su perfil ha cambiado. El movimiento indígena es más diverso y heterogéneo, con mayor presencia urbana y con nuevas generaciones de líderes, mejor formados y muchos provenientes de una pequeña burguesía indígena que se ha consolidado las últimas décadas. Presenta ahora mayor distancia con los actores que lo impulsaron desde su fundación (partidos de izquierda y la casi desaparecida Teología de la Liberación) y se observa una mayor diversidad política en su dirección, incluso con líderes claramente de derecha.

Pachakutik, en elecciones presidenciales anteriores, participó con cierto éxito, quedando también tercero en 1996 con el 20,6% de los votos de su candidato, externo a la organización, Freddy Ehlers. En el 2002 ganó la presidencia en alianza con Lucio Gutiérrez, pero en 2003 éste tomaría otro rumbo político y expulsó a Pachakutik del gobierno. Posteriormente, nunca formó parte de la alianza electoral del correísmo y tuvo una relación complicada con sus gobiernos, con fuertes críticas, a veces por la izquierda (desafío plurinacional, preocupaciones ecológicas en sus localidades, lógica comunitaria), y a veces por la derecha (indigenismo corporativo, línea económica, presencia del Estado, alianzas políticas). En estas elecciones presentó un candidato de su corriente moderada, que representó –aún a pesar suyo– un aire de rebeldía, con un discurso difuso y sin mayores definiciones, pero con preocupaciones sobre la naturaleza y reivindicaciones de lo popular.

La lectura de los resultados

Los resultados oficiales arrojaron al candidato del correísmo, Arauz, ganador de la primera vuelta con un 32,72%; segundo lugar para el conservador Lasso, del partido CREO, con el 19,74%; tercero Yaku Pérez por Pachakutik con el 19,39%1/; cuarto, por la Izquierda Democrática (ID), Hervas, con el 15,68%. Pero más allá de los datos cuantitativos identificamos cuatro fenómenos subterráneos que caracterizarían estas elecciones.

La inestabilidad del sistema político y el confinamiento de la pandemia reforzó el uso de herramientas comunicacionales de los candidatos, lo que otorgó ventajas a los aparatos electorales instalados en territorio y con voto duro más consistente (correísmo y CREO), restringiendo la posibilidad de la emergencia de un outsider. Empero, un gran porcentaje del electorado exploró nuevas opciones y se dirigió a dos (Pérez y Hervas) que simbolizaron lo novedoso, con cierto perfil social y con aires difusos de anti-establishment.

A pesar de que el bloque del poder se unificó en esta coyuntura para sostener al gobierno de Moreno, no logró avanzar en construir organización política ni en posicionar un candidato competitivo. Lasso se convirtió en el mejor posicionado y quien finalmente sería su representante.

No obstante, a pesar de la unidad de clase, del apoyo del gobierno, de los grandes medios de comunicación y su alianza con el Partido Social Cristiano (PSC), la derecha en conjunto disminuyó su respaldo electoral. En el 2017 Lasso obtuvo en la primera vuelta un 28%, y el PSC que fue aparte consiguió un 16%; en el 2021 fueron juntos y cayeron 10 puntos tomando la votación solo de Lasso o 24 puntos si se toma su votación conjunta. Su vinculación con el desgastado gobierno de Moreno y su oferta neoliberal en momentos de urgencia social, pueden ser dos de los factores que lo expliquen. Sea cual sea el resultado, vienen disputas por nuevos liderazgos dentro de esta corriente.

Las izquierdas en Ecuador, como en el resto de Sudamérica, fueron parte de las coaliciones progresistas. Una gran parte de ellas (socialistas, comunistas, diversos colectivos) se mantuvieron dentro del correísmo con diferentes formatos, pero como una minoría, otras (maoísmo y Pachakutik) posteriormente se enfrentaron al correísmo y establecieron diferentes alianzas electorales sin mayor éxito.

Se puede decir que desde 2017 no existió una candidatura claramente de izquierdas, y que la participación de estas se desarrolló dentro de coaliciones más amplias. En el 2021 es claro que la presencia pública de las izquierdas sufrió un revés importante. No solo que se volvieron más débiles sino que sus candidatos insignias presentaron un perfil más difuso. Las candidaturas del correísmo o de Pachakutik, así como sus endebles estructuras, –ni se diga de la ID– son propuestas moderadas en un escenario que, de por sí, les ubica a la defensiva, con necesidad de ampliar su apoyo y sin acumulado político para apuntalar reformas profundas.

