¿Regreso al futuro? El programa económico de Biden Por Pablo Bustinduy | Diario digital Público, España

¿Regreso al futuro? El programa económico de Biden Por Pablo Bustinduy | Diario digital Público, España

La presidencia de Biden ha arrancado con un guion inesperado. Las medidas económicas anunciadas por la nueva Administración han sorprendido tanto por su volumen como por su ambición, que ha generado un intenso debate entre quienes ven en ellas un cambio de paradigma y quienes subrayan sus limitaciones o contradicciones.

Para los más entusiastas, estaríamos asistiendo al inicio de un nuevo ciclo político–ideológico, a la altura de los que inauguraron Franklin Delano Roosevelt (F.D.R) o Reagan, cuyos efectos serán profundos y de largo alcance. Las voces más críticas conceden que se trata de una serie de medidas expansionistas, útiles y bien intencionadas, pero subrayan al mismo tiempo su parcialidad, su insuficiencia o su carácter coyuntural (en última instancia, lo que algunos ven en el impulso reformista de Biden es un fenómeno de tinte más psicológico que económico: el reverso inesperado de aquella tremenda decepción que supuso para las filas progresistas el “giro pragmático” de Obama nada más acceder a la presidencia).

Tres ejes fundamentales

En todo caso, es un hecho notable y sorprendente que en el centro de la batalla ideológica estadounidense se haya instalado un debate profundo sobre la economía política del país, sobre el futuro del capitalismo norteamericano, y sobre las posibilidades de reordenar políticamente el sistema económico de la globalización. Este debate está apoyado en tres ejes fundamentales, que corresponden con las tres grandes iniciativas del primer programa económico de Biden.

El primero es la reciente aprobación de la tercera ley de estímulo para combatir los efectos de la pandemia, un paquete legislativo de casi 2 billones de dólares que incluye transferencias directas para 160 millones de hogares, un refuerzo significativo de los subsidios de desempleo, un esquema de subvención de alquileres y deuda médica, y un programa piloto de lucha contra la pobreza infantil que incluye transferencias incondicionales para las familias de entre 3 y 4 mil dólares al año.

Varias de estas medidas son innovadoras, y su impacto en el tejido socioeconómico será sin duda significativo. En general, sin embargo, el paquete está marcado por su carácter coyuntural: las medidas se inscriben en el marco de las actuaciones excepcionales para hacer frente a la pandemia que inauguró el año pasado Donald Trump, y la propuesta estrella por la que peleaba la izquierda parlamentaria, la inclusión en el paquete de la subida del salario mínimo a 15 dólares la hora, fue tumbada en una maniobra administrativa de dudosa legitimidad que impidió que fuera tramitada junto con el resto de las medidas.

En este sentido, la discusión principal se ha centrado ahora en la posibilidad de hacer permanentes alguno de estos programas –en especial los referentes a las ayudas por hijos e hijas a cargo y el refuerzo de los sistemas de desempleo– lo que supondría una extensión del Estado social inédita en los últimos 40 años. La batalla por el salario mínimo tampoco se da por perdida, y es bastante probable que vuelva a plantearse en el futuro inmediato.

El segundo eje anunciado por Biden es una gran ley de infraestructuras –un paquete de inversiones públicas cifrado en unos 3 billones de dólares para los próximos ocho años. El programa incluye diversas medidas de gasto público: importantes desembolsos en investigación tecnológica, la modernización de la red eléctrica y cibernética, la rehabilitación de carreteras, puentes, y vías férreas, la reconstrucción de la red de abastecimiento de agua, así como inversiones en energía limpia, sistemas de transporte público, programas de vivienda, escuelas infantiles, residencias y cuidados para mayores, y otras medidas sociales como la gratuidad de la formación profesional o la cancelación parcial de la deuda estudiantil que ahoga a las clases medias del país. Aunque se ha señalado la insuficiencia de la dotación de varios de estos programas, en especial aquellos orientados a fomentar la transición ecológica, la iniciativa presentada incluye también una serie de medidas para incentivar la organización del trabajo, la sindicalización y la negociación colectiva en el marco de la economía verde.

