Sandino, el Padre de la Patria Por Gregorio Selser (*)

Sandino, el Padre de la Patria Por Gregorio Selser (*)

Augusto C. Sandino nació en Niquinohomo, minúsculo villorrio del departamento de Masaya, el 18 de mayo de 1895. Era hijo natural de Gregorio Sandino y de Margarita Calderón. Su niñez y juventud transcurrieron en el pueblo nativo, donde alcanzó una instrucción elemental que le bastó para desempeñarse en sus primeros trabajos como asalariado, en faenas agrícolas locales. A los veintiséis años, en 1921, deja su pueblo y su patria y se traslada a La Ceiba, puerto de Honduras, donde se emplea como guardalmacén del ingenio Montecristo. Un año después, aparece en Guatemala, como mecánico en los talleres que en Quiriguá posee la United Fruit. En 1923 se halla en el puerto de Tampico, México, trabajando como mecánico para la Huasteca Petroleum Company, empresa del grupo Doheny.

Allí, en el México convulsionado todavía por las recidivas de la guerra civil, Sandino adquiere su primer bagaje político. No se carga de ideología puesto que no es precisamente un intelectual. Pero de sus compañeros de trabajo asimila las primeras enseñanzas del combate más generalizado de la época, el gremialismo.

Tampico era en verdad el pulso donde latía con mayor vigor la disputa petrolera norteamericano-mexicana. Un movimiento de 200 barcos mensuales para una población de 100 mil habitantes es un índice definitivo para comprender la importancia del puerto. Cuando la disputa por el petróleo llega a su clímax, y las empresas amenazan con cerrar los pozos, toda la ciudad se sentirá en peligro de muerte. Los obreros se agitan, cabildean, disponen la retaliación.

Quizás allí Sandino aprendió a escuchar opiniones diversas, quizás se decidió a hablar él mismo a pesar de su natural timidez y la circunstancia de ser extranjero, quizás se imbuyó de las primeras argumentaciones de tipo nacionalista. Por supuesto, antinorteamericanas. ¿Qué otra cosa cabía en esos años, en ese país, en esa coyuntura económico-política?

Augusto Sandino hacia 1922

Sandino lo diría más tarde, con sus propias palabras: …«que los demás pueblos de Centroamérica y México nos odiaran a nosotros los nicaragüenses. Y ese odio tuve oportunidades de confirmarlo en mis andanzas por esos países. Me sentía herido en lo más hondo cuando me decían: “vendepatria, desvergonzado traidor».

Algo debió de ocurrir en el mes de mayo de 1926 que lo movió a no seguir soportando pullas y recriminaciones de sus compañeros de trabajo mexicanos. Algo que él no llegó a relatar. Pero sí refirió que el 25 de ese mes, tomó 3 mil dólares de un total de 5 mil que había economizado, y con ellos regresó a su patria, pasando por la capital, Managua, y continuando viaje hasta la mina de San Albino. Es posible que regresase antes a su pueblo natal, Niquinohomo, y que allí tratase, sin conseguirlo, de obtener algún empleo. Es también posible que esperara encontrar conchabo en León, el tradicional reducto de los liberales, y que allí fuese contratado, con muchos otros obreros desocupados, para trabajar en las minas de oro de la familia Fletcher.

Lo cierto es que en San Albino es donde Sandino recluta sus primeros compañeros de lucha. Entonces es demasiado temprano para pensar que tiene trazado plan de acción alguno. Ni siquiera sabe que poco después los soldados norteamericanos hacia quienes ya siente el odio de que ha sido contaminado en Tampico, regresarán a su patria para volver a ocuparla. Ni imagina que él está llamado a encabezar la resistencia contra esa ocupación. Entonces el enemigo visible y declarado es el conservadorismo, encarnado en las figuras del general Emiliano Chamorro y Adolfo Díaz.

