La nueva década perdida de Brasil Por Edemilson Paraná | Fundación Laura Campos y Marielle Franco, Brasil

La nueva década perdida de Brasil Por Edemilson Paraná | Fundación Laura Campos y Marielle Franco, Brasil

El PIB brasileño se redujo 6,4% en comparación con 2014. La década pasada fue perdida y la tan esperada recuperación económica es un sueño cada vez más distante en medio de una pandemia descontrolada que camina en paralelo al ascenso de la derecha, alimentada por el neoliberalismo autoritario y sus dogmas.

Se sabe que el capitalismo en Brasil atraviesa una profunda —y prolongada— crisis. Sus efectos son terribles. Más allá de los shocks y los factores coyunturales específicos, los últimos diez años se dejan definir inequívocamente como otra «década perdida». Es más: los datos indican que es la peor década en 120 años. Existieron, durante este período, dos fuertes recesiones históricas. Una se extendió de 2014 a 2016 y otra comenzó en 2020, sin que exista todavía una perspectiva clara de recuperación en el corto plazo. La situación se agravó a causa de la pandemia, que hoy está fuera de control.

Desde 2011 hasta 2020, el Producto Interno Bruto (PIB) creció en promedio a un ritmo de 0,27% anual. A modo de comparación, debe considerarse que durante la «célebre» década perdida —de 1981 a 1990— el crecimiento anual fue, en promedio, de 1,57%, es decir, casi 6 veces mayor. En el mismo sentido, durante aquella década perdida, el PIB per cápita cayó 0,4%, mientras que en la «nuestra» —de 2011 a 2020— la reducción fue de 0,56%. En la actualidad, el PIB brasileño (según datos de 2020) es 6,4% menor de lo que era en 2014, mientras que el PIB per cápita es 10,8% menor. En síntesis, somos más pobres.

Brasil se especializa, cada vez más, como productor de commodities, es decir, productos primarios con poco valor agregado y baja intensidad en cuanto a tecnología y conocimiento. Esto tiene consecuencias evidentes en otros campos de la vida nacional. El cambio económico, el cambio social y el cambio político están conectados y no pueden pensarse de manera separada.

Un país que se desindustrializa

Para hacerse una idea, la participación de la industria de transformación en la economía, que actualmente representa el 11,3% del PIB (datos de 2020), llegó a su nivel más bajo en la serie histórica que comienza en 1947, cuando representaba 19,9%, es decir, casi el doble. En 1985, la participación de este sector alcanzaba casi el 36% del PIB brasileño. Por lo tanto, la porción del PIB que representa la industria es la menor desde fines de la década de 1940. En total, la producción industrial en 2020 es 12,4% menor en comparación con 2011.

La participación de los grupos que utilizan tecnologías medias y altas en nuestras exportaciones industriales retrocedió de 43% en 2000 hasta apenas 32% en 2019, el nivel más bajo desde 1995. Es decir que lo poco que exporta nuestra industria se concentra en productos de baja complejidad tecnológica y valor agregado.

Consideremos, a modo de comparación, lo que ocurre en otro sector, el agropecuario, donde parece observarse una situación inversa. La participación de las commodities en las exportaciones totales del país se duplicó entre 2000 y 2020, con China —que compra principalmente productos primarios— como primer socio comercial. Considerando la situación global, Brasil se consolida como un «otro rural», según el término del sociólogo Zander Navarro. El agro está marcado por el avance tecnológico, el aumento de la productividad, la concentración económica y, en consecuencia, el desempleo masivo y la migración del campo a la ciudad. Según el Censo Agropecuario de 2017, solo el 2% de los establecimientos rurales se apropian del 71% del valor bruto total producido (en el censo anterior, la proporción era de 63%). En palabras de Navarro: la antigua segmentación dual entre grandes propietarios de la tierra dedicados a la exportación y, en otro subsector, medianos y pequeños productores que abastecen al mercado interno, prevaleciente hasta los años ochenta, está dejando de existir. Es una transformación todavía inconclusa, pero sin retorno […]. Los pequeños y medianos productores están siendo acorralados […].

Se trata del último desplazamiento de la «cuestión social» del campo a las ciudades. El escenario inmediatamente anterior, de generación de empleos formales de bajos salarios y reducción de una parte de la pobreza extrema en Brasil durante los gobiernos petistas, se está revirtiendo desde 2014. La tasa de subutilización de la fuerza de trabajo pasó de 14,9% en 2014 a 28,7% en 2020 y el crecimiento de la miseria está a la vista. Se verifica también el crecimiento de la informalidad, con 39 millones de brasileños en esa condición en diciembre de 2020.