El tercer eje, y quizá el más significativo de los tres, consiste en una propuesta de reforma fiscal que pretende recaudar al menos un billón de dólares adicionales para el Tesoro público en los próximos 15 años. Bajo este programa, el tipo impositivo para las empresas, que Trump bajó al 21%, subiría siete puntos hasta el 28%, y también se incrementarían sustantivamente los impuestos para quienes cobran más de 400.000 dólares al año (aproximadamente un 2% de la población, que sin embargo atesora el 25% de los ingresos totales en el país). De salir adelante, estas medidas supondrían la mayor subida de impuestos desde la Segunda Guerra Mundial –en un país donde, según denunciaba el propio Biden en estos días, hasta 50 de las mayores 500 corporaciones del país no han pagado un solo dólar en impuestos sobre sus beneficios durante los últimos tres años.

La gran novedad del Plan Biden

En línea con estas dos medidas, la Secretaria del Tesoro Janet Yellen también anunció recientemente la intención de establecer un mínimo tributario mundial para grandes corporaciones, con el fin de evitar la competición fiscal entre países y perseguir la evasión fiscal y el desvío de capitales. Esta última medida, que modifica sustancialmente la posición de EEUU respecto a la regularización de la tributación internacional, fue saludada por declaraciones de apoyo por parte de varios Gobiernos europeos e incluso del FMI.

Con todos sus límites y contradicciones, con la incertidumbre que impone el desarrollo futuro de estas iniciativas y su negociación parlamentaria, la combinación de estos tres pilares supone una transformación profunda de los paradigmas de gobernanza económica vigentes en los Estados Unidos. Por ninguna parte aparecen en este programa, o no lo hacen de momento, las coordenadas que han orientado de manera prácticamente obligatoria la política económica del país en los últimos cuarenta años: los principios rectores de la deuda pública y el déficit presupuestario, la preocupación por la lucha contra la inflación, la sucesión interminable de bajadas de impuestos inspiradas en la mitología del “goteo económico” desde arriba, o la asunción del concepto nebuloso de las “políticas de desregulación” como motor del crecimiento.

Por supuesto, esas coordenadas no impedían que el Estado ejerciera un papel económico fundamental, por ejemplo a través de su implicación en el desarrollo de la industria militar o de las subvenciones y ayudas fiscales a empresas. Pero el paradigma de la Gran Moderación sí había neutralizado prácticamente el papel redistribuidor del Estado, diluyéndolo en una cascada de rebajas fiscales y sucesivos recortes de programas sociales, cuyos efectos se observan hoy en la penuria presupuestaria de los sistemas públicos de educación, transporte o salud, o en el declive de las grandes infraestructuras públicas del país.

Aquí reside gran parte de la novedad en el enfoque de la nueva propuesta económica de los demócratas: en lugar de ese credo difuso que otorgaba una prioridad permanente a la iniciativa privada, hoy aparecen una serie de esquemas de inversión pública a gran escala, financiados por una reforma fiscal progresiva, y combinados con programas de redistribución mediante la creación de nuevas prestaciones sociales casi–universales y sin condicionalidades restrictivas. Es una diferencia significativa.

¿En qué consiste, pues, la visión económica en la que parece apoyarse el programa económico de Biden? En primer lugar, el Estado aparece no solo como un actor económico legítimo para la inversión o el desarrollo productivo, sino como el responsable de diseñar y dirigir una política industrial destinada a reforzar los sectores económicos punteros (tecnológico, energético, farmacéutico) para reforzar su competitividad a escala internacional.

Por otro lado, el Estado asume un papel activo para apuntalar y desarrollar otros sectores económicos –la construcción de infraestructuras, los sistemas de cuidados, la educación– que tienen por objetivo la creación de empleo y la absorción de mano de obra en un contexto de transición productiva y automatización creciente, al mismo tiempo que, mediante el desarrollo de una política social expansiva, estimula la demanda interna y refuerza la protección social en un país quebrado por la desigualdad, la pobreza, o la deuda estudiantil y sanitaria.