En León, quizás ya Sandino ha tomado contacto con quienes planean el alzamiento. El podrá colaborar -lo imaginamos- obteniendo lo más difícil de lograr en aquellos momentos: armas y municiones. El mineral de San Albino, por su proximidad a la frontera hondureña, permite transacciones de contrabando. Algunos pocos dólares lograrán el milagro inicial de los primeros rifles. Con ellos hará práctica de tiro, cuando pueda y como pueda. Él y los contados compañeros a los que va logrando adherir a su fiebre. Los adoctrinará en secreto, con lo poco que él mismo podía saber, y en secreto irán sustrayendo cartuchos de dinamita de los que la empresa estadounidense posee almacenados para uso de la mina. No los considerará robo, sino legítima restitución de lo mucho que del país esa empresa ha extraído. Cuando llegue el momento en que se consideren suficientemente preparados y pertrechados, o quizás cuando recibe la noticia de la próxima entrada de Sacasa a Puerto Cabezas, Sandino dispone su propia entrada a la lucha. Cree poder arrastrar a todos sus compañeros de San Albino. Apenas logrará que lo acompañen 29. Con él, sumarán treinta en total.

Ese será el núcleo de lo que después se llamó “Ejército Defensor de la Soberanía de Nicaragua”. El 2 de noviembre de 1926, esos 30 hombres tuvieron su bautizo de fuego en El Jícaro, enfrentando a una tropa chamorrista de 200 soldados. Lo hicieron malamente y peor armados, sin conocer los más elementales rudimentos de la guerra, reemplazando con coraje lo que les falta en instrucción bélica y parque. Pero sabiéndose inferiores en número, se contentan con las bajas ocasionadas al enemigo y la indemnidad de la propia fuerza, que se retira en orden y sin ninguna baja.

En El Jícaro, sin proponérselo Sandino ha descubierto la esencia de la lucha de guerrillas. Pero no la pondrá en práctica en forma metódica sino muchos meses más tarde. Porque previamente está la aventura de Puerto Cabezas. Hasta allí ha llegado Sandino atraído por las noticias de la llegada de las fuerzas de Sacasa y del general José María Moncada. Desde El Jícaro, los treinta hombres han descendido por el río Coco hacia la desembocadura en el Atlántico.

Se entrevista con Sacasa para ponerse a sus órdenes, y este lo deriva hacia Moncada. Sandino, simple obrero, trata de convencer al militar de carrera que es Moncada de lo útil que resultará en la campaña militar que se avecina, en procura de Managua, el apoyo y guarda del flanco norte, selvático, montañoso y limítrofe con Honduras, mientras el grueso del ejército marche en dirección oeste. Ofrece cumplir él esa misión y sólo recibe la negativa desdeñosa del ministro de Guerra. Ni siquiera logrará que éste le entregue armas modernas que las que él y sus hombres han obtenido con tanto sacrificio.

Años después referirá así la historia, embellecida para no lastimarlas, de las mujeres que le ayudaron a obtener rifles: …«El presidente y sus ministros quedaron encerrados en un círculo de casas de campaña del ejército yanqui. Yo salí con seis ayudantes y conmigo iba un grupo de muchachas, ayudándonos a sacar del agua rifles y parque, en número de treinta fusiles y siete mil cartuchos. La flojera de los políticos llegó hasta el ridículo, y fue entonces cuando comprendí que los hijos del pueblo estábamos sin directores y que hacían falta hombres nuevos».

La traición de Moncada en Tipitapa, bajo un árbol espino negro.

El pacto de Tipitapa

Sandino se desprende entonces del grueso del ejército de Moncada y por su propia cuenta emprende el viaje de regreso a la zona de donde ha partido. Las Segovias, que no tardará en hacerse famosa en todo el mundo. Ya los treinta hombres se han triplicado, quintuplicado posiblemente, con los añadidos que ha podido sustraer a Moncada.

