Las Casas de Seguridad de Carlos Fonseca Managua. Instituto de Estudio del Sandinismo, noviembre de 1986

Las Casas de Seguridad de Carlos Fonseca Managua. Instituto de Estudio del Sandinismo, noviembre de 1986

“En algún lugar de Nicaragua…”: Así fechaba Carlos Fonseca sus más importantes proclamas y documentos, escritos en noches enteras de desvelo con sólo la luz de un candil. Muchas veces ese candil estaba en el hogar de un hombre o una mujer del pueblo.

Una parte muy valiosa de la historia clandestina del Frente Sandinista –la más dura de todas las historias– pasa sin duda por aquellas viviendas, que albergaron valientemente a los principales dirigentes. La vida del Jefe de la Revolución dependió muchas veces de estas Casas de Seguridad. Fueron 25 años de lucha vividos intensamente por Carlos y sus colaboradores más cercanos, conscientes del riesgo que constituía su apoyo al FSLN, riesgo que en ocasiones se convirtió en realidad.

La crónica del diario Barricada presentada en 1986, no pretende reconstruir la gran historia de la vida clandestina del Frente, sino ubicar solamente a algunos colaboradores y algunas casas en Managua, en una de esas etapas de rica experiencia revolucionaria. Intenta además demostrar por qué estas viviendas son parte del patrimonio histórico nacional, y como tal deben ser objeto de estudios posteriores y de un esfuerzo superior de FSLN por rescatarlas del anonimato y convertirlas en sitios históricos donde el pueblo pueda conocer parte de aquel período de batalla en las: sombras, que hizo posible el advenimiento de la luz.

La mujer acomodó casi con arte la comida en una lata de avena Quaker: arroz frito, un puño de frijolitos rojos y algo de carne desmenuzada, con un pedazo de tortilla encima. Pensó que el muchacho –a quien ella hablaba de usted por ese inevitable respeto que inspiraba a primera vista– estaba muy flaco, demasiado flaco para las tareas tan gruesas que se planteaba.

El “aliño” quedó sobre la estufa con un mínimo de brasa. Como siempre, la comida estaría caliente, como recién cocinada, cuando él se acordara que alguna vez había que comer.

Hace seis días él cumplió 28 años, recordó (ya no era tan muchacho, pero ella era mayor). No hubo celebración, ni pastel, ni cantos de “happy birthday”. Tiempos difíciles aquellos.

Era hoy un día de San Pedro, onomástico de su hijo Pedro Rafael. Tampoco esta vez hubo regalos, porque la camisa nueva y el pantalón reparado que tenía reservado para él en este día, se los dio al muchacho flaco. “Cómo un hombre tan importante puede andar tan mal vestido”. No pudo evitarlo. Le dio la ropa esa misma mañana, aunque él protestó, tal vez porque sabía que el destinatario original era Pedro Rafael.

Un niño pasó corriendo, descalzo, frente a la casita del Barrio Santa Ana. “Viene el correo”, se alegró la mujer, pero un puñal imaginario se le hundió en el corazón cuando el cipote gritó en la puerta: “Mamita Aurora, lo agarraron en el Barrio San Luis. Se lo llevaron, mamita”. Era el 29 de junio del año 1964.

San Luis

Del edificio Armando Guido, tres al sur y media abajo, en la calle, pavimentada, otros niños juegan. Han pasado más de 22 años. El mecánico José Bolaños Marenco cree oír el murmullo de los vecinos. “Allí llega… dicen que él es…” Mira todavía a aquellos jóvenes entrar y salir por las dos puertas de madera, descoloridas por el tiempo y el terremoto, que no pudo botarla.

Doña Irene era la pulpera. Y la madre de José Benito Escobar (“Arturo”). Oyó aquel día el motor de los vehículos y el crujir de las botas militares. La casa había sido denunciada por un agente de la seguridad somocista, y ya sobre las doce del día, estaba rodeada por la Guardia.

Su hijo saltó un muro, o dos, y escapó por el patio con los documentos. A las dos cuadras de allí, se escucharon los gritos.

“¡Soy Carlos Fonseca!”, “¡Soy Víctor Tirado!”. La captura fue inmediata, pero los guardias quedaron en evidencia. El barrio entero oyó los nombres de los detenidos.