Esta visión de un sistema económico a varios niveles o a varias velocidades (sectores tecnológicos punteros, empleo público o semi–público con énfasis en el trabajo social, y sistemas de redistribución vía políticas públicas) tiene por objetivo reorientar desde arriba el sistema industrial norteamericano, salvarlo del declive en que lo sumieron la política comercial, las deslocalizaciones y la financiarización económica de la globalización desatada, y acabar así con la espiral de débil crecimiento, pérdida de competitividad, incremento exponencial de la pobreza y de la desigualdad, que ofreció la base material para la irrupción de Trump y para la crisis democrática que, bajo su presidencia, contribuyó a ahondar todas las anteriores.

¿Son suficientes?

Si esta reconstrucción de la visión que inspira el programa económico de Biden es correcta, aparecen entonces dos preguntas fundamentales: la primera, si es posible acometer esta reordenación vertical del sistema económico norteamericano; la segunda, si estas herramientas son adecuadas o suficientes para lograrlo. Como he mencionado, algunas de las críticas más sustanciales al programa económico de Biden enfatizan precisamente su carácter coyuntural, presentándolo como una intervención desesperada para intentar recomponer artificialmente la competitividad de una economía herida por la competición global que ella misma obligó a instaurar. De igual manera, las críticas a las políticas sociales inciden en su carácter esencialmente paliativo, que se limita a mitigar los efectos aparentes de ese sistema económico sin alterar en lo esencial las relaciones sociales y económicas que los generan.

Creo que en este sentido es importante señalar dos cosas. En primer lugar, es extraordinariamente sorprendente que Biden, el candidato del centro liberal que debía ejercer de freno a la pujanza del ala socialdemócrata del partido, haya emprendido un cambio de paradigma de esta magnitud. De hecho, una parte sustantiva de su propio gabinete (empezando por la propia Janet Yellen, que fue la jefa de la oficina económica de Clinton) proviene del núcleo duro del partido demócrata, que se ha mantenido inflexible en la línea centrista durante las últimas tres décadas. Esto a mi entender no reduce, sino que amplifica el significado inicial de este giro, que se apoya claramente en un cambio doctrinal del establishment norteamericano.

Tras esta apuesta de fondo por modernizar desde el sector público el sistema industrial norteamericano, de hecho, y tras la intención de reorientar las cadenas de abastecimiento y relanzar la capacidad productiva del país, existe a mi entender un diagnóstico novedoso: la certeza de que esta es la única manera de preparar al país para la nueva fase de competición global con China.

La propia retórica de Biden –que ha bautizado su plan de infraestructuras como el American Jobs Plan, el tributario como el Made in America Tax Plan, y que pretende aprobar su gran ley de gasto público el 4 de Julio, día de la fiesta nacional– ha presentado su programa en términos de una lucha de la democracia (es decir, del capitalismo norteamericano) contra las autocracias y las dictaduras del siglo XXI. Estos ecos de la guerra fría, incluidas menciones reiteradas a la carrera del espacio y el New Deal que hizo posible la derrota del fascismo, traducen en última instancia la convicción de que solo un gran reseteo de la política económica, y una reinvención profunda del papel del Estado, pueden preparar al país para afrontar la lucha venidera por la hegemonía mundial. Ya nadie cree que, en este contexto de competición, la economía norteamericana pueda aguantar el envite por si sola (ni mucho menos, que sea la iniciativa privada quien vaya a hacer a America great again). Desde esta perspectiva, este plan sería sencillamente una estrategia de supervivencia.

El segundo hecho notable es de naturaleza interna, y tiene que ver con el corazón mismo del giro económico de Biden: una apuesta explícita por la reconstrucción ideológica y material de la clase media norteamericana, que debe ser protegida frente a las amenazas de una globalización desbocada que la ha convertido en vulnerable. Por supuesto, es imposible entender esta apuesta sin la presidencia de Trump, o más concretamente, sin el desgarro económico y social que Trump supo articular políticamente, en nombre de una rebelión cultural contra el orden global que los Estados Unidos habían implantado (esa es, en varios niveles, la paradoja que hoy define la política norteamericana: la necesidad de defenderse del monstruo que ellos mismos han creado).

