Los demócratas a punto del desastre en EEUU Por Branko Marcetic | Revista Jacobin, Argentina

Los demócratas a punto del desastre en EEUU Por Branko Marcetic | Revista Jacobin, Argentina

Biden y los demócratas casi pierden las elecciones, algo impensable dado el repudio generalizado hacia Trump. Para comenzar a entender las razones de esto, debemos mirar más allá del relato dominante según el cual Estados Unidos es un país racista y su única esperanza de salvación es el extremo centro. Debemos echarle la culpa al Partido Demócrata.

Trump no es invencible. No es un genio. No tiene a la población hipnotizada con algún hechizo racista. Es un líder profundamente repudiado, corrupto e inepto que tuvo la buena suerte de enfrentarse al adversario más complaciente e inútil que pueda imaginarse. Gane o pierda, lo que está sucediendo no refleja su fortaleza sino la profunda debilidad de Biden y del establishment demócrata.

Todavía no sabemos qué va a pasar con las elecciones estadounidenses, y tal vez no lo sepamos hasta el fin de semana. Pero aún más deprimente que los decepcionantes resultados del martes pasado ha sido la reacción de una parte del progresismo estadounidense, que está repitiendo las mismas excusas que el Partido Demócrata: Trump era demasiado fuerte, demasiado popular; y Estados Unidos era demasiado racista como para que Trump sufra una derrota contundente. No había nadie, dicen, que podría haberlo hecho mejor que Joe Biden.

Este argumento, no me canso de decirlo, es un disparate extravagante. Miremos los hechos:

I. Joe Biden era un candidato tan senil y poco inspirador que su propia estrategia de campaña consistía en hacerse lo más invisible e inaudible que pudiera frente al electorado. Esto fue aplaudido por los medios como si se tratara de un golpe de genio político.

II. De hecho, en septiembre –faltando apenas sesenta días para las elecciones– Biden decidió tomarse un tercio del mes de vacaciones. Su equipo se contentaba con anunciar, a veces al mediodía, a veces a las nueve de la mañana, que Biden estaba descansando y que no viajaría ni haría actividades de campaña.

III. La estrategia electoral de Biden este año fue la misma que promovió desde la década de los ochenta: olvidarse de la base demócrata tradicional (afro-estadounidenses, latinos, pobres, trabajadores y trabajadoras sindicalizados, etc.) para intentar, en cambio, conquistar el voto republicano de la gente vieja, adinerada y blanca que vive en los suburbios, ofreciendo una candidatura corporativa y conservadora que no agite mucho las aguas para enfrentar a un republicano de extrema derecha capaz de movilizar a sus bases (como Trump).

Ahora bien, en los últimos 40 años hemos tenido solo dos presidentes demócratas. En lo que va de este siglo tuvimos solo uno. Y cuando ganaron la presidencia lo hicieron movilizando el voto afroestadounidense, joven, latino, etc. Justamente los segmentos de la población que, tal como hicieron con Clinton en 2016, parecen haber abandonado a Biden en estas elecciones.

IV. En este mismo sentido, hay que decir que Biden hizo una campaña idéntica a la que hizo Clinton cuatro años atrás, a tal punto que se ganó el apoyo de las mismas figuras de la extrema derecha y de los criminales de guerra. La lógica de ambos se basó en que Trump era tan odioso que la gente votaría en su contra por puro instinto. Fracasó en 2016. Revivieron la misma táctica con la esperanza de que, ahora, en medio de una gigantesca crisis sanitaria y económica, el sentimiento anti-Trump sería suficiente para ganar las elecciones. A lo mejor las cosas son tan terribles que esto resulta. Pero las elecciones no deberían haber sido tan parejas.

V. El equipo de Trump copió la estrategia electoral de Obama y pasó los últimos meses haciendo campaña de puerta en puerta (¡un millón por día!). Biden, en cambio, comenzó a emplear esta estrategia recién en octubre, y solo como respuesta a la critica pública e interna. Pensaban que no tenía importancia. Pero ahora reconocen que fue esto lo que hizo la diferencia en Florida, estado que Trump ganó y que siempre ha sido imprescindible para sumar mayorías en el colegio electoral.

VI. Otro motivo para la derrota de Biden en Florida: Trump arrasó –de manera totalmente inesperada– entre la población latina y afroestadounidense. Esto parece replicarse a lo largo y ancho del país. De hecho, según los sondeos a boca de urna, las bases de apoyo de Trump crecieron en todos los grupos étnicos y en todos los géneros en comparación con 2016, con la excepción significativa de un sector: los hombres blancos.