La tropa, algo más disciplinada y pertrechada, establece su base de operaciones en San Rafael del Norte, a un día de viaje, en plena sierra, de Jinotega, cabecera del departamento del mismo nombre, que integra, con Ocotal, Estelí y Matagalpa, la región ya citada como Las Segovias. Con unos 200 hombres, Sandino inició en febrero acciones de hostigamiento contra las tropas de Chamorro. Se movía como él lo pensaba, en el norte, en dirección este-oeste, hacia el Pacífico, como acompañando la marcha que Moncada realizaba por el sur con el mismo propósito. Pero no actuaba de común acuerdo con Moncada ni dependía de él. Era una fuerza independiente y autónoma, en tren de aprendizaje y apertrechamiento. Porque, eso sí, cuantas veces las acciones se inclinaban en su favor y resultaban victoriosas, las fuerzas de Sandino tomaban las armas de los vencidos como botín más preciado. Eran más modernas que las que él poseía, un lujo cuya fuente de provisión era Estados Unidos.

La autosuficiencia de Moncada estuvo a punto de terminar con su ejército. En tanto las escasas fuerzas desperdigadas de Sandino libraban acciones victoriosas en los llanos de Yucapuca, en los cerros de Saraguasca, en Los Espejos, coronando su campaña con la captura de la ciudad de Jinotega, Moncada se había dejado atrapar y copar, tal como lo previó Sandino, en posiciones bordeadas por Matiguás, Tierra Azul y Muy Muy, que ocupaban los conservadores al mando del general Víquez.

Tan grave era la situación de Moncada, que un cable de AP del 6 de abril de 1927 daba cuenta del nivel crítico del ejército liberal, que ya había registrado en sus filas centenares de muertos y heridos. El cable añadía: “Antes de que se recibiera la noticia oficial, ya en esta ciudad (Managua) se tenían relatos concretos de la sangrienta acción, suministrados por los aviadores norteamericanos al servicio de Díaz, quienes tomaron parte activa en las tres batallas. Aquí se ha celebrado la buena nueva con disparos de rifles, cohetes y triquitraques. También se echaron a vuelo las campanas de las iglesias y de los conventos”.

El 13 de abril, Washington anunciaba oficialmente que las fuerzas sitiadas de Moncada habían abandonado 80.000 cartuchos, 16 ametralladoras, dos cañones y 120 obuses, y estaban en trance de desbandada general. Pero la ocupación fulminante de Jinotega, inesperada para los conservadores, alivió el cerco a Moncada.

Tropas sandinistas entrenan en las montañas

No resistimos a la tentación de reproducir un fragmento del relato, hecho por el propio Sandino, de la toma ele Jinotega: «A las cinco de la mañana del segundo día principiaron los fuegos de nuestros muchachos sobre las posiciones del enemigo. La ciudad estaba lóbrega. Con los primeros rayos del día se miraba pálida la luz eléctrica que la iluminaba. El panteón se distinguía de la ciudad por sus mausoleos blancos. El momento era propicio para que un Rubén Darío quedara en éxtasis. Era la primera vez que yo veía aquella ciudad. Me enamoré de ella como de una novia y jamás podré olvidarla».

Sandino tomó esa novia para sí y la ocupó militarmente. Desde allí prosiguió hasta San Ramón, que fue tomada el 18 de abril, dejando expedito el camino hacia Matagalpa, Chontales, Terrabona y Las Mercedes, lugar este último donde aún resistía Moncada. Hacia allí marchó Sandino a marcha forzada y ligándose con otras fuerzas liberales con las que estableció contacto decisivo, entabló la batalla final que permitió el levantamiento del cerco. Los conservadores eran los que ahora huían o se rendían a discreción. El camino hacia Managua estaba abierto. Sólo faltaba emprender la marcha. Sandino y sus nerviosos compañeros urgían aprovechar el pánico provocado y proseguir sin dilaciones para capturar Managua antes de que el enemigo se restableciese.