Derrotar al trumpismo

Biden ha entendido que para derrotar al trumpismo es necesario recomponer un tejido social galvanizado por las tensiones económicas, culturales y políticas que han hecho de estos últimos años una olla a presión. Sin una transformación de fondo de las dinámicas que han generado ese desgarro, será imposible estabilizar la crisis de la democracia norteamericana; sin la restauración del orden interno, EEUU no podrá mantener su posición hegemónica global durante mucho tiempo. Esta conexión entre el dentro y el fuera es el reverso exacto del lema que repetía Biden una y otra vez en la campaña: “una política exterior para la clase media”, y define el principal desafío que tiene por delante el establishment demócrata. El presidente de la comisión presupuestaria del Senado de los Estados Unidos, Chairman Sanders, multiplica mientras tanto los frentes para empujar el nuevo paradigma hasta el límite de lo posible.

Solo el tiempo podrá fijar la viabilidad y la incidencia real del programa de Biden, pero de momento su presentación ha tenido ya efectos de relevancia. Se espera que este año la economía del país crezca al 6,5%, y que supere las predicciones que existían para 2021 antes de la pandemia.

El plan de estímulo norteamericano jugará un papel relevante para la reactivación de la demanda global, contrarrestando algún relato ya asentado sobre la aceleración del auge imparable de China. La propuesta sobre un impuesto mínimo global para las corporaciones ha avivado un debate que toca el corazón del orden económico internacional, y abre interrogantes de mucho interés sobre el futuro de ese “orden liberal internacional” cuya restauración Biden ha proclamado, pero que hoy en día requiere de una remodelación profunda para mantenerse siquiera a flote.

Mientras tanto, la reacción inicial de Europa –¡qué lejos queda el tiempo en que parecía dar un paso inicial para liberarse de su propio corsé doctrinal!– ha quedado reducida a una sombra, a un fantasma esposado al Tribunal Constitucional alemán. El desastre de 2008 corre el riesgo de acabar convertido en apenas un preludio de lo que nunca debería haber pasado.

El discurso de los cien días

El primer discurso de Biden ante el Congreso de los Estados Unidos, al cumplirse cien días de su presidencia, ha intensificado el debate a ambos lados del Atlántico sobre las implicaciones de su plan de política económica.

En las últimas semanas se han multiplicado las interpretaciones sobre el cambio de paradigma macroeconómico que supone el “giro socialdemócrata” de Biden, los análisis de la coherencia y las limitaciones de sus propuestas o las comparaciones con el momento de desconcierto político–económico que vive Europa. Es un debate que debe ser bienvenido. Lo que está sucediendo en los Estados Unidos puede tener implicaciones de largo alcance, especialmente para la izquierda.

Un primer nivel del análisis, quizá más superficial, tiene que ver con la sorpresa que ha producido el giro político de Biden. Tras cinco décadas de carrera institucional marcadas por una constante defensa del centro ideológico del partido, Biden ha emprendido una agenda ambiciosa de reformas que implica romper con buena parte de los dogmas macroeconómicos que han definido hasta ahora su identidad y su trayectoria política.

Hace poco más de un año, cuando la campaña de las primarias demócratas se vio abruptamente interrumpida por el estallido de la pandemia, Biden seguía defendiendo abiertamente ese ideario social–liberal frente a la pujanza del ala izquierda del partido. Nada parecía presagiar entonces el rumbo que iba a tomar su política económica. La confesión de que hasta ahora su presidencia ha superado las expectativas se ha convertido por ello en un ritual, y en objeto de debate entre las principales voces de la izquierda norteamericana.

