Cómo apreciar al Rubén Darío de «el alba de oro» Managua. Por Juan Aburto, recopilado por Alfonsina Aburto

Cómo apreciar al Rubén Darío de «el alba de oro» Managua. Por Juan Aburto, recopilado por Alfonsina Aburto

Juan Aburto nació en Managua en mayo de 1918. Fue empleado bancario hasta 1977. Trabajó también en la emisora La voz de la América Central. Participó de varios grupos y círculos literarios que se formaron en el país después del movimiento de Vanguardia: el Taller San Lucas, Ventana y la Generación Traicionada. Con ejemplar devoción y desinterés, fue mentor e impulsor de generaciones de jóvenes escritores y pintores. Como escritor, se relacionó con autores de todas las generaciones literarias posteriores al movimiento de vanguardia.

El cuentista nicaragüense Juan Aburto

Su cuentística incorpora el mundo urbano aún en estadio provinciano de la capital, en la Managua de 1920 a 1960. Entre la provincia y la capital, entre la recreación de la mitología de los “cuentos de camino” y sus anticuentos infantiles, y la factura de formas breves, ingeniosas y fantásticas, se encuentra el punto de apoyo desde el cual se impulsa y manifiesta su narrativa. Juan Aburto falleció en la ciudad de México en 1988, mientras representaba a Nicaragua en el Encuentro de Narradores Latinoamericanos.

Conocimiento y apreciación de Rubén Darío

Paradójicamente, Rubén Darío en Nicaragua –mucho más que en otros países– ha tenido muy lenta difusión y con frecuencia una errada apreciación estética y humana. Algunas de las causas de ello podrían ser las siguientes.

El primer poema de Rubén Darío que conocí formalmente fue “Tarde del Trópico”, que venía impreso al reverso de los cuadernos de escritura que les daban a los párvulos donde los Hermanos Cristianos. Eso fue por el año 1923, como quien dice recién sepultado Rubén, y el poema, si bien pertenece a “Cantos de Vida y Esperanza”, no es insustituible representativo de la alta poesía de Darío. Por entonces escuchaba citar y por donde quiera recitar a cada paso los “Cuentos quieres, niña bella”, el negro de la “Guzla de oro” y el poco de elefantes “A la orilla del mar”. Nadie pasaba por allí. Ni los maestros de escuela, ni las señoritas sentimentales, ni los bohemios literatos, mucho menos el pueblo.

Ulteriormente, ya adulto, pensando en eso llegué a establecer que en aquella época, extrañamente, jamás escuché a alguien, ni en el colegio, ni en veladas, ni en reuniones, decir algún poema, por ejemplo como “El Poeta pregunta por Stella” o los “Nocturnos”. El único conocido en ese orden era “Marcha Triunfal”, quizá porque se escuchaba en discos de la Víctor, y esto solamente entre las gentes de la clase media arriba que podían adquirir la maravilla nueva de un gramófono, el que propagaba la “Marcha” con una voz gruesa, engolada y estruendosa.

Aquel estancamiento de Darío se debía seguramente a lo que él mismo augurara: no había llegado aún a las multitudes. Y ese sutil arribar era interferido, además, por ingratos incidentes exteriores. Por su reciente y física desaparición, y en un medio atrasado como el nuestro no había comenzado a sentarse todavía el espíritu de su obra poderosa, y los libros de ésta, editados única y parcialmente en el extranjero, nos venían de manera exigua y esporádica.

El gobierno –fuese de liberales o conservadores– andaba muy ocupado en transacciones antipatrióticas con el yanke: no les quedaba tiempo ni entusiasmo para actividades culturales. Otro motivo de ese estancamiento fue que igualmente por la reciente muerte de Rubén, un vasto sector del público –cualquiera que fuese su ubicación social– se encontraba imbuido todavía del vetusto romanticismo literario peninsular y del pre-modernismo hispanoamericano, o sea de las escuelas contra las que había laborado el propio Darío. Por lo tanto, no les era posible advertir la inmensa singularidad nueva y adelantada de la poesía de él.

Este curioso y negativo fenómeno subsiste hasta nuestros días, pues es bastante común encontrarse con personas lúcidas –y aún con individuos poetas– de sensibilidad embotada sin embargo, ante las nuevas expresiones artísticas, que repelen y condenan, a causa de hallarse todavía saturados de las formas anacrónicas de viejas escuelas literarias, plásticas o musicales.

En el año 1927 surgió en Granada el grupo literario “Vanguardia”, el cual lo primero que hizo fue abjurar de Rubén Darío, seguido de difundir las manifestaciones del vanguardismo entonces en boga en Europa. Estas actitudes tuvieron eco entre jóvenes que, sorprendidos por la novedad, espectaban y comenzaban a asimilar las enseñanzas revolucionarias en el arte, de los poetas granadinos. Conocí entonces a jóvenes poetas que saltando por encima de la obra de Darío quedaron en meros vanguardistas, para ser presa fácil del lorquismo enseguida, y del nerudismo después.
Afortunadamente los granadinos más tarde rectificaron de aquella abjuración, y en cambio fueron los primeros en establecer la nicaraguanidad plena de la poesía de Darío y su repercusión en los diferentes planos de la cultura nacional; así como a la par de otros estudios semejantes iniciaron un proceso de depuración de la obra rubendariana, a fin de demostrar lo que realmente era renovador e imperecedero. Empero esta labor era elitista, de “cofradía”, como ellos mismos decían, por lo que no tuvo resonancia en el pueblo, y el Estado tampoco se interesó por proseguirla e incrementarla, como bien pudo hacerlo.