En este contexto, en el que los mercados financieros, las instituciones financieras y las élites financieras empiezan a tener un peso cada vez más importante en las políticas económicas y sus efectos, las ganancias y las pérdidas económicas se distribuyen, como es sabido, de modo desigual entre las distintas clases y sectores económicos. De 2010 a 2019, las ganancias anuales de los cuatro bancos más grandes de Brasil sumadas pasaron de 38 910 millones a 81 510 millones de reales, con un crecimiento nominal del 109,4%.

Bajo crecimiento, desindustrialización, reprimarización, financierización y concentración económica en distintos sectores, con aumento del desempleo, la precariedad, la pobreza y la desigualdad. He ahí el Brasil que emergió de nuestra reciente «década perdida».

El fracaso de los programas, las previsiones y las promesas

En gran medida, la responsabilidad por la situación corre a cuenta de las políticas económicas que dominaron durante el período —tanto a derecha como a «izquierda»— y que se apoyaron sobre todo en el dogma de la «austeridad». Estas políticas operaron, sistemática y estructuralmente, para generar un resultado opuesto al de su triunfante promesa: el tan deseado crecimiento económico.

A pesar de los ensayos anteriores, que no fueron del todo insignificantes, el período fundamental de las políticas de austeridad se abrió en 1999 con la adopción del trípode macroneconómico, que sigue vigente hasta el día de hoy: metas inflacionarias, tipo de cambio fluctuante y ajuste fiscal. Poco tiempo después, en el año 2000, llegó la denominada Ley de Responsabilidad Fiscal. En este paquete supuestamente «modernizador» se suman la apertura de la economía y las privatizaciones, la liberalización financiera, el ajuste fiscal y las reformas previsionales y laborales que le siguieron.

Por su parte, sirviéndose de los márgenes que daba el superciclo de las commodities y de los efectos benéficos que tenía en la economía nacional, más allá de las tímidas medidas de redistribución del ingreso, de las políticas de valorización del salario mínimo y la oferta de crédito popular, acompañadas por una frágil recuperación de la inversión pública, el «desarrollismo» petista mantuvo el mismo esquema. El proyecto de consolidación de Brasil como un mixto entre plantation high tech y plataforma de valorización financiera, que garantiza ganancias de corto plazo a las monedas fuertes, se mantuvo y, en algunos aspectos, hasta se profundizó. Lo mismo se observa en el caso de las políticas públicas implementadas durante el período, cuyos efectos sociales —a pesar de que, a esta altura, se muestran bastante frágiles y transitorios— no pueden ser ignorados. Con todo, fueron concebidas e implementadas a la luz de este modelo y de sus imperativos, bajo la dirección, en síntesis, de la racionalidad financierizante. Para citar otro aspecto significativo del libreto, debe considerarse que al menos desde 2013 se producen sistemáticamente superávits fiscales.

Luego de las quejas y los ensayos puntuales y descoordinados de resistencia a este modelo, el agresivo ajuste fiscal en Brasil logró una victoria definitiva en 2015, momento a partir del cual cristalizó como programa hegemónico de las élites económicas y políticas de Brasil. Más allá de la articulación creciente del poder de inversión e intervención del BNDES y de las sociedades de economía mixta como Petrobrás, el recrudecimiento, en un contexto nuevo y más sombrío de la política del país, se consolidó en 2017 con la inclusión en la constitución federal del «Nuevo Régimen Fiscal», cuyas medidas incluyen el draconiano y asfixiante «techo al gasto» por un plazo de 20 años. Se trata de una medida sin ningún paralelo en el mundo que, a riesgo de inviabilizar el funcionamiento material del Estado, propicia cotidianamente la destrucción de sus capacidades de intervención económica y social. Las escandalosas y descalificadas declaraciones del actual ministro de Economía de Bolsonaro, Paulo Guedes, fina flor y representante espiritual de una parte significativa de la mencionada élite, sirven como ilustración didáctica de este punto.