VII. Estoy leyendo el New York Times, y los republicanos –por ahora– ganaron mucho terreno en comparación con 2016 en aquellos territorios de mayoría latina, urbana, universitaria y negra. Mientras tanto, Biden solo aumentó su apoyo entre votantes de más de 65 años, y, por un margen pequeño, entre electores blancos sin título universitario. En un condado de Texas donde el 96% de la población es latina, donde Clinton ganó por 60 puntos, Biden ganó por –que suenen los tambores– 5 puntos.

Que quede bien claro: esto es un fracaso vergonzoso, no solo de un candidato que apenas existe, sino también de la industria de las consultorías y las sanguijuelas de la política que prefirieron correr el riesgo de cuatro años más de calamidad antes que perder a sus contribuyentes financieros o frustrar su oportunidad de ganar un puesto en las altas esferas del mundo corporativo prometiendo una visión política audaz.

Todo esto sucede en medio de un colapso social y político de proporciones épicas frente al que Trump, por su parte, se muestra totalmente incapaz (o más bien desinteresado). A su vez, se trata de un escenario en el cual los multimillonarios han incrementado su patrimonio alrededor de 10 billones de dólares, mientras millones de estadounidenses pierden su cobertura médica de un día a otro en medio de la pandemia. Frente a esto, Biden se ha negado a contemplar la posibilidad de un sistema de salud universal (una medida que goza de gran popularidad) e incluso parece estar comenzando a renunciar a las reformas superficiales del sistema sanitario que se había comprometido a implementar.

Bien puede suceder que los votos por correo terminen dándole la victoria a Biden, pero las elecciones no deberían haber estado tan peleadas. Debería haber sido un triunfo aplastante como los que Estados Unidos presenció en 1932 o 1980.

¿De qué democracia están hablando?

Por Aram Aharonian | Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)

Las mayores barbaridades, fraudes, golpes de Estado y genocidios de los últimos 200 años se han realizado en nombre de la sacrosanta democracia, que pareciera ser el escudo protector de los intereses de las grandes empresas trasnacionales y su cohorte de políticos y gobernantes de nuestro mundo tan poco occidental como cristiano.

En cada pantalla de televisión del mundo, en todos los idiomas, uno puede ver al aún presidente estadounidense Donald Trump desarrollando su plan lleno de mentiras y amenazas (fakes) en vivo y en directo en nombre de la democracia.

Se proclama vencedor sin serlo y denuncia fraude electoral por si el voto por correo le da la victoria a Joe Biden, impugna las elecciones en los estados donde pierde y si los tribunales estatales aceptan, apela al Supremo, donde acaba de asegurarse amplia mayoría y completa su golpe mientras envía a su masa fascistoide a intimidar a  quienes protesten.

Siembran odio al diferente

Desde el gabinete presidencial se ha difundido el bulo, la mentira, de que la izquierda quiere derrocarlo con un golpe de Estado en las calles, construyendo el relato para justificar su maniobra y su previsible represión. Pero hay que entender el sistema deductivo: en realidad no existe tal izquierda, pero para ellos todo el que no vote a Trump es de izquierda o terrorista.

Trump y los republicanos entienden que su mejor respuesta es suprimir el voto en una democracia que gobiernan sin gozar del apoyo de una mayoría. Esta no es una contienda normal, sino un referendo sobre el ocupante de la Casa Blanca. O como repite el senador demócrata Bernie Sanders, sacado de la contienda antes que se volviera demasiado peligroso, es una elección entre la democracia y Trump.

Sólo un presidente republicano ha ganado el voto popular desde 1988. Trump ganó con 46 por ciento en 2016 y nunca ha logrado obtener 50 por ciento de apoyo durante su gestión. No sería la primera vez que los republicanos y el poder militar y empresarial impidan asumir al ganador de unas elecciones (George Bush contra Al Gore, Trump contra Hillary Clinton). Nadie descarta el fraude trumpiano: para ganar hace cuatro años requirió la ayuda de los rusos.

Pero llamar progresista de centro-izquierda a Biden y sus huestes demócratas es un atropello a la inteligencia. Las grandes empresas que apostaron por cualquiera de los dos candidatos asisten con nervios a ver cuál de sus mandados será el presidente en un escenario difuso, electoralmente hablando. El que está ganando y ganará es el gran capital.

Ambos (Trump y Biden) se proclaman presidente en un sistema electoral complejo, hecho a medida para que las minorías o cualquier movimiento social y político que nazca de las raíces del pueblo, sea abortado, ahogado, sin posibilidad alguna de acceder a las instituciones que están perfectamente acorazadas y armadas por un capitalismo imperialista que ambos, demócratas» y republicanos practican desde hace un siglo.