La influencia de Bernie Sanders

Con el tiempo, hay una decisión que ha adquirido relevancia para explicar políticamente esa travesía: antes de que las votaciones de las primarias llegaran a su fin, Bernie Sanders decidió retirar su candidatura, explicitó su apoyo a Biden para las elecciones presidenciales y anunció la conformación de una serie de grupos de trabajo programático conjuntos entre los equipos de ambos candidatos. Entonces el gesto de Sanders parecía poco más que un guiño táctico, orientado a mantener la movilización de su electorado y disipar así el espectro abstencionista que, desde la derrota de Hillary Clinton frente a Trump en 2016, tenía aterrorizada a la dirección del partido.

Ante el escepticismo de una parte de sus bases, que vieron en esta estrategia una claudicación ante el centrismo victorioso en las primarias, Sanders decidió apostar entonces por una entente programática que, un año después, ha terminado aportando la columna vertebral de las propuestas de Biden en materia de cambio climático, protección social y renovación de infraestructuras.

Esa influencia de la izquierda en el programa económico de Biden ha llevado a un columnista del Financial Times a proclamar que “la izquierda está ganando la batalla económica de las ideas”. Pero reivindicar para la izquierda la paternidad de las principales ideas de ese plan económico –o, al menos, de sus propuestas más ambiciosas y transformadoras– no deja de ser un arma de doble filo.

Sin duda, hay un fuerte simbolismo en la escena del Senador Sanders aplaudiendo en pie la declaración de un presidente que afirma que fue la clase media trabajadora, y no Wall Street, quien construyó la riqueza del país, y que esa clase media, a su vez, es el resultado de la lucha organizada de los sindicatos. De hecho, para cada iniciativa en materia social que hoy abandera Biden hay una extensa hemeroteca de discursos de Bernie Sanders que abarca al menos los últimos treinta años. Reconstruir el recorrido que ha llevado algunas de esas ideas desde la movilización social y lo extra–parlamentario al centro mismo del debate político y de la agenda legislativa de la Casa Blanca es un ejercicio histórico notable.

Pero la reivindicación del trabajo y la autoría de esas ideas, y la celebración de cada avance que se consiga, conllevan también un riesgo evidente de cooptación y disolución política. Esta es la pulsión complementaria con que la izquierda ha reaccionado al giro económico de Biden: señalar las limitaciones y contradicciones de su programa, explicar que se debería hacer más y más rápido, exigir que se incluya todo lo que de momento ha quedado fuera –por ejemplo, el Medicare for All, la subida del salario mínimo, la condonación de la deuda estudiantil o un enfoque mucho más ambicioso en materia de transición ecológica.

A menudo, esta tarea deriva en una denuncia más o menos velada del carácter coyuntural de las propuestas de Biden, de su falta de coherencia económica al carecer de un modelo social alternativo o de estar profundamente enraizadas en una defensa de la posición imperial de los Estados Unidos, tal como refleja su lenguaje belicista y su intención de aumentar significativamente el gasto militar. Además, sobre el conjunto de ese programa económico pende todavía una grave amenaza: gran parte de los anuncios de Biden son de momento solo eso, anuncios.

En ausencia de una fuerte campaña de presión social e institucional, las medidas más ambiciosas corren el riesgo de encallar en el Senado, de diluirse en las duras negociaciones que se avecinan con el ala moderada del partido o de ser completamente orilladas si, como suele suceder en la lógica de ciclos de la política estadounidense, los demócratas no logran salvar la mayoría parlamentaria en las elecciones de mitad de mandato que tendrán lugar en 2022. Todas estas dificultades acotan la tarea política y la táctica institucional de la izquierda a corto plazo: empujar los límites del bidenismo sin dejarse absorber por él.

¿Y la izquierda?

Hay un orden de cosas, sin embargo, que es urgente abordar con una perspectiva más profunda y de mayor alcance. Para la izquierda que viene de la larga lucha contra el neoliberalismo, la reordenación del campo político que se adivina implica una importante expansión del horizonte de posibilidades, pero también un cierto riesgo de desorientación política. Quizá lo más impactante del giro político de Biden sea en este sentido la velocidad a la que se ha producido, el hecho de que lo haya podido hacer (o, para ser más correctos, anunciar) sin necesidad de decir mucho, sin bregarse en una dura batalla ideológica y cultural contra los tótems del consenso neoliberal, simplemente decretando la caducidad de ese paradigma y con ello la ampliación inmediata del campo de lo posible.