Moncada, alegando la necesidad de dar un descanso a sus maltrechas tropas, dispuso un receso de 48 horas. En cambio, aprovechando la buena disposición de Sandino, le ordenó regresar al norte, para reforzar las defensas de las posiciones capturadas. Sandino obedeció, pero en las siguientes 48 horas sería firmado el Pacto de Tipitapa: Moncada y Sacasa abandonarían la lucha comprados por la promesa norteamericana de que se permitirían próximas elecciones supervigiladas, en las que ellos, los liberales, obtendrían el triunfo a que tenían derecho.

«Yo quiero patria libre o morir»

En momentos en que Moncada emprendía la marcha hacia el oeste, desde el Atlántico, en Washington la diplomacia norteamericana estaba siendo reconsiderada. La inminencia de la convocatoria de la VI Conferencia Panamericana, prevista para enero de 1928 en La Habana, requería condiciones políticas y un ambiente más adecuado que el que se observa en toda América Latina. Los violentísimos editoriales de los diarios más conservadores y tradicionales del continente, fustigando la intervención de las fuerzas estadounidense en Nicaragua, eran apenas un pálido reflejo de los informes consulares y de los embajadores destacados en las capitales de todo el mundo, dando cuenta del clima adverso que prevalecía, y de la simpatía con que se observaba la resistencia de los liberales.

En Washington, la evaluación conduce a una conclusión. “Lo de Nicaragua” debe terminar cuanto antes, ya que lo de México “se va encarrilando adecuadamente” gracias a la “comprensión” del presidente Calles. Para “arreglar” lo de Nicaragua, Collidge despacha en un barco de guerra a un amigo personal suyo, el coronel Henry L. Stimson. Cuando el viajero llega a destino se topa con las alarmantes noticias de la inminente toma de Managua por el general liberal Moncada. Invita, pues, Stimson, al doctor Sacasa, teóricamente presidente de Nicaragua, a que se traslade con un salvoconducto hasta Managua. Se inician conversaciones de tregua y paz, en momentos en que los liberales, dueños ya de la localidad de Boaco, tenían prácticamente al alcance de la mano la toma de la capital. El general Moncada, invitado a su vez por Stimson, accede a trasladarse hasta Tipitapa, a escasos kilómetros de Managua. Allí, en conversaciones realizadas a la sombra de un espino negro, pacta con el delegado de Collidge las siguientes condiciones:

Liberales y conservadores serán desarmados por igual. El “presidente” Díaz continuará actuando como tal hasta el 31 de diciembre de 1928. Antes de esa fecha se celebrarán elecciones que serán “supervigiladas” por las fuerzas de Estados Unidos, que permanecerán en el país como único cuerpo armado legal, si bien sus efectivos serán reducidos al mínimo indispensable para asegurar la pacificación. Los liberales gozarán de todo tipo de garantías para desarrollar actividades políticas, y el poder les será entregado si resultaren triunfantes en las elecciones. A los soldados liberales que entreguen voluntariamente sus armas, se les pagará a razón de diez dólares por rifle, reconociéndoseles la propiedad del caballo o del asno de que se hubiesen adueñado para la marcha. Los que no acepten la paz serán declarados “bandits” -es decir, bandoleros- y puestos fuera de la ley.

El 4 de mayo, Moncada, a espaldas incluso de Sacasa, pacta la paz con Stimson, en presencia del almirante Latimer y del avezado diplomático Dawson, Se compromete a entregar todas las armas el 12 de mayo siguiente, en la localidad de Las Banderas. La casi totalidad de los oficiales de Moncada aceptan el trato. Cuando Sandino es invitado a trasladarse a Tipitapa, se encuentra con que todo está concluido, el pacto realizado, y que su única tarea, ahora, será la de entregar las armas, cobra por ellas y disolver sus fuerzas.