Pero 70 millones votaron por Trump

Más allá de todo, queda la reflexión de los más de 70 millones de personas que votaron a Trump aun sabiendo de su ideario y prácticas fascistas. No solo es la  América profunda, sino también la superficial. Trump, el presidente más antidemocrático de la historia estadounidense, conecta con las clases populares más que los expertos, encuestas y los liberales.

El fascismo vuelve a ser la respuesta a la incertidumbre de mucha gente como ocurrió en los años 1930 en Europa. “Te vendo miedo al otro para que compres mi seguridad. Por eso aunque pierda, el trumpismo seguirá, porque él es el síntoma, la enfermedad es el neoliberalismo que provoca las desigualdades”, nos recuerda Javier Gallego en eldiario.es.

Y aunque pierda y Biden logre asumir, deja un tsunami global, basado en la legitimización del odio –machismo, homofobia, racismo, clasismo. Es una guerra contra el progreso y la igualdad en la que la clase dominante lanza a la clase trabajadora contra sí misma para mantener el orden vigente. Tu enemigo es el pobre, el inmigrante, el okupa, las feministas, los homosexuales, no el empresario que los explota y explota el planeta.

Impuso en estos cuatro años de gobierno, la cultura del matonismo fascista en su discurso político hacia dentro y hacia afuera y le dio carta blanca a los violentos y fascistas del mundo para intimidar no sólo a sus oponentes sino también a los diferentes. Es el niño abusador del colegio, el matón que desaloja a los pobres de los pisos de su padre, el histrión mussoliniano que triunfa en la tele.

Ha banalizado el mal. No ha tenido empacho en lanzar a las masas contra la prensa, contra las mujeres, contra los supuestamente rojos, contra los negros, contra los progres. Incendia las calles para expulsar al disidente, limitar las libertades, imponerse. Y, lamentablemente, su modelo “democrático” es imitado en muchos países europeos y, también  latinoamericanos.

Ha popularizado la hegemonía de la mentira, con falsedades, bulos o bolas, (fake-news al por mayor), en una propaganda fascista multiplicada por medios de comunicación y redes sociales, en manos de pocos grandes empresarios. Al igual que en la época del nazifascismo, creó hegemonía engañando, enfrentando, polarizando.

Demagogo exaltado

David Sherfinsky señala en el Washington Times, que se trata de un demagogo desatado, poseído por una nietzschiana voluntad de poder que exalta como patriotas a los automovilistas que acosaron y bloquearon al bus en que viajaba Joe Biden por Texas; que desafía la legislación electoral y cualquier otra, incluida la tributaria; que se burla de la “corrección política” tan cultivada por sus rivales.

Indica que maneja con perversa maestría las redes sociales, que se enfrenta e insulta a los medios concentrados (CNN, el New York Times, el Washington Post y toda la prensa “culta”), que se construye como el gran defensor del “little guy”, de la gente común, olvidada por el elitismo gerencial de los republicanos tradicionales y el globalismo neoliberal de los demócratas y que cristaliza el apoyo de un imponente bloque social pulsando las potentes cuerdas del resentimiento, el odio, el temor que abren la Caja de Pandora del racismo y la xenofobia.

El discurso de Trump exalta la perdida grandeza de su país amenazada por los pérfidos chinos que “inventaron al coronavirus para poner a Estados Unidos de rodillas”, grandeza que él se propone recuperar a cualquier precio.

Sí, fue capaz de negar el coronavirus aunque haya matado “apenas” haya contagiado a 10 millones de personas y matado a 235 mil en su propio país. Impunemente denigra la ciencia y la verdad científica para imponer sus “verdades alternativas”. Mentir sirve para conseguir –y mantener- el poder. De eso se trata.

Lamentablemente, el trumpismo no se acaba con Trump. Se ha convertido en una fuerza tras-local, en el símbolo del ultranacionalismo de derecha, del negacionismo científico y climático, numen de los conspiranoicos.

El escenario de la crisis del coronavirus ha sido propicio para los populismos ultraconservadores. La que estamos librando –aunque nuestros “grandes pensadores” ni se hayan dado cuenta- es una batalla cultural que evite el retroceso al pasado, en un mundo que gracias a Trump y al coronavirus, no es ya ni será el mismo.

Hace 15 años, en Mar del Plata, cinco presidentes latinoamericanos (de Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay y Venezuela) gritaron “ALCA-rajo”, haciendo trizas el patoteo de Bush y el proyecto del Área Económica de las Américas, de Miami a Tierra del Fuego. Vale la pena recordarlo.