Al otro lado de la ciudad, Aurora Dávila de Núñez apartó apurada la comida de la estufa. Las horas se le hicieron minutos cuando terminó de echar todos los papeles dentro del baúl y cruzó la calle. “Doña Zoilita”, guárdeme esta valija aquí y yo le pago este mes el alquiler”. Debajo de una cama, tapadas por bloques de cemento y ramas, quedaron a salvo en Santa Ana las estructuras del Frente Sandinista.

Llamado entonces “Las Latas”, este barrio albergó una de las primeras casas de seguridad de Carlos. Aquí se dedicó a la forja de la base urbana.

En enero de 1963, una vivienda en Monseñor Lezcano lo había recibido a su regreso de Honduras. Allí estaban Mariana López Pérez, (Mary) y Pedro Avilés (Peter). De esa casa salían la dirección de la acciones sandinistas al interior del país, los contactos clandestinos con células sindicales y estudiantiles, y el minucioso estudio de la experiencia revolucionaria nacional.

Aquí está todavía el pozo seco, detrás de un alto portón de hierro que una vez fue de madera. El Comandante dormía en lo que hoy es el lavandero y la sala, que entonces servía de local de reuniones, está remodelada.

Berta Gutiérrez lleva casi cinco años de vivir aquí, y aunque conoce parte de la historia, no había querido creerla. “Usted sabe, la gente dice tantas cosas… además, esta es una casa como cualquier otra”.

Luego lo albergaría otra vivienda, la de Teodorita Rubí, de donde fue el cine Luciérnaga, media cuadra arriba y media al sur. La anfitriona canalizaba la escasa ayuda que se conseguía, mientras duró la prisión de Carlos. Ella fue el correo y garantizó la comunicación del Comandante con el resto de la dirigencia revolucionaria.

En septiembre de 1964, el Jefe de la Revolución seguía en su celda de La Aviación. En la casa de doña Aurora, transformada, no estaba ya la tijera donde dormía Carlos ni tampoco la de Pablo Úbeda.

Un ruido en la puerta la sobresaltó.

“Madre, ¿y la valija?”, preguntó José Benito sin tiempo para el saludo. “La quemé”, fue la respuesta. Pensativo, Arturo movía tristemente la cabeza cuando sintió la mano de la mujer sobre la suya. Venga por aquí, pues, le dijo llevándolo hasta la vivienda vecina. Movió los bloques, levantó las ramas y el baúl apareció nítido, gigantesco. Ella soltó una risa bandida. Definitivamente era mucho más que una colaboradora leal.

Seis de enero de 1965: los detenidos fueron deportados hacia Guatemala. “Pueden expulsar mi cuerpo, pero jamás podrán expulsar de mi espíritu la decisión de combatir porque Nicaragua sea libre y su pueblo feliz”, escribió Carlos.

Durante los siete meses siguientes, su correspondencia secreta para la Dirección evadiría aduanas, sellos y peligros. Los mensajes llegaban desde México. Se recibían a través de Alberto Cornavaca.

También doña Aurora tenía cartas de Carlos para “mi mamita linda”. Las leía una y otra vez. Después de quemarlas, se escondía a llorar.

Monseñor Lezcano

– ¿Quiénes son esos hombres que llegan aquí?

– Ah, esos son panaderos.

– ¿Será? Pero no tienen cara de vender pan…

Las condiciones políticas del país, obligaron a doña Aurora a cambiar otra vez de domicilio.

Una casa en Monseñor Lezcano sería entonces el albergue seguro para esperar, en la Semana Santa de 1966, el ingreso clandestino de Carlos al país.

La nueva estructura de seguridad ya estaba montada. El pequeño Róger –desde los nueve años, correo– crecería entonces al lado de su máximo dirigente quien conocerla, con profundo dolor, de su caída en combate cuatro años después. Se trata de Róger Núñez, por supuesto.

“Este córdoba que sobra vamos a guardarlo, porque el dinero se ahorra”, repetía ante los ojos ansiosos del muchacho y sus hermanos menores, desesperados por acabar con aquellos pociclitos, con los huevos chimbos y las cajetitas de coco que él les repartía algunas veces. Siempre por la noche, cuando terminaba de trabajar.

La vivienda se mantiene intacta en su fachada. De la Estatua, una al sur y diez varas arriba. Sobre la acera ancha, la mecedora de Rosa Castro, se detiene de repente: Pase, pues.

En el comedor, estrecho y oscuro, tuvieron lugar importantes reuniones de trabajo político. Ahora; siete niños miran muñecos en la televisión.