Sandino protesta. Se le ha notificado con tardanza como a propósito, y no ha intervenido para otra cosa que para escuchar las órdenes finales. ¿Qué podrán decir los soldados que murieron por la causa liberal? ¿Qué podrá decirles él a los que aún se mantienen en armas, no por apetencia del poder sino porque no admiten que fuerzas extranjeras ocupen el país y dispongan de él a su arbitrio?

La discusión se torna agitada. En cierto momento, Moncada, socarronamente, le pregunta al improvisado militar que es Sandino:

– Y a usted, ¿quién lo ha hecho general?

– Mis compañeros de lucha, señor –responde el interpelado– mi título no lo debo a traidores ni a invasores.

Moncada puede ser persuasivo y, detrás de él, tiene no sólo a sus propias fuerzas sino, ahora, las de Estados Unidos. Sandino finge aceptar las condiciones: Ha dejado a sus tropas y su armamento en San Rafael del Norte y Jinotega, y necesita regresar hasta allí para informar a su gente y recoger los fusiles para entregarlos, Moncada le concede la venia para el regreso. Sandino regresa a Jinotega y de inmediato dispone que todas las armas sean transportadas y ocultadas en las montañas de Las Segovias. Pero como no desea jugar sucio a sus soldados, les explica lo que ha ocurrido y en forma cordial les notifica que aquellos que deseen retornar a sus hogares pueden hacerlo, pero que él continuará luchando contra la intervención, junto con los que quieran, a partir de ese momento, unírsele en la resistencia.

El 12 de mayo de 1927, desde la localidad de Yalí, expide Sandino un documento en el cual notifica su voluntad de continuar la lucha. Allí dirá: «Mi resolución es ésta: yo no estoy dispuesto a entregar mis armas en caso de que todos lo hagan. Yo me haré morir con los pocos que me acompañan porque es preferible hacernos morir como rebeldes y no vivir como esclavos”.

Días más tarde, el 18 de mayo, fecha en que cumplía 32 años de edad, Sandino se casaba con Blanca Araúz, la telegrafista de San Rafael del Norte, con misa de esponsales, previa confesión. Dos días después, el 20, partía con sus tropas en dirección a la montaña. La suerte estaba echada. “Yo quiero patria libre o morir”. La guerra de guerrillas “contra el yanqui” se iniciaba.

Augusto Sandino, Francisco Estrada y Juan Gregorio Colindres en 1928.

La guerra de guerrillas

Anoticiado por telégrafo de la decisión de Sandino, Moncada trata de disuadido, y al efecto se traslada hacia Jinotega en compañía de su secretario, un tal Anastasio Somoza, algunos oficiales norteamericanos y el propio padre del rebelde, don Gregorio, de quien es viejo amigo. Al no encontrarlo, deja una carta en manos de don Gregorio, llamando a la reflexión a Augusto y pidiéndole el cese de toda resistencia.

Sandino le contestará con otra carta: «quiero que venga a desarmarme. Estoy en mi puesto y lo espero. De lo contrario no me harán ceder. Yo no me vendo, ni me rindo: tienen que vencerme. Creo cumplir con mi deber y deseo que mi protesta quede para el futuro escrita con sangre».

En las siguientes semanas, pocas o casi ninguna noticia de acciones bélicas trascenderá al mundo. Aunque ha rescatado centenares de rifles y hasta unas pocas ametralladoras, los que lo acompañan no pasan del medio centenar. Es cierto que han elegido territorio donde su gente se mueve a gusto, puesto que en su mayor parte son naturales de la región. La zona es selvática, monstruosa, y prácticamente inaccesible para quien pueda convertirla en bastión con los recursos que el ingenio y la determinación puedan proporcionar.

Se elige simbólicamente un cerro, denominado El Chipote o Chipotón, voz de connotación escatológica. Será el signo de la resistencia enhiesta y lugar de reunión periódica de fas fuerzas en campaña. En el mes de junio despacha notificaciones a los jefes políticos, informándoles que él se constituye en única autoridad legítima de la zona. Una de esas notificaciones, fechada el 18, contiene una expresión que se hará famosa en el mundo entero, como frase acuñada que será el símbolo de su lucha: “Patria y libertad”. Quizás, sin proponérselo, Sandino remeda a la distancia el grito de guerra de Zapata, el agrarista mexicano de quien tanto ha oído hablar en Tampico: “¡Tierra y libertad!”.

El 19 de julio, la agencia noticiosa UP informa desde Managua que “el insurrecto que se titula general Sandino se apoderó de las minas de oro de San Albino, cuyo valor se calcula en 700.000 dólares y son propiedad del ciudadano norteamericano Mr. Charles Butter”, Toma así estado público mundial, lo que hasta ese momento no eran sino versiones. Hombres de Nicaragua, patriotas, se habían alzado en armas contra la intervención norteamericana y procedían ya activamente, sin medir las consecuencias de su osadía. La toma de la mina era en sí misma un símbolo de la rebelión. No se hacía contra nicaragüenses, sino contra extranjeros, de la misma nacionalidad que la de los invasores. Precisamente el mismo día 19 de julio, Sandino da a conocer su primer manifiesto político, donde, entre otras cosas, expresa:

«Soy nicaragüense y me siento orgulloso de que en mis venas circule, más que cualquiera, la sangre india americana, que por atavismo encierra el misterio de ser patriota leal y sincero; el vínculo de nacionalidad me da derecho a asumir la responsabilidad de mis actos en las cuestiones de Nicaragua y por ende, de la América Central y de todo el Continente de nuestra habla, sin importarme que los pesimistas y los cobardes me den el título que a su calidad de eunucos más les acomode.

Soy trabajador de la ciudad, artesano como se dice en este país, pero mi ideal campea en un amplio horizonte de internacionalismo, en el derecho de ser libre y de exigir justicia, aunque para alcanzar ese estado de perfección sea necesario derramar la propia y ajena sangre.

…Mi mayor honra es surgir del seno de los oprimidos, que son el alma y el nervio de la raza.

…Los grandes dirán que soy muy pequeño para la obra que tengo emprendida; pero mi insignificancia está sobrepujada por la altivez de mi corazón de patriota, y así juro ante la Patria y ante la historia que mi espada defenderá el decoro nacional y que será redención para los oprimidos. Acepto 1a invitación a la lucha y yo mismo la provoco y al reto del invasor cobarde y de los traidores a mi Patria, contesto con mi grito de combate y mi pecho y el de mis soldados formarán murallas donde se lleguen a estrellar las legiones de los enemigos de Nicaragua. Podrá morir el último de mis soldados, que son los soldados de la libertad de Nicaragua, pero antes, más de un batallón de los vuestros, invasor rubio, habrá mordido el polvo de mis agrestes montañas…

…Venid, gleba de morfinómanos; venir a asesinarnos en nuestra propia tierra, que yo os espero a pie firme al frente de mis patriotas soldados, sin importarme el número de vosotros; pero tened presente que cuando esto suceda, la destrucción de vuestra grandeza trepidará en el Capitolio de Washington, enrojeciendo con vuestra sangre la esfera blanca que corona vuestra famosa White House, antro donde maquináis vuestros crímenes».

Años de lucha

Es, sin duda, un documento altisonante, solemne, casi fanfarrón. Nada pinta mejor al personaje que esas frases llenas de pomposa retórica patriótica. Pero cabe situarse en la época y en el país para comprender cómo ése y no otro podía ser el lenguaje de quien aspiraba a ser el intérprete de la reacción general operada contra esa y otras invasiones que desde principios de siglo tenían por campo los pequeños países del Caribe y hasta grandes naciones, como la perturbada México de 1910 a 1930.

Todas las proclamas y documentos que emitirá Sandino a partir de entonces tendrán el mismo sello particular, fogoso y retador hacia el invasor extranjero y hacia quienes, dentro del país, colaboran con aquellos en lo que, para Sandino y para el resto del mundo, no es sino el sojuzgamiento de Nicaragua por la infantería de marina de los Estados Unidos.