Claro que hay elementos coyunturales que explican esa aparente ausencia de obstáculos en el camino: el estado de excepción económica que ha traído la pandemia, pero también la gravedad de la crisis democrática legada por el trumpismo y el desarme ideológico en que han quedado sumidos los republicanos. Al fin y al cabo fue el mismo Trump quien suspendió hace un año los pilares económicos del reaganismo, lo que en la práctica les incapacita, a diferencia de lo que sucedió en los años de cruzada libertaria del Tea Party, para plantear una oposición vigorosa a las políticas de gasto e intervención pública en la economía.

Más allá de las circunstancias, sin embargo, sigue habiendo algo pasmoso para la izquierda en la escena de un presidente que declara solemnemente ante las Cámaras, sin necesidad de grandes argumentaciones teóricas, que la era del trickle down economics (el goteo de la economía) ha llegado a su fin, que sus principales herramientas teóricas nunca funcionaron, y que por ello deben ser descartadas de plano.

Durante décadas de arduo trabajo político, de paciente pedagogía, de movilización y organización social contra los devastadores efectos de las políticas económicas neoliberales, cada iniciativa que supusiera un aumento siquiera mínimo del gasto público, un derecho añadido o una responsabilidad socioeconómica del Estado, parecía chocar contra un muro defendido al unísono por la casi totalidad del arco parlamentario, la mayoría de los creadores de opinión y las voces dominantes de la escena académica. Hoy, uno de los principales baluartes de esos consensos decreta su suspensión sin grandes revuelos, sin gestos de épica o tragedia. Es inevitable que esa escena genere una fuerte suspicacia y una intensa sensación de irrealidad.

Hay algo esencial, sin embargo, por dirimir en ese desplazamiento del centro político que representa Biden. Más allá de la autoría intelectual y material de este giro, o de la denuncia de sus contradicciones y limitaciones, es una realidad que sus efectos sobre el conjunto del campo político implican profundamente el proyecto y la vocación a futuro de la izquierda institucional.

En las últimas décadas, los planteamientos programáticos y electorales de la izquierda han consistido en una reivindicación más o menos explícita de un keynesianismo basado en la re–legitimación del papel económico y redistribuidor del Estado, en la restauración de una fiscalidad progresiva y en la expansión sostenida de las redes de protección social. Ese programa reformista y defensivo era, en relación con el equilibrio de fuerzas dominante en lo material y lo ideológico, profundamente disruptivo en sí mismo, pero en la práctica expresaba apenas un ejercicio de resistencia –su radicalidad derivaba exclusivamente de la agresividad con que se impuso el proyecto de sociedad neoliberal.

Superar el horizonte

Independientemente de su desarrollo, y de la táctica parlamentaria e institucional que asuma la izquierda norteamericana a corto plazo, el desplazamiento del centro político que supone el plan económico de Biden exige hoy una superación de ese horizonte, y especialmente un desarrollo programático que se adelante a la reorientación política de la globalización y a las nuevas formas de capitalismo híbrido que ese plan parece anticipar.

El Medicare for All, el Green New Deal y la repolitización general del trabajo constituyen hoy el programa de mínimos y el punto de partida de la izquierda norteamericana para esa tarea. Sin embargo, a futuro será necesario avanzar en una dirección más audaz y ambiciosa de transformación social, que aborde no solo la desmercantilización de relaciones sociales esenciales, sino también la reorientación de la función imperial de los Estados Unidos y la democratización de un orden transnacional que hoy agoniza con la crisis de su hegemonía. Quizá en Europa, donde los estertores de la Constitución de Maastricht siguen llevando la política institucional a un laberinto de callejones sin salida, este escenario parezca hoy improbable o alejado. Esa es quizá la tarea política del presente: lograr que la defensa de posiciones mínimas, propia del largo ciclo del neoliberalismo, abra paso a un campo de posibilidades expandidas.