Es cierto que la crisis de la pandemia de 2020 impuso un crecimiento significativo del gasto público, especialmente con el limitado —aunque comparativamente relevante— auxilio de emergencia que concedió el Estado, a contramano de los designios del gobierno federal. Esto reabrió, en nuestro territorio, la discusión de cuestiones vinculadas a política económica, gasto y estímulos estatales y emisión monetaria. Todo esto se expresa en las recientes controversias entre economistas ortodoxos y heterodoxos, en las que se destacan las discusiones en torno a la Teoría Monetaria Moderna (MMT, por sus siglas en inglés), tanto dentro como fuera de Brasil. Como sea, el frente amplio por arriba, al cual me referí en otras ocasiones, agrupado alrededor de la austeridad, sigue firme en su defensa de la profundización del programa en el escenario pospandémico. En realidad, buscan redoblar la apuesta: autonomía del Banco Central, PEC (Propuesta de Enmienda a la Constitución) Calamidad, PEC de Emergencia, reformas tributarias y administrativas y nuevas privatizaciones más agresivas.

En cualquier caso, es preciso decirlo: pintados de rojo o de azul, verde y amarillo, la implementación, el sostenimiento y la intensificación continua, a lo largo de este período, de esas duras medidas de ajuste fiscal en Brasil revelaron tener, considerando los datos que presentamos, resultados insignificantes en relación con las metas propuestas: un país estancado y —lo que contradice de manera todavía más flagrante el discurso ortodoxo— una deuda bruta que no para de crecer (de 52,29% del PIB en enero de 2011, llegó a casi 90% en marzo de 2021).

La nueva época del capitalismo brasileño y los desafíos de la política

Frente a este escenario nacional catastrófico, agravado políticamente por el gobierno de extrema derecha, el campo progresista ensayó distintas propuestas de superación del estancamiento y de los efectos que tiene para las mayorías sociales y las minorías políticas. Se culpa principalmente a la política económica de austeridad por la depresión que atravesamos (lo que hasta cierto punto, como vimos, es correcto), y a partir de este diagnóstico, se retoman distintas propuestas desarrollistas de «retorno del Estado».

Con todo, para comprender la factibilidad de estas propuestas es preciso analizar mejor el diagnóstico que, en el caso mencionado, tiende a subestimar o simplemente no considerar las causas y las consecuencias sociopolíticas de ese contexto económico. Quien erra en el análisis, erra en la acción. Entonces, debemos balancear mejor —aquí solo se mencionan al pasar, dados los objetivos y el formato de este artículo— los límites de esa crítica en beneficio de una «nueva economía» pospandemia.

En primer lugar porque nuestros colegas desarrollistas (hard o soft) tienden a prestarle poca atención a los problemas estructurales del estancamiento brasileño: inserción subordinada del país en la división internacional del trabajo y de la producción, es decir, dependencia de la producción y de la exportación de commodities según el capricho de la demanda internacional, sobre todo china; carencia crónica de inversión pública y privada; productividad estancada, y una mano de obra poco calificada que —aquí de nuevo, ¡la política!— es en cierta medida funcional a la reproducción de la estructura económica y social que definimos.

En segundo lugar, y tal vez más significativo, porque ellos no consideran la dimensión social y política —de clase— del Estado ni sus funciones estructurales en el capitalismo. Esto es palpable sobre todo en la coyuntura brasileña reciente, en la que el dogma de la austeridad sigue siendo un instrumento ideológico poderoso en el avance de la ofensiva política de ciertos sectores y fracciones de clase. Esto es lo que denominé «frente amplio» —que reúne a bolsonaristas y no bolsonaristas— y está organizado en torno al consenso básico en cuanto al programa económico económico, con el objetivo de consolidar el modelo regresivo al que nos referimos y en el que son una parte directamente interesada.

En el cruce entre la economía, la política y la sociedad, esta es la paradoja a la que nos enfrenta otra «década perdida»: causa y consecuencia de esas transformaciones, como dije en otra parte, todo parece indicar que las élites política y económica de este país escogieron gestionar por la fuerza, sin mucho espacio para nuevos ensayos de pacto social, una sociedad en permanente crisis, y repartirse los beneficios «lucrativos» del estancamiento, la recesión económica y la miseria en una «nueva época» del capitalismo brasileño.

Frente a esta situación, la pregunta fundamental es: ¿cuáles son las clases, los actores y los sectores sociales que pueden servir de apoyo político para el tan deseado «retorno del Estado» en un Brasil pospandémico? Pues poco podrán hacer nuestros importantes y necesarios planes de acción económica de resistencia a la hora de revertir este escenario si no son acompañados y apoyados por una (nueva) campaña concreta de (re)organización de las fuerzas populares. Campaña que, considerando la evidencia, exige una reflexión honesta y creativa sobre la crisis generalizada de las izquierdas y sus formas de organización en Brasil y en el mundo contemporáneo.