Evoco siempre con venerado reconocimiento a un ignorado maestro de escuela en mi tercer grado de primaria, en 1932, en la clase de dictado se le ocurrió prescindir de los textos oficiales moralistas del “Libro de Lectura”, y nos leyó e hizo copiar todo el año los poemas de “Prosas Profanas”. De ese modo entré en contacto a muy temprana edad con la poesía insigne de Darío, y sin conocer aún al Rubén primitivo e informe que subsistía en la calle. Este hecho afinó mi sentimiento poético y de inmediato me hizo tomar conciencia de la jerarquía de aquella obra y de las proyecciones que ofrecía. Infortunadamente esto no ocurría en otros colegios de Managua, ni siquiera en otras aulas de mi propia escuela. De manera que al llegar a estudiar la clase de literatura de bachillerato en el “Ramírez Goyena” de aquél entonces, ninguno de mis compañeros conocía a Rubén Darío y, probablemente, tampoco los profesores –algún abogado, algún farmacéutico, es decir, no catedráticos especializados, que ni siquiera existían. Nunca nos hablaron de Rubén.

Apenas llegados los Somoza al poder, a principios de los años 30, tan sólo porque una señora de su familia había sido la “musa viva” de Darío, según ellos mismos decían, o hacían decir a sus corifeos, inventaron unas fiestas anuales que llamaban “Noches Darianas”, realizadas en veladas pomposas y cursis, a través de una mojiganga de Guardia de Honor, Musas, Canéforas y Pajes, durante la cual se publicaban profusamente y se recitaban de nuevo los “Cuentos quieres, niña bella” y otros poemas “leoneses” de Rubén. El resto del año se olvidaban totalmente de nuestro poeta.

Un destino cruel y oscuro, pues, ha perseguido siempre a Rubén Darío y su obra en nuestro país; y su conocimiento verdadero y apreciación cabal han sido bastante limitados, cuando no desacertados y absurdos en sus conclusiones. Tales circunstancias, agregadas a la incuria de Generales-Presidentes de la República que hemos tenido, impidieron que la cultura rubendariana llegara en bloque a las masas nicaragüenses. Ha ocurrido igualmente que la enormidad de la existencia inusitada de un Rubén Darío en nuestro reducido suelo, por falta de la asistencia cultural necesaria no ha podido ser asimilada por el ciudadano común, ni siquiera manejada en el concepto de la realidad de hombre bueno y extraordinario, de genio y ser natural y puro que era Rubén.

A este propósito permítaseme incluir aquí, a título de ilustración, algunas de las creencias fabulosas que desde niño escuché que persistían sobre Rubén Darío en muchos sujetos populares –zapateros y barberos intelectuales, picaditos pensantes– que nos reunían a veces en algún grupo de chavalitos asombrados en corrillos callejeros y nos informaban cosas como estas: “Rubén Darío era el mejor poeta de Nicaragua, y tal vez hasta de Centroamérica; había escrito 1,587 libros de versos, pero hay que ir a traerlos a España; era muy inteligente porque siempre se mantenía “hasta el tronco”. Rubén Darío hablaba todas las lenguas del mundo y fue el único nicaragüense que pudo escribir en idioma chino. Una vez Rubén Darío logró convencer al Papa, a fin de que se inventaran la A, la E, la I, la O y la U, pues anteriormente solo se conocía las otras letras”, etc.

Desde siempre, entonces, la investigación dariana, su fijación biográfica, la recolección de su obra dispersa, la crítica sistemática y otros estudios parecidos, habían sido esporádicos, muy paulatinos y dificultosos, como producto únicamente de la iniciativa de unos pocos devotos particulares, fervorosos de la obra de Rubén Darío; y la precariedad de su plausible labor, por la falta de cooperación oficial, impedía que el resultado alcanzara a cubrir a las masas.

Con el advenimiento de la Revolución Nicaragüense, los propósitos, ya realidad en este sentido, han sido otros y fecundos, de hecho existe ya un Instituto de Estudios Darianos y se han publicado nuevas y especializadas antologías; se han rescatado obras y datos desconocidos, se estudia a Darío con una nueva y diferente exégesis, a fin de extraer, depurar y difundir, la obra realmente siempre viva de Rubén Darío, como poeta orientado hacia las redenciones sociales, como precursor de esplendentes estéticas, como vate visionario del porvenir de América, como denunciador pugnaz del enemigo común imperial, en fin, para darle al pueblo a conocer y apreciar al Rubén Darío de “el alba de oro”.