El ejemplo más famoso de esa índole lo proveerá la respuesta que recorrerá no muchos días después el mundo entero, dada por Sandino a G. D. Hatfield, “Commanding Officer” (Oficial Comandante) de la Infantería de Marina norteamericana. Hatfield remitió al caudillo rebelde una notificación y emplazamiento, acordándole 48 horas para deponer las armas en Ocotal, previniéndole que en caso contrario “será proscrito y puesto fuera de la ley, perseguido dondequiera y repudiado en todas partes, en espera de una muerte infamante: no la del soldado que cae en la batalla, sino la del criminal que merece ser baleado por la espalda por sus propios seguidores”.

La respuesta fue breve y concisa: «Recibí su comunicación ayer y estoy entendido de ella. No me rendiré y aquí los espero. Yo quiero patria libre o morir. No les tengo miedo. Cuento con el ardor y el patriotismo de los que me acompañan. Patria y Libertad. A. C. Sandino».

Pero para no contentarse con notas inflamables, Sandino resuelve atacar El Ocotal por sorpresa. Su telegrama de respuesta está fechado en El Chipote, a varias jornadas de distancia, en plena sierra; pero ha sido remitido, en verdad, desde San Fernando, localidad mucho más cercana a Ocotal, a la que, en efecto, ataca en la madrugada del 17 de julio. La batalla durará diecisiete horas, al cabo ele las cuales Sandino deberá retirarse sin haber logrado la captura de los marines y sus colaboradores nicaragüenses.

Hay, sin embargo, una novedad digna de mención. La defensa de Hatfield ha sido posible gracias a la ayuda prestada por la aviación estadounidense. Cinco aviones convocados por telégrafo a poco de iniciarse la batalla, ametrallan a la desprevenida tropa, que en su vida había tenido ocasión de verlos. No olvidemos que estamos en 1927, en América Central, y no en Estados Unidos o en Europa. No olvidemos que ese será el año del vuelo de Lindbergh.

La aviación causó estragos en las filas sandinistas, Se calculó entre 100 a 200 el número de muertos, y en otros 200 el de heridos, la mayor parte, gente del pueblo que se unió al guerrillero en cuanto se inició el ataque. Sandino revelará más tarde que solamente 60 de sus hombres estaban armados, que el resto se le había unido por simpatía, y había muerto por ignorancia de las nuevas técnicas de guerra. El general Logan Feland, que fue quien ordenó el ataque aéreo, reveló que sólo había muerto un estadounidense.

Ante las noticias que se conocieron en todo el mundo, una ola de horror indignación cundió por doquier. La “American Federation of Labor” (Federación Estadounidense del Trabajo), en reunión especial, condenó la masacre, y entre otros, el gobernador del Estado de Illinois, Edward Dunne, en carta abierta al presidente Coolidge, dijo: “La matanza de 300 nicaragüenses, hecha por los norteamericanos, constituye una mancha para Estados Unidos, y por tal motivo pido la degradación y el castigo del general Feland, que fue quien ordenó el bombardeo en un país con el cual estamos en paz y donde sabemos que no hay aeroplanos ni cañones antiaéreos. En toda la historia norteamericana no se ha visto jamás un acto de indecencia tal como el que ahora está exhibiéndose en Nicaragua”.

El reverso de Dunne Io constituyeron Adolfo Díaz y Moncada. El primero, al pedir a Coolidge que los aviadores fuesen condecorados; el segundo, al asistir al banquete oficial con que esos aviadores y otros oficiales norteamericanos fueron agasajados, por la proeza. A partir de entonces, esas y otras “proezas” análogas se fueron sucediendo en el país.

En tanto de acuerdo con el Pacto de Tipitapa se preparaban las elecciones bajo supervisión de Estados Unidos, Sandino cumplía acciones de guerrilla en toda la zona de Las Segovias. Sus enemigos eran los llamados ”gringos” o “machos”, simplemente “yanquis” o “yankees”, pero también lo eran las tropas adiestradas por éstos, la “Guardia Nacional”, o “Guardia Constabularia” (del inglés, Constabulary, que sígnica el equivalente a Policía Militar). Los nombres de lugares de Nicaragua comenzaron a ser familiares en todos los periódicos del mundo: El Jícaro, Las Flores, San Fernando, Ocotal, El Chipote, Las Cruces, El Bramadero, son todos designaciones de uno o varios encuentros armados que se van sucediendo en 1927, 1928 y 1929.

Combate entre San Lucas y Somoto 1928

Decenas de veces los cables lo dan por muerto o capturado, y otras tantas veces reaparece donde menos se lo espera, a retaguardia, hacia el sur, por el lado del Atlántico. Nunca está en el mismo lugar dos días seguidos, a no ser en su cuartel general de San Rafael del Norte, que parece inexpugnable. Detrás de él, hacia el norte, la montaña y la selva que limitan con Honduras, donde continúan montaña y selva, son sus mejores colaboradores.

Por Honduras ingresará a Nicaragua, arriesgando su vida, un periodista norteamericano amigo de la causa de Sandino y que después dedicará varios libros en favor de los países de América Latina: Carleton Beals. Es ese periodista quien dará cuenta de cuanto ha visto en el campamento guerrillero y de las ideas de éste, sin falsificaciones ni aditamentos.

Sandino es un nacionalista nato. No lucha sino por ver libre a su patria de invasores, y no le guía otro propósito en su lucha sino ese único. No tiene apetencias políticas ni afán de mando; sí, en cambio, y eso es inocultable, un ansia de gloria que le rezuma por todos los poros. Pero es un sentimiento legítimo tanto como plausible, pues es la gloria que desearon cada uno de los guerreros de la Independencia, el siglo pasado.

Es contradictorio y quizás hasta despótico en sus desplantes, pero nunca sus contradicciones lo apartarán de su objetivo primordial: arrojar de su patria al invasor. Es en lo único en que nunca cambiará, y para lo cual aceptará la ayuda de quienquiera que sea. Así lo apoyarán alternativamente los apristas de Víctor Haya de la Torre, los anarquistas de todo el mundo, sacudidos ya desde años antes por el drama trágico de Sacco y Vanzetti (dos inmigrantes italianos, trabajadores y anarquistas, que fueron juzgados, sentenciados y ejecutados en la silla eléctrica el 23 de agosto de 1927 en Massachusetts por su defensa de los intereses de los obreros), los comunistas, los socialistas, los independientes sin partido o con él.

Tabular los cientos de encuentros de mayor o menor importancia sería tarea ímproba. De todos modos, cabe consignar que nunca pudo ser atrapado pero llegó un momento, a mediados de 1929, en que fue atraído por promesas de fuerte ayuda, en armas y dinero, desde México. Él creyó en esas promesas, y en forma semiclandestina alcanzó el país azteca en el cual, sin embargo, comprobó que sus esperanzas eran vanas. El presidente mexicano, Portes Gil, usó sin embargo de muchas añagazas para retenerlo sin ponerlo preso, recluyéndolo poco más o menos que en prisión dorada, en la remota Mérida de Yucatán. Pero cuando Sandino percibe la verdad del juego, dispone el sigiloso regreso, que cumple antes de terminado el año de su estada en México.

En mayo de 1930 está, en efecto, de regreso en la selva norteña nicaragüense, y al mes siguiente, junio, está librando nuevamente combates contra la infantería de marina.

Adiós a Sandino, pintura al óleo de Armando Morales

(*) Parte de un ensayo publicado por Gregorio Selser en la revista «La Univerdad», No. 5 Año 94 Septiembre-Octubre 1969, de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de El Salvador (UES).