– Si es que sólo cosas sorprendente nos pasan a nosotros, dice la mujer sonriendo, nerviosa. ¿Cómo imaginar que este lugar, donde ella vio crecer durante 14 años a la mayoría de sus hijos, tiene tremendo pedazo de historia?

Imaginar al Comandante aquí, absorto en su lectura, firme la voz en las orientaciones políticas, la vista clavada en su achacosa máquina de escribir. En la puerta, Aurora vendía pan.

“Sólo casas estratégicas se busca esta vieja maldita”, gruñiría después un agente de la OSN durante el cateo de otra vivienda, por los rieles –allá, de “El Grano de Oro” para adentro, casi a orilla del lago– de donde la sacaron directo a La Modelo.

Su hijo fue llevado también a “fundar” la cárcel. Róger tampoco tuvo un “queque” en su decimoquinto cumpleaños. Estaba en una celda de dos por uno.

Luego vino la casa del Barrio Blandón, de “El Buen Samaritano” una al sur y dos arriba. Allí, un espejo contra la pared de la sala, de cara a la entrada, era el mejor escolta. Sentado de espaldas a la puerta, Carlos sólo apartaba la vista de su libro y el espejo le decía todo lo demás.

– Morimos juntos él y yo, mamita, la tranquilizaba el Comandante cuando ella dejaba traslucir preocupación por el destino de su retoño guerrillero –Niquito como le llamaba él.

San Isidro

La vieja camioneta peleaba con piedras y polvo. El reloj de Germán Gaitán, al volante, marcó las once de la noche. Entre las matas, hombres agachados como gatos avanzaban en un cerco casi perfecto. Las luces del vehículo aparecían en cada vuelta del camino.

– ¿Y es que a enterrar este anciano es que vamos a ir hasta allá?, insistía doña Aurora sin comprender cómo aquel montón de huesos temblorosos, bajo trapos y sombrero, podía ser objeto de semejante operativo de seguridad.

Managua era un puntito tras seis kilómetros de marcha. El hombre abrió la puerta. “Al fin llegaron”, pensó con alivio al ver saltar del vehículo la figura larga del nuevo huésped. El disfraz cayó al suelo.

“¡Zángano viejo! ¡Cómo juegan con uno ustedes!”, le reclamó la mujer golpeando el pecho de Carlos, bajo su abrazo.

Lo que una vez fue sólo montaña es hoy un barrio rural, que mantiene intactos sus árboles desgarbados. Don Guillermo Núñez vuelve a asomarse al camino, apoyando ahora sus 73 años sobre un bastón que cruje. “¿Recuerdos? Sólo en mi cabeza, y ahí estarán hasta que yo muera…”.

En la sala, el tiempo no pasó. Desde la pared, el hombre del retrato es, como hace veinte años, el centro de la vida en esta casa. “Mi hijo Comandante” le llama todavía el hombre, quien jamás pudo pronunciar su nombre. Carlos era, solamente y por respeto, “Don”.

La primera vez que lo vio, en la panadería de su hermano Rafael, creyó que era un ganadero. Camisa manga larga, sombrero de cuero. Alto, ojos azules, llegaba a comprar “el pan de mentira”.

Luego fue su huésped y su maestro, el que celebraba una tortilla, suculento banquete; el que colgó del techo un radito para doña Carmela (todavía está el clavo en esa viga); el que lo regañaba ante el menor titubeo “y siempre me dejaba convencido de esta lucha”.

Y don Guillermo era el baquiano en San Isidro. Les enseñó los mejores pasadizos para llegar a la casa… Pochocuape, El Amparo, La Cañada. Un tronco cruzado en el centro del camino era la señal para los que llegaban por primera vez.

– Del palo seco, te decían, son unos diez metros y luego a la izquierda está la casa, recuerda Julio López a quien el Comandante mandó a llamar a fines de 1966, para formalizar su trabajo desde la presidencia del centro estudiantil del Ramírez Goyena.

Durante varios meses, las flechitas y círculos sobre el mapa de Jinotega crecieron al calor del hogar, protegidos por el ¡clan! ¡clan! de una lata, que el viejo sonaba cuando alguien se acercaba a la casa. “Y por esta ventanita de palo se asomaba el Don. Yo posteaba siempre que ellos estaban en sus reuniones”.