Las novedades

Durante el correísmo se logró una alta articulación nacional desactivando el clivaje regional presente en la historia ecuatoriana. En estas elecciones vuelve el clivaje regional pero con otro formato, resurge una periferia que agrupa a las provincias de la sierra centro y del oriente (ya había aparecido este eje en las elecciones de 2002, 2006, 2009 aunque había disminuido paulatinamente) y ahora se amplía hacia el sur (sierra sur). Es periferia en sentido territorial, alejada del centro (Quito y Guayaquil) y porque reúne a dos de las tres zonas con mayor pobreza e insatisfacción de necesidades básicas. Antes esta periferia tenía expresión política con el partido de Gutiérrez, hoy con Pachakutik.

La pandemia en Ecuador va a significar por sí misma un punto de inflexión que todavía no termina de mostrarse. La crisis multidimensional estrecha el margen de acción para el próximo gobierno y lo obligará a centrarse en la coyuntura de urgencia social, reanimación de la economía y la reconstrucción de la institucionalidad. Pero paradójicamente también puede constituirse en un punto de inflexión que instaure el próximo horizonte de la época. Ese es el verdadero juego de estas elecciones.

Ante el escenario mundial de incertidumbre, Ecuador va a decidir si el próximo horizonte tiene como principios de ordenamiento societal la protección común y la acción colectiva o el mercado y la salida individual. No son diferencias de modelos civilizatorios sino contrastes dentro del mismo capitalismo, por lo menos por el momento. Pero la apuesta por uno u otro irá definiendo por qué modelo de desarrollo se apuesta, qué Estado se (re)construye, cómo se reorganiza el pacto social y cómo se redefine nuestra relación con la naturaleza. Es, de alguna manera, un momento polaniano abierto: corremos el riesgo que el mito del libre mercado acabe por romper a las sociedades.

¿Y la segunda vuelta?

La segunda vuelta será un enfrentamiento más agudo entre dos proyectos sociales. Será un conflicto intenso y muy probablemente poco limpio. Lasso jugará al todo por el todo haciendo uso de su gran poder de clase; queda por ver si continuará con su campaña de miedo y discurso de un hombre hecho a sí mismo o si esta vez tendrá novedosas apuestas comunicacionales que busquen refrescarlo y añadir algo más que ser el mejor representante del anticorreísmo.

Pero el momento antiestablishment y de fuertes demandas de protección social se presenta como un contexto cuesta arriba para un banquero neoliberal del Opus Dei. Además, de llegar al gobierno no tendrá mayoría legislativa ni social favorable, tendrá que ceder mucho en su programa económico, hacer frente a movilizaciones sociales intensas e incluso al riesgo de una mayor crisis de estatalidad.

Arauz parte con ventajas para ganar la segunda vuelta. Sacó una diferencia electoral importante y tiene tras de sí a un líder con importante popularidad y con gobiernos asociados a la bonanza económica y las mejoras sociales. Sin embargo, esto en una segunda vuelta no le basta. Tendrá que mostrar un perfil más autónomo, más novedoso y mejorar sus capacidades comunicacionales, que le permitan significar solidaridad y alejarlo de su imagen de estudiante aplicado y burócrata–técnico.

El correísmo ha tenido problemas para oír a la sociedad diversa en sus problemas cotidianos, alcanzar acuerdos y jerarquizar conflictos. Un gobierno futuro no podrá ser una simple reedición a los encabezados por Correa anteriormente y, dada la fragmentación existente, corre el riesgo de aislarse de la sociedad con aventuras políticas ajenas a la atención de la urgencia social.

Finalmente, luego de esta segunda vuelta vendrán los mayores retos. Dentro de una perspectiva de izquierdas reaparece el desafío de construir tejido organizativo que genere lazos en el mundo popular y levante una alternativa civilizatoria. Pasó ya la moda progresista que creía que la dinámica electoral y la exposición mediática podían ser el único polo de acumulación política para el asalto rápido al gobierno.

Sabemos ya que incluso eso no es sostenible sin organización. Pues como lo decía el viejo Marx: “Las reformas sociales jamás se llevan a cabo gracias a las debilidades del fuerte; siempre es merced a la fortaleza del débil”.