No había lámparas de gas y mucho menos luz eléctrica. Sólo un candil alumbraba las teclas; el rodillo daba vueltas hasta las tres o cuatro de la madrugada. A las cinco, el Comandante ya estaba corriendo. Guillermo lo veía bajar y subir el cerro vecino, con una mochila de piedras en la espalda.

Pancasán estaba cerca.

Santa Clara

– Las órdenes son órdenes… se cumplen, murmuraba don Guillermo mientras abría un hoyo en el piso de cemento para esconder los documentos dejados por el huésped, que ya habla partido. Con un montón de ropa vieja, Carmela cubrió el sitio donde estuvo su tijera de saco y su mesita. La casa queda “sellada”, había dicho Carlos.

Días después llegaron, buscando refugio, Catalino Flores y Filemón Rivera, herido. El hombre deseó con toda el alma ayudarlos, pero el Don habla dicho “ni uno más”. Sólo les permitió pasar la noche. El peligro era un huésped oculto en San Isidro.

En las primeras horas del día, los combatientes salieron. A las tres de la tarde, la Guardia sólo encontraría en la casa a don Guillermo. Esta, su primera captura, lo mantuvo seis meses en La Loma, La Aviación y El Hormiguero.

Lo acusaron hasta de haber nacido. Era un viejo peligroso. La plana mayor del Frente Sandinista comía de sus siembras, ¿para qué más? –Yo sólo conozco a un Don, respondería él.

– ¡Usted ha violado la Constitución!, “y yo ni siquiera la conocía a esa tal Constitución…”.

En la celda, varios de sus hijos. Faltaban allí Socorrito y Noel: estaban con Carlos.

“Lléveselos pues, Don, se los entrego a la causa”, le habla respondido el hombre.

La muchacha, de 25 años, jamás lo dejó sentir hambre ni andar con la ropa sucia; el niño, de apenas siete, era el mejor correo y vigilante a tiempo completo en el Barrio Santa Clara.

Frente a la Rolter, la memoria lleva a Élida del Socorro Núñez hacia el lago. Una, dos, tres cuadras, y más vueltas. ¿Cómo dar con la casa veinte años después? De pronto, la única callecita de tierra que sobrevivió al cemento, da la pista. “¡Allí es!”.

La pared frontal, ahora pintada con un verde pálido, conserva la ventanita, puesto de mando de Noel. Adentro, el patio lleno de luz ilumina la habitación que fue de Carlos, donde guardaba las armas, donde hacía ejercicio “hasta quedar bañado en sudor”.

Socorro tiene 25 otra vez y está en la cocina. Oye el taca–taca de la máquina, y pelea con el Comandante, que no quiere atrasarse comiendo. Afuera, la Guardia vigila las calles y frente a ellos cruza rápido José Benito. En su bolsa, cien córdobas para las compras de la semana.

– Vos no tengás miedo que nada va a pasar, le había dicho tantas veces. “Pero Don…”, dudaba ella, quien jamás supo “que tanto escribía”. La muchacha se llenaba de valor.

Después de Santa Clara –casa de Julio Jerez– Carlos realizó reuniones en una vivienda del Barrio Riguero.

Allí, esquina opuesta a la iglesia a la que siempre soñó protegida por un cura revolucionario. En esa casa, algunos lo vieron por última vez.

Él se despidió allí de Socorrito “como cualquier otro día”. Ella regresó con Noel a San Isidro y comenzó a trabajar organizando campesinos. Diez años después, la voz de “Arturo” en Radio Habana le daría la noticia.

Ganadero, viejito, muchacha flaca… debajo de todos los disfraces estuvo Carlos. Las casas del pueblo fueron su casa en la ciudad. Los árboles y el fuego, sus guardianes en la montaña.

Pasó Pancasán –”no todo fue derrota”.

Pasó su celda en Costa Rica y su liberación.

Pasaron años de trabajo en el exterior y su regreso, otra vez clandestino.

Otras casas de seguridad lo cobijaron. Muchos pudieron verlo todavía en Las Piedrecitas, en la Carretera Sur, en… tantos otros lugares.

También lo vieron en Boca de Piedra. El sol y la tierra le dieron un abrazo.

Una vez más, en casa.

(*) Separata del diario Barricada en Saludo al 25 Aniversario de fundación del Frente Sandinista de Liberación Nacional, FSLN y 10 de la heroica caída en combate del Comandante Carlos Fonseca. Artículo de Gabriela